– Daniel, llévate a tu hermana en la camioneta…
– Pero papá, si yo no se…
– Ya se que en la noche sacabas las llaves. No vamos a discutir eso en este momento. Ándate con tu hermana y cuando esto se calme nos juntamos.
– No quiero dejarlos, vámonos todos.
– Hazme caso que todo se va a arreglar.
Daniel sabía muy bien que no volvería a ver a sus padres con vida. La muerte de la madre era inminente. La infección del tobillo había derrotado a cada uno de los antibióticos administrados, esparciendo su color necrótico por toda la pierna hasta la zona de la ingle. Daniel también sabía que, lo que la había mordido no fue un perro.
– Hijo, voy a estar bien. Lo mejor es que ustedes vayan al regimiento primero – la mujer tosió hasta que los labios se le humedecieron de sangre. Se tapó la boca intentando disimularlo -. Después que ustedes lleguen, los militares nos vendrán a buscar.
– Pero mamá, hace rato que no sabemos nada de la zona de seguridad.
– Las malas noticias son las primeras en saberse, así que no ha de haber ningún problema – intervino el padre, mostrando molestia por los peros de su hijo -. Ustedes hágannos caso y todo va ha salir bien.
La madre aprovechó el momento para escupir coágulos en una toalla y limpiarse la boca con esta. Los rastros de sangre parecían labial mal aplicado. Nadie hizo comentario alguno.
– Mis niños – extendiendo los brazos para que se acercaran -, no se preocupen de más, que luego me voy a poner en pie y vamos a estar juntitos de nuevo.
Continuaron abrazados entre lágrimas, hasta que la madre sufrió otro acceso de tos.
Comprendiendo que los padres los intentaban proteger y que no habría manera de hacerlos cambiar de opinión, Daniel tomo de la mano a su hermana de doce años y se dirigieron en la camioneta a la zona de seguridad indicada por las autoridades. El último comunicado oficial lo habían escuchado hacía dos semanas, antes de que la electricidad y las comunicaciones desaparecieran de forma definitiva de sus vidas.
Daniel le aconsejó a Sara, cuatro años menor, que se acurrucara a dormir y aprovechara de descansar mientras duraba el viaje. La niña en poco rato cayó en un sueño profundo.
El trayecto transcurrió sin mayores sobresaltos que algunos muertos que se abalanzaban al vehículo y que al ser embestidos, reventaban como tomates podridos. Poco les faltaba para llegar cuando a Daniel algo comenzó a inquietarlo. A medida que se acercaban al recinto militar, la cantidad de cadáveres caminantes en vez de disminuir como sería la lógica, aumentaba. Varios de ellos con trajes mimetizados.
Al fin llegaron al frontis del regimiento.
Al lugar ni siquiera entraron, ya que desde el guarda de la entrada hasta el comandante a cargo del recinto, o habían sido devorados, o deambulaban masticando algún trozo de ser humano. El ronroneo del motor atrajo la atención de varios grupos de difuntos uniformados, que formaron un perímetro alrededor de la camioneta como si aun conservaran sus estrategias bélicas. El círculo se cerró sin dejarle espacio para moverse y siendo la multitud tan densa, que no lograría aplastarlos sin causar alguna avería. Al principio se limitaron a rodearlos manteniendo la vista fija en el vehículo, dentro de lo que sus ojos perdidos se lo permitían. Daniel rogaba que su hermana no despertara, ya que no quería ni imaginar como explotaría en histeria al ver a todos aquellos monstruos. El primer muerto se acercó y dio un manotazo en la ventana del chofer, retorciendo el corazón de Daniel y dejando una estela roja en el vidrio. Pronto se abalanzaron todos sacudiendo y golpeando la camioneta, intentando acceder a sus suculentos ocupantes. Daniel aceleró el motor tratando de forma infructuosa avanzar. Los cuerpos caían atropellados como bolsas de basura repletas de barro y madera podrida, atascándose en las ruedas. Retrocedía y avanzaba, pero le parecía que por cada fiambre que aplastaba llegaban cinco en su lugar. Su hermana por un momento pareció haber despertado, pero solo se remecía, ausente a pesar de que sus ojos aparentaban estar entrecerrados mirándolo. El vidrio junto a Daniel se trisó al ser golpeado por un cadáver que vestía un uniforme repleto de medallas. Parecería estar listo para el desfile, si no fuera por la sangre que cubría el pecho condecorado y la cara inflamada, de color verde brilloso. Otro impacto extendió la fisura del cristal. Daniel ya no soportó más y renunció a conducir, cubriéndose la cabeza con los brazos. Ahora no se sentía un hombre. Se veía como el niño que creyó había dejado de ser, cuando su cuerpo comenzó a transformarse en un proyecto de adulto. Los genitales se le comprimieron, presa de un hormigueo eléctrico. El rostro podrido del militar quedó tatuado en su retina y por más que apretaba los parpados, aquellos ojos vacíos no dejaban de acosarlo con gula. El bullicio se mezcló con el bombeo que azotaba sus oídos. Los sonidos se derretían cubriendo con su liquidez la carrocería de la camioneta. Luego se escurrieron, alejándose a lugares donde la cordura se había fugado. El volumen de las sienes palpitando aumentó, golpeando su cerebro como si de balazos se trataran.
Las explosiones se detuvieron. Una calma desértica dominó el espacio en que Daniel se acurrucaba. No se atrevía a levantar la vista, consciente de que aquella posición le ofrecía la misma seguridad que tenía un avestruz con la cabeza en la tierra ante un león. Un golpe eléctrico mucho más brutal que el que sentía en los testículos, le recorrió la columna al recordar que estaba con Sara. Luchando contra el terror miró de reojo a su alrededor.
Los muertos no estaban.
Por un instante quedó tan petrificado como lo estuvo mientras eran atacados. Reaccionó revisando a su hermana, que por increíble que pareciera continuaba durmiendo. Las noches desvelada cuidando a la madre acumularon una gran deuda de sueño que estaba saldando. En el parabrisas y los fracturados vidrios, se podían apreciar las huellas sanguinolentas de manos que acariciaron la esperanza del canibalismo.
La calle por donde pensaba continuar, ahora estaba bloqueada por vehículos en llamas. Aunque al verlo bien, no estaba seguro de que aquel fuera el camino que pensaba recorrer. La ciudad estaba tan muerta e irreconocible como los cadáveres que deambulaban por sus arterias. Los oídos le zumbaban como si hubiese usado de audífonos un par de parlantes de auto. Escrutó a su alrededor, cerciorándose que la única ruta posible era de regreso. Giró con dificultad el volante. Las ruedas delanteras debían estar atoradas con algún cadáver. Aceleró, patinando y salpicando sangre y carne corroída por la muerte y los neumáticos al girar. La camioneta al fin se liberó y consiguió avanzar esquivando los cuerpos que yacían en el pavimento. Uno, de torso desnudo, le pareció de rostro familiar. Era el uniformado de las medallas. Aunque tal vez no. Ya de nada estaba seguro, ni siquiera del destino que debían seguir. El momentáneo alivio de verse fuera de las garras de los muertos luchaba por sobreponerse a la inquietud que le causaba la repentina desaparición de estos. Activó el limpiaparabrisas, escurriendo el agua enrojecida, tal como lo hacían las lágrimas por su rostro. Se mordió el labio inferior con tanta fuerza, que las marcas de los dientes sangraron. El dolor físico consiguió su propósito y lo alejó de aquella autocompasión que paralizaba sus músculos y cerebro.
Su hermana despertó cuando el vidrio y las dudas estaban casi despejados.
Sara se levantó de un salto en el asiento. Una pesadilla la tuvo secuestrada durante casi toda su siesta y al despertar, la sensación claustrofóbica no se disipaba. El estar en la cabina de la camioneta no ayudaba mucho, sobretodo al ver las devastadas calles que alguna vez rebosaban de vida y que ahora eran el tejido putrefacto de un monumental cadáver.
Cadáver. Ese rostro verdoso era lo que quedaba en su perturbada memoria, además de un rojo pecho adornado con medallas. No aparecieron más detalles. Solo aquel busto pintado de moho y sangre.
Daniel la hostigó con preguntas de cómo se sentía, cómo durmió, si le dolía algo, etc. A todas respondió con un, estoy bien. Se frotó la cara, estiró la espalda crujiendo un par de vertebras, bostezó e intentó centrar su atención en el recorrido.
Sara preguntaba por cada movimiento, cada curva que tomaba su hermano, respondiéndole este con vaguedades, monosílabos y gruñidos de indiferencia fingida, que intentaban disfrazar el nerviosismo que sí evidenciaban sus manos temblorosas y sus ojos desencajados. Algo no andaba bien y no era sólo la ya sabida epidemia de muertos. Sara se estaba asustando.
– Daniel, ¿Qué no íbamos a la zona de seguridad? – La niña, a pesar del temor, trataba de conservar el tono altanero con el que solía dirigirse a su hermano.
– Las calles están bloqueadas. Estoy tratando de llegar por el camino más seguro. Espérate tranquila que ya vamos a llegar.
– Más te vale.
A Daniel le estaba costando trabajo el no enojarse con la niña por tomar todo como una pelea infantil. Al ser la menor, acostumbraba sacarlo de sus casillas, para cuando alguno de los padres llegara, desentenderse de la disputa y hacerse la víctima. El castigo se lo llevaba Daniel. Este, intentaba despejar su mente de problemas pasados, cuando desvió la atención hacia arriba.
Algo caía desde la pasarela peatonal que estaban cruzando.
Alcanzó a frenar para evitar que un inmenso trozo de concreto y ladrillo golpeara el parabrisas. El escombro aterrizó sobre el capó atravesando el motor. En un acto reflejo, Daniel intentó hacer partir la camioneta, sin éxito por supuesto.
Por ambos lados de la pasarela, decenas de figuras humanas bajaban corriendo las escaleras.
– ¡Sara, hay que correr!
– ¿Qué…? – la niña no salía del espanto. Daniel no le dio tiempo, tirándola del brazo, casi arrastrándola.
– ¡Corre Sara por la mierda, corre!
El estruendo de las pisadas y gritos de la multitud, crecía como una mancha de sangre en una tela. Tambien lo hacía el terror de los hermanos.
Sara ya tomaba el ritmo de Daniel, cuando tropezó y calló golpeándose muy fuerte las rodillas. No lograba ponerse de pie, debido al dolor y la parálisis provocada por el miedo. Daniel intentó tomarla en brazos, pero una sombra le cayó encima.
– Así los quería pillar chiquillos de mierda – y el harapiento hombre golpeó en la mandíbula a Daniel con un tubo de cobre.
Sara apenas podía entender que fuera un vivo el que los estaba atacando. El temor se tornó en rabia, descargándola en la pantorrilla del agresor. Este, que se aprontaba a desabrochar el pantalón, soltó un alarido, dejando caer la barra metálica. Un puñetazo en la cara pudo lograr que la niña dejase de morder.
Los compinches del atacante estaban demasiado entretenidos desmantelando la camioneta como para auxiliar a su compañero de jauría. Daniel reaccionó ante el brillo cobrizo de la cañería. La tomó y dio tres golpes seguidos en la cabeza de su dueño, derribándolo. Una vez en el suelo, no se detuvo hasta que la cabeza dejó de parecer tal.
– No tenemos tiempo de asustarnos – dijo Daniel, mientras la niña repartía miradas de asco entre la ensangrentada cara de su hermano y los restos de cabeza del difunto –. En cualquier momento van a llegar los otros y ahí si que no nos salvamos.
Emprendieron carrera por las hostiles calles. Su defensa consistía apenas en el ensangrentado tubo de cobre que Daniel empuñaba con firmeza, pero consiente que de nada le serviría si se encontraban con una turba de muertos. Menos de vivos.
Sus ojos se tornaban de un lado a otro, como cubos de hielo en el vaso de un ebrio. De vez en cuando el gemido o el arrastrar de pies de algún cadáver los sobresaltaba, pero estos se movían demasiado lento para alcanzarlos.
Cuando las calles comenzaron a hacerse familiares, Daniel decidió contarle a Sara que ya no había donde refugiarse, reconociendo que no tenía idea de que debían hacer.
Sara se detuvo en seco.
– Debemos volver a la casa.
– ¿Estás loca? ¿Qué vamos a hacer allá? Está peor que aquí, por algo el papá nos mandó a la zona de seguridad.
– Pero tu mismo dijiste que no hay ninguna zona segura.
– Sí, lo dije, pero eso no quiere decir que nos vamos a devolver. Acuérdate que la mamá…
– Que la mamá ¿qué?
– Sabes muy bien que debe ser una de esas cosas, si es que el papá… – Daniel supo que no ganaba nada con seguir aterrizando a su hermana. Ella tenía razón, la última opción era regresar a casa. Además, fue lo primero que pensó cuando se alejaban de la caída zona de seguridad.
– Además – agregó la niña -, yo creo que la mamá está bien. Si aguantó tantos días, no debe haber sido la infección esa lo que la tenía enferma. Debe ser por la falta de comida.
– Es cierto. La mamá debe estar bien. Tampoco estuvimos tanto tiempo fuera de casa. – aunque Daniel no aceptaba ni por un momento esa posibilidad, le dio la razón a Sara -, lo más seguro es que los papás estén esperándonos.
Iniciaron el camino que acostumbraban recorrer a diario, esta vez con incendios, hedor a muerte, miedo y la cada vez mayor convicción de que sería la última vez que lo harían.
Un estruendo de disparos crecía a medida que se acercaban a su barrio. Cuando fue inminente que el grupo que los provocaba aparecería frente a ellos, se refugiaron en un quiosco medio quemado, que no llamaría la atención de los saqueadores. Lo que antes pudo ser un indicador de auxilio, ahora significaba un presagio tan fatal como el alarido de muertos vivientes. Daniel observó por un orificio como el improvisado ejército aplastaba la horda de cadáveres.
La turba pasó como un aluvión de explosivos, arrasando con los pocos restos civilizados que quedaban y con los cadáveres que intentaban atacarlos. Arremetían con armamento militar, escopetas hechizas, rifles de caza, señales de tránsito. Los muertos eran empalados uno sobre otro en postes quebrados. Las metralletas formaban abanicos con sus ráfagas, pulverizando los cuerpos. Torsos se arrastraban como babosas dejando su estela: una línea de sangre dibujada por el intestino. Las bombas molotov se encargaban de ultimar a los que insistían en moverse. Minas antipersonales resguardaban la retaguardia. Los cuerpos que las pisaban explotaban decorando con retazos el pavimento, dejándolo como una pintura cubista.
Daniel y Sara se quedaron momificados hasta que la cacofonía de la jauría humana se oía como un leve barullo lejano. El muchacho fue el primero en levantarse, tiritando por el impacto del sanguinario espectáculo. Aunque sabía que eran muertos, el ver como mutilaban a esas personas no dejó de perturbarlo.
Salieron con mucha lentitud y silencio, el cual se vio interrumpido por el grito de Sara. Un muerto la tiró del cabello, arrastrándola hacia el umbral de una casa en ruinas, donde media docena de cadáveres salía a su encuentro.
El menos deteriorado estaba coronado por un amasijo de pelo y cuero cabelludo agusanado, saliendo otras larvas desde sus oídos y nariz. Los otros apenas sostenían los restos de músculo y piel encarnados en los huesos. Los órganos putrefactos colgaban de delgados hilos de tejido, todo pululado por millares de moscas que se alimentaban y depositaban sus vástagos.
Todo este espectáculo estaba a centímetros del rostro de Sara, que se deformaba escupiendo gritos de horror y asco.
Las mandíbulas de los monstruos llegaban a la tierna carne de la niña, cuando Daniel abanicó el tubo de cobre, alcanzando a uno de los cadáveres más secos. Las débiles uniones de los huesos cedieron. Las partes apenas se unían por algunos escasos nervios, que fueron suficientes para permitirle arrastrarse y contraatacar. Sujetó del tobillo a Daniel, al momento que este agarraba del brazo a un muerto que se aprontaba a morder a Sara. El tejido que el muchacho apretó, distaba mucho de ser piel. Se desmenuzaba entre sus dedos, escurriendo por el antebrazo el jugo rancio y pegajoso. Cuando Daniel cayó, no soltó el putrefacto antebrazo, salvando a su hermana de ser mordida. Sara se reincorporó, sintiendo el rose de las falanges apenas cubiertas de carroña alejarse. Pateó al muerto que derribó a su hermano, desmembrándolo de forma definitiva. El resto del escuadrón de cadáveres atacó con mayor gula a los hermanos, salpicándolos con hedionda saliva al intentar morder e impregnándolos con la pasta espesa que alguna vez fue piel. Daniel luchó por despejar una salida a Sara, golpeando con el tubo de cobre a los muertos que la atacaban. Mientras lo lograba, las podridas manos desgarraban su ropa.
Sara corrió unos metros y se volteó a ver como su hermano caía aplastado por los muertos. Él le gritaba que no regresara, pero no fue capaz de dejarlo. Regresó sin saber como lo podría ayudar. Lo tomó de una pierna que asomaba de entre los muertos y lo jaló con todas sus fuerzas. Cayó de culo pero logró moverlo. Daniel se puso de pie forcejando con los cadáveres que trataban de recapturar a su almuerzo. A pesar de cojear por una herida en una pierna, lograron sacarle ventaja a sus perseguidores. Daniel no estaba seguro si la sangre que manaba de su rodilla era producto de una mordida o rasguño, o por ser arrastrado por Sara. No quería preocuparse de ello ahora.
Los hermanos corrieron de la mano, como si sus dedos se hubieran encarnado entre si. El camino que la turba involuntariamente les había despejado, no significaba para ellos seguridad alguna. Cada paso que resonaba en las desiertas calles les retorcía el estomago, pero no se sentían capaces de dejar de correr en pos del silencio. Desde el interior de los edificios se oían los lamentos de los muertos, que surgían ante la alerta de comida. Incapaces de darles alcance, regresaban a sus rincones oscuros a la espera de la noche. Pero para Sara y Daniel, las gargantas que emitían aquellos alaridos se acercaban y crecían como túneles ferroviarios, cuyos trenes entraban con la estridencia del infierno por sus oídos. El viento eran las putrefactas zarpas, cuyas uñas acariciaban sus cuerpos, impregnándolos con residuos de carroña. Ya no había lugar seguro en el mundo más que su hogar.
En lo que para ellos fueron años, llegaron al frontis de su casa. Contemplaron la deteriorada fachada, el antejardín repleto de basura y las ventanas con quietas y cerradas cortinas. Nada les daba una pista del estado de sus padres, pero por lo menos no había señales de muertos o saqueadores. Daniel guardaba la esperanza de que si su padre había sido atacado por la madre, la turba ya se hubiera encargado de los cuerpos resucitados.
Por primera vez desde que comenzaron la carrera se miraron a las caras, y ambos se sorprendieron de lo demacrado que estaba su respectivo hermano. Antes de decir cualquier palabra, buscaron la respuesta en el fondo de aquellas lagunas sin esperanza que eran sus ojos.
– Vamos. – Dijeron al unísono. Y con menos entusiasmo que un cadáver vagando por las calles desiertas, continuaron su regreso a casa.
La reja no estaba con candado. Caminaron por la entrada de autos, llegando a la puerta de la cocina. No había mayor caos del que vieron antes de partir. Daniel alcanzó a detener a Sara cuando esta tomaba aire para anunciar su llegada.
– No sabemos si los papás están, o si hay alguien más. – le dijo Daniel con el mínimo de volumen, a lo cual la niña asintió no muy convencida, pero confiando en el buen criterio de su hermano.
Inspeccionaron toda la planta baja encontrando todo en perfecto orden, o por lo menos en el orden que ameritaban las circunstancias. Las ventanas seguían tapiadas con tablas, así como las alacenas y libreros seguían apoyados reforzándolas. Subieron la escalera cuidando que los pasos no hicieran más ruido que sus corazones bombeando sangre de forma frenética. Cuando llegaron a la entreabierta puerta de la pieza de sus padres, percibieron las primeras señales de vida. O más bien de movimiento.
Por el espacio que dejaba la hoja de madera, vieron a su madre, dándoles la espalda, de rodillas ante el cuerpo recostado de su padre. No podían ver que hacía, pero sí escuchaban el trabajo de dientes moliendo carne y cartílagos. Cuando Sara dilucidó el significado de los sonidos, dio una apagada exclamación, que fue suficiente para alertar al cadáver que alguna vez fue su madre.
La mujer se levantó masticando hígado, se abalanzó sobre la puerta que se cerró con el movimiento. Daniel aprovechó para sujetar el picaporte y rogar con los dientes apretados.
– Escóndete Sara por favor. Tiene mucha fuerza, no se cuanto aguante. – la rodilla estaba doliendo mucho más de lo normal para tan pequeña magulladura.
– Pero yo te ayudo – dijo la niña acercándose a jalar la puerta.
– No, escóndete. Para mí va a ser más fácil arrancar sin tener que preocuparme por ti.
Por un momento Sara lo dudó, pero ante la cara de súplica de su hermano, cuya palidez de terror había sido reemplazada por el rojo del esfuerzo, optó por obedecer y correr al armario de su cuarto, donde aseguró las puertas doblando unos colgadores en el pasador y se acurrucó entre la desordenada ropa.
Pronto los golpes y arañazos en la madera cesaron, dejándola oír como sus dientes castañeteaban y su cuerpo tiritaba. Trataba de imaginarse que su madre se había aburrido de intentar salir y había continuado comiéndose a su padre. La idea tampoco le gustó, así que prefirió pensar que había vuelto a caer muerta, pero esta vez de forma definitiva.
Aquella esperanza fue rota al entrometerse el estruendo de madera al romperse, seguido del grito de Daniel.
Sintió los pisotones dirigiéndose a la escalera y un “¡Nooo… suéltame…!” que los detuvo. La cacofonía de la lucha fue acercándose hasta que Daniel aterrizó frente al armario. Sobre él cayó lo que quedaba de la madre de la familia, incrustando sus dientes en el cuello del muchacho. La niña se tapó la boca para ahogar el grito, que por suerte sólo su hermano percibió. Este miró a las puertas que protegían a Sara, hasta que la vida se escapó de sus ojos. Pero antes de que ello ocurriera, Daniel siguió luchando, con muy poco éxito, para que su madre no continuara arrancando y devorando sus órganos.
Anocheció y la mujer continuaba consumiendo la carne de su hijo. Sara no pudo despegarse de aquella atroz escena, hasta que el cadáver se levantó y dejó la habitación. En ese momento la niña se desmayó.
Durmió hasta que las puertas del armario se abrieron de golpe, dejando ver entre los rayos del amanecer una silueta que estiró sus manos hacia ella.
Apretó con toda su fuerza los ojos para no ver el rostro de su madre salpicado con la sangre de su familia. Mientras era arrastrada fuera del armario, escuchaba gemidos que eran la caricatura de una risa. También oyó la tela de su ropa al ser rasgada.
Luego fue sacudida por el estruendo de un balazo.
Abrió los ojos, pero no lograba distinguir más que figuras humanas. La cabeza cayó en su hombro. La boca se abrió y pegó a su cuello. Sara forcejeó, pero no tenía las energías suficientes. La cabeza se levantó pero no volvió a sonar ningún balazo. Su vista se acostumbró a la luminosidad cuando la ropa interior era cortada con cuchillo, y pudo ver medallas oscilando en el pecho de quien estaba sobre ella. La caricatura de risa irrumpió con más fuerza en la habitación y se le unieron otras carcajadas.
Abandonó los gritos de auxilio cuando el tercer hombre la violaba. Sus muestras de sufrimiento los excitaban más y los incitaban a golpearla.
En la entrada yacía el cuerpo de su madre, cuyo cerebro salpicaba la puerta. Deseaba con fervor recibir también una bala en la cabeza.
Autor: Fraterno Dracon Saccis
Imagen: Comic The Dead Kingdom of Flies, de Alan Grant y Simon Bisley