Solía frecuentar la librería, además de por todas las rarezas inconseguibles, por el café y la comodidad de los sillones. Al entrar uno se encontraba con aquel espacio tan acogedor, la mesa de novedades, la bandeja con galletitas, los asientos con almohadones mullidos, y el mundo parecía cancelarse de repente, ahogado el ruido de la calle por las últimas reverberaciones de la campanilla de la puerta. Entonces saludaba al librero, elegía dos o tres libros y me sentaba a examinarlos en paz. Solía pasar por allí los viernes por la tarde, a veces –las menos, porque no me caían bien los clientes que iban ese día- los domingos pasadas la una o una y media, en los últimos remanentes de la Feria.
Siempre me resultó curioso cómo, visto desde la calle, el local daba la impresión de ser minúsculo. Una vez adentro, contando pasillos, entrepisos, sótanos e incluso un altillo, era fácil sentir que se había consumado una estratagema mágica capaz de dilatar el espacio. Y llenarlo de estanterías que parecían remedar la Biblioteca de Babel. Porque era el tipo de librería donde uno encuentra lo que sea. En tantas ocasiones localicé en aquellos anaqueles títulos inimaginables, sacados de las bibliografías más exhaustivas; revistas, colecciones, primeras ediciones, ediciones de autor: allí había de todo. Y el librero, un veterano muy parecido a Fogwill que siempre contaba anécdotas de su amistad con Emilio Scarone, parecía haber dedicado su vida, además de a la letra impresa, al estudio y práctica de la mnemotecnia, ya que era capaz de localizar cualquier libro o cualquier autor que uno le nombrara en cuestión de segundos. Luego lo dejaba sobre el mostrador fingiendo cara de despistado y te decía un precio, el primero que le venía a la mente. Si titubeabas en lugar de aceptar a la primera, se reía y decía ah, bueno, está bien, dejémoslo en… añadiendo una cifra bastante menor a la primera. Si bien no era el único lugar en que compraba libros, por mucho tiempo guardé la costumbre de no dejar pasar más de una semana sin visitarlo; y siempre preparado para algún hallazgo.
Una tarde estaba parado junto al mostrador, esperando una remesa de café y pensando en hojear la colección completa de una vieja revista argentina de literatura fantástica, cuando una mujer con aire de apurada apoyó sobre el mostrador tres libros bastante deteriorados. El librero, que vigilaba la cafetera, se dio vuelta para atenderla y deshizo la pila de libros para pasar revista a los títulos, extendiéndolos sobre la superficie del mostrador. La curiosidad me movió a mirarlos. Había una novela titulada El sueño de Tesla, de un tal Matías Andreoli, a quien no conocía, una edición bastante vieja de Justine, de Lawrence Durrell, y The sea, de James Joyce. El título me sorprendió. ¿Sería una antología de textos? Lo miré con atención mientras la mujer regateaba. Podía leerse:
The sea
a novel by James Joyce
Viking Press, 1952
Aquello podía ser todo un misterio. Joyce había escrito únicamente tres textos catalogables como “novelas”, Retrato del artista adolescente, Ulises y Finnegans wake; el resto de su bibliografía consistía en un libro de cuentos, Dublineses, y dos de poemas, Música de cámara y Poemas manzanas; no existía novela alguna titulada El mar.
-Disculpe –le dije a la mujer, que estaba pagándole al librero-, ¿me permitiría mirar un segundito el libro de Joyce?
Asintió con la cabeza, un poco incómoda o fastidiada.
-Será sólo un momento –añadí-, me tiene intrigado el título.
Era un tomo de unas cuatrocientas páginas amarillentas. Busqué los datos de la imprenta: se trataba de la tercera edición, americana, del libro originalmente publicado en Inglaterra por Faber & Faber, primera edición de 1950. Sorprendido, miré la breve reseña biográfica. James Joyce nació en Dublín el 2 de Febrero de 1882, bla bla bla, conoció a una muchacha de Galway, Nora Barnacle, bla bla bla, Chamber music, A portrait of the artist as a young man, bla bla bla, Finnegans wake, completo y publicado en 1939, y trabajó en la que sería su última novela, El mar, entre 1940 y 1949. Murió en Zurich el 14 de Marzo de 1952.
La mujer estaba esperando con impaciencia. Seguí hojeando el libro buscando alguna señal de la broma implícita en la bibliografía.
-¿Es un apócrifo? No me diga nada, escrito por Anthony Burguess.
-No –dijo la mujer, visiblemente incómoda, tomando el libro y deslizándolo en la bolsa de nylon que le había dado el librero-, no sé, no conozco al autor. Es el pedido de otra persona –nos saludó con una inclinación de cabeza y abandonó la librería.
-¿Usted vio ese libro? –le pregunté al librero mientras sonaba la campanilla.
-Por supuesto, ¿por qué lo pregunta?
El café estaba listo. El librero me llenó una taza, sonriendo con cara de niño travieso.
-Joyce murió en 1941, el 13 de Enero, y jamás escribió una novela titulada El mar. El libro debe ser apócrifo, pero es curioso, porque no tenía ninguna noticia de que existiera algo así.
-¿Y usted es un Joyceano? Imagino que sí, si recuerda la fecha exacta de su muerte.
No me esperaba esa respuesta. El librero volvió a sonreír y, tomando algunos libros dispersos, entró al laberinto de estanterías de la parte trasera del local.
Por mi parte, intenté sentarme a hojear la colección de revistas. Fue imposible concentrarme. Bebí la taza de café, pagué un libro de Thomas Disch que tenía reservado y me fui, sin dejar en un momento de pensar en aquella novela imposible.
Ese domingo, contra mi costumbre, fui a la librería tratando de sacarle al librero algún otro dato sobre el Joyce apócrifo. Supuse que, de tratarse de una mañana concurrida, el librero no tendría tiempo de hacerse el enigmático y demorarse en darme explicaciones. Pero me equivoqué. No había nadie, pese a que la Feria estaba bastante más llena de transeúntes y compradores que las últimas veces que la había visitado. Por suerte tampoco estaban los habitué de los domingos, un grupito de escritorzuelos de los años ochenta cuyas poses y opiniones solían molestarme mucho más de lo que estaba dispuesto a tolerar. Entré y, después de saludar, le pregunté al librero si tenía alguna otra copia de aquel libro de Joyce. Entrecerró los ojos, buscando en su memoria, y respondió creo que sí, déjeme ver. Se internó en la parte trasera de la librería y lo seguí a cierta distancia. Yo no solía husmear demasiado en los sectores más remotos, en gran medida por haber tenido siempre la convicción de que se trataban del depósito, o quizá por asumir estúpidamente que lo mejor y más interesante estaba expuesto al frente. Una vez más me sorprendí de la extensión de aquel local. El librero atravesó dos puertas abiertas y giró a la derecha; no me atreví a seguirlo, asi que lo esperé merodeando la zona de comics, donde descubrí una serie de revistas de Swamp thing escritas por Alan Moore, los originales en inglés. Tomé tres o cuatro y me encaminé a los sillones. Allí me encontró el librero, un par de minutos más tarde.
-Lamento comunicarle que no logré dar con otro ejemplar; pero si me concede unos días, quizá para la próxima semana lo ubique.
-Está bien, puedo volver el viernes –le respondí.
Me dejó una taza de café en la mesita y seguí hojeando los comics. Costaban una pequeña fortuna, me enteré después, pero valían la pena. De todas formas logré un diez por ciento.
Todo el asunto del libro de Joyce estaba preocupándome, lo cual no dejaba de resultarme sorprendente. En principio no sería tan difícil elaborar una novela apócrifa y atribuirla –de toda formas, ¡que atrevimiento!- al genio irlandés; ahora bien, más allá de que al hacer algo así lo único que se logra es quedar en evidencia como un enano que juega a la sombra de la estatua de un héroe, ¿qué necesidad había de inventar una biografía falsa? Busqué en Internet y en bibliografías completas publicadas por diversas sociedades de estudios Joyceanos. Había listas de cuentos que retomaban personajes, homenajes, parodias, reconstrucciones y un amplio etcétera de textos epigonales, pero ninguna novela completa titulada El mar. Sí había algunas referencias a opiniones –Harold Bloom, por ejemplo, lo señalaba en su ensayo sobre Joyce en El canon occidental– acerca de cómo hubiese podido ser la novela que continuase a Finnegans wake (aunque en general se admitía que de alguna misteriosa manera la obra de Joyce estaba “cerrada”, es decir, que no admitía añadidura alguna –y en ese sentido el autor hizo bien en morirse en el 41), desarrollando ciertos elementos del Ulises y de Finnegans. La idea de una obra sobre el mar parecía, en ese sentido, bastante plausible.
A medida que me adentraba en mi investigación (si es que tenía sentido pensar que me dirigía a alguna parte) empecé a ganar cierto entusiasmo. Toda la vida adoré el género de ficción especulativa llamado ucronía, en el que se ambienta la ficción en una historia alternativa al estilo de ¿cómo sería nuestro mundo de haber ganado los nazis la segunda guerra? o ¿y si no se hubiese producido la revolución industrial? Muchos filósofos de cuarta descartaban el género aludiendo a su naturaleza contrafáctica y, por lo tanto, carente de verdadera solidez especulativa (de negar las premisas podía seguirse cualquier cosa, es decir, nada); sin embargo, estaba claro que grandes obras de la literatura podían considerarse ucrónicas, más allá incluso de las obvias como El hombre en el castillo de Philip Dick o La conjura contra América, de Philip Roth. Encontré un interesante ensayo de Pablo Capanna al respecto, que rescataba en su título un pensamiento de Pascal sobre la nariz de Cleopatra y su impacto en la historia, enumerando en el cuerpo del ensayo un buen número de ucronías. Sentí que bien podía valer la pena (al menos para que la leyeran enfermos de literatosis como yo) escribir una novela sobre un mundo en el que Joyce había muerto no en 1941 sino en 1952; sin embargo, tuve que admitir que concebir y llevar al papel la última novela producida por ese autor ucrónico era, sin lugar a dudas, bastante más difícil. Al menos si uno quería evitar el papelón de atribuir alguna tontería a nada más y nada menos que el mayor artífice literario del siglo XX. Pero a la vez, contradictoriamente supongo, mi deseo de hacerme con un ejemplar de aquella novela iba creciendo día a día.
Cuando entré a la librería ese viernes el librero estaba esperándome.
-¿Cómo le va? –me saludó- Sabe que no encontré otra copia de la novela de Joyce; sin embargo, ordenando un poco mientras buscaba, pensé que hay en ese sector algunos libros que podrían interesarle, después de todo, usted es un cliente especial. ¿Me acompaña?
-Claro –respondí-, ¿se refiere a textos apócrifos o a literatura de exégesis Joyceana?
-Ya verá, ya verá –dijo, guiándome entre las estanterías.
Pasamos las dos puertas, giramos a la izquierda y accedimos a una sala bastante grande, de paredes cubiertas por estanterías y techo descascarado, con manchas de humedad. Una puerta cerrada prometía continuar aquel laberinto; en el centro había una mesa de madera llena de libros viejos, dispuestos en pilas de siete u ocho volúmenes, apretadas para no dejar espacios libres. El librero señaló una de las paredes.
-De haber otra copia estaría ahí, salvo que el sistema de archivo me esté fallando; pero no creo que la encuentre, yo ya busqué muy bien. Sin embargo, como le decía, tanto en ese sector como en la mesa y en las otras estanterías, si busca bien seguro encontrará algún título que le interese… asumiendo, claro está, que la novela de Joyce realmente fue de su interés.
Enunció el realmente con un énfasis que no entendí. Me palmeó un hombro y regresó al mostrador, dejándome solo en la sala. Me acerqué a la estantería que me señaló primero. Había, sí, una buena selección de obras de Joyce, incluso ediciones raras por demás interesantes, la primera del Ulises en Rueda con la traducción de Salas Zubirat, el Finnegans en francés e italiano, una colección de traducciones también del Ulises, inclusive al japonés, y la obra completa en inglés, por varias editoriales. Más allá de la curiosidad de las traducciones, nada de eso me interesaba como anexión a mi propia colección de obras de Joyce, asi que seguí curioseando en la estantería pero ya no en la sección dedicada al irlandés. Había, como era de esperarse, un prolijo muestrario de autores de la alta modernidad: Virginia Woolf, D.H.Lawrence, Pound, Eliot, Proust, Musil, Mann, Kafka. Me deslicé por los lomos de aquellos libros polvorientos siguiendo la pauta de sus épocas e idiomas, desembocando en la sección de literatura latinoamericana. Allí, específicamente en el sector destinado a Borges, encontré otro libro asombroso:
Los naipes del Tahúr
por Jorge Luis Borges
Emecé, 1960
Los lectores del escritor argentino recordarán que en el cuento “El aleph” se hace una referencia en plan broma a una obra borgesiana inexistente que lleva justo ese título (y que, también se ha dicho, Borges realmente escribió de joven, allá por 1920). La hojee. Era un libro de poemas, o quizá un poema único dividido en secciones. ¿Obra de algún fanático o discípulo de Borges quizá? Pasé a las otras estanterías, pensando que seguro el librero tenía acceso a las obras de algún grupo de bromistas que parodiaban autores, editoriales y ediciones, generando esos textos apócrifos. Encontré una presunta novela escrita por Napoleón Bonaparte, autor de folletines cuya biografía apenas coincidente con la real se detallaba en las primeras páginas; encontré también una colección de cuentos escritos en los años setenta por el Che Guevara, aparentemente muy epigonales de Jack London, y una novela sobre extraterrestres de Isaac Asimov, escrita en 1952. Esta última me resultó muy graciosa, quizá incluso malintencionada. Miré la bibliografía que adjuntaba el volumen. Ninguna de las obras mencionadas se correspondía a la realidad, pero algunos títulos recordaban los de cuentos especialmente famosos. En la mesa, verdadero cofre del tesoro de estos textos apócrifos, encontré una novela de realismo sucio escrita por Ray Bradbury, dos compilados de cuentos de Ezra Leventhal, una colección de sonetos de Hemingway, un tratado académico sobre el gnosticismo escrito por Philip K. Dick (1929–1996), un Contra el psicoanalisis firmado por Marcel Proust (¿habría por alguna parte una versión completa de En busca del tiempo perdido?) y una novela policial de André Bretón. Tomé esta última, más la de Asimov y la de Bonaparte, y procedí hacia el mostrador para pagarlas y llevármelas a casa. Estaba atravesando las filas y filas de estanterías cuando escuché que el librero hablaba por teléfono; mejor dicho, que discutía acaloradamente. Decidí no interrumpirlo, por cortesía, pero no pude evitar entender algunas palabras, que me hicieron pensar que se trataba ante todo de un problema económico, probablemente relacionado con el precio de un libro muy especial. Esperé a que colgara, dejé pasar un minuto más fingiendo que buscaba un libro, y entonces caminé hacia el mostrador.
-¡Ah! –dijo-, veo que la búsqueda fue fructífera… ¿qué tenemos por aquí? Asimov, Bonaparte, Bretón… excelente. Por ser un cliente tan constante le dejo los tres en… -y dijo una cifra que me pareció adecuada. Cerramos el trato sin regateo, pagué los libros con mi tarjeta de crédito y, mientras me los guardaba en una bolsa, le pregunté:
-¿Algún día va a contarme de dónde saca toda esta literatura apócrifa? Un libro lo puedo entender, dos, tres… pero ahí atrás los tiene por docenas.
Enseguida entendí que no había hecho la observación más inteligente de mi vida. El librero puso cara de misterio y se encogió de hombros…
-¿Quién sabe? Quizá si investiga lo suficiente…
-¿Eso quiere decir que en los libros está la respuesta?
-Yo no dije eso. ¿Por qué habría de haberla? Se está llevando tres novelas, nada más…
Le sonreí, tomé los libros y me fui.
La siguiente fue una semana ocupada, con demasiadas actividades de mi profesión, que es de investigador en el área de literaturas comparadas; tuve que dar algunas clases sobre la literatura de la posguerra y la guerra fría, y las tareas de recopilación y presentación de datos me distrajeron de los libros apócrifos, que recién pude hojear el siguiente fin de semana. Me recosté en mi sillón de lectura, puse en el equipo mi disco favorito de los Beatles, Revolver, y empecé a leer. La novela de Breton era bastante mala, y parecía una copia de La hermana menor, de Chandler, aunque en teoría se le había anticipado por unos cuantos años. La de Asimov, en cambio, era excelente, a la altura de Los propios dioses o El fin de la eternidad. Un detalle que busqué con atención en las tres novelas fue el que juzgué inevitable para todo autor de libros apócrifos: la tentación de incluir referencias y guiños a la obra “conocida” del escritor tomado como modelo. Es decir, metáforas surrealistas o citas de los Manifiestos en la novela de Breton y nombres, situaciones y escenarios tomados de las Fundaciones o de los cuentos en la de Asimov. También cabía pensar en cualquier tipo de noción de “dominar el mundo” en la del falso Bonaparte. Extrañamente no había nada de eso. La de Breton no tenía punto de contacto alguno con la obra “conocida” del fundador del surrealismo; la de Asimov estaba escrita en “su” estilo llano característico, lo cual la convertía en un texto plausible, pero no incluía referencia alguna referencia a las novelas de “nuestro” Asimov, aunque, me pareció, había algunos detalles que resonaban en los títulos de la bibliografía apócrifa, vinculando las obras como cabía esperar que un Asimov alternativo también encadenase sus novelas en un marco de “historia del futuro” coherente. Pero era la de Napoleón la más extraña de las tres, en el sentido de que parecía anticipar, en su contexto folletinero, mucha literatura esotérica –al estilo Aleister Crowley o la Golden Dawn- que se pondría de moda tres cuartos de siglo más tarde del 1802 pautado en el pequeño prólogo informativo que abría el volumen y comentaba la carrera de ese Napoleón, muerto en 1810 en las Antillas. Se lo juzgaba un precursor de Dumas y de Sue, asi como también del romanticismo francés en general. El prólogo estaba escrito en un estilo académico un poco incompetente, pero no resultaba parco en citas, referencia y bibliografías. De hecho, mencionaba en varias oportunidades dos biografías de Napoleón Bonaparte –en rigor deberíamos llamarle Bonaparte Dos o Bonaparte Beta-, una novelada de 1899 y otra, de 1962, al gusto más contemporáneo. La idea de leer esas biografías me atrapó. ¿Cómo sería un mundo en el que Napoleón no fue un militar que participó en la Revolución y luego intentó conquistar Europa? Y el prólogo esbozaba una historia alternativa de la literatura: se esgrimía una periodización diferente a las aceptadas, aparecían autores de nombres desconocidos y títulos de obras de Dumas, Sue y Victor Hugo que no encontré en ningún índice de su producción. Pensé en el posible interés de especular sobre una literatura francesa desprovista del zar del surrealismo, o en imaginar cómo hubiese sido la historia de la Ciencia Ficción de no haber existido Fundación o los cuentos de robots. Además, ¿guardaba el librero por alguna parte las biografías citadas, las historias de la literatura mencionadas, las “otras” obras de Asimov? Me sorprendió haber entrado tan de lleno en ese juego; lo más probable, me dije a mí mismo, es que nada de eso exista. Quién sea que pautó esta trama difícilmente la haya llevado hasta el extremo. Un libro postula otros libros, y así en progresión exponencial; no hay lugar en el mundo para otra literatura subterránea, apócrifa, y mucho menos para tantas series históricas como libros falsos encontrara en aquella librería. Borges ya había especulado con esto en Tlön Uqbar; dilatarlo a docenas de universos, centenas quizá, era absurdo, imposible. No había tal conspiración. El mundo no estaba volviéndose Tlön; más bien al contrario, las trazas de otros mundos eran mantenidas ocultas… en los polvorientos pasillos de una librería de viejo.
Sin embargo, quería preguntarle al librero si tenía al menos una de esas biografías; una de las otras novelas de Asimov. Era más fuerte que yo.
-¿Biografías de Napoleón? Sí, por supuesto, tengo de hecho más de una, ¿le interesa algún autor en especial, algún enfoque?
-Bueno –saqué de mi bolsillo la novela de Bonaparte-, yo me refiero a este Napoleón.
–La sombra del Ángel, por Napoleón Bonaparte… folletín en… -pareció hacer un esfuerzo de memoria- veinte episodios publicados en el Mércure de Francia entre… 1799 y 1801, editado como libro creo al año siguiente. Sí, sé de qué me está hablando. Pase por aquí.
Me condujo por los pasillos de siempre hasta llegar a la sala donde había encontrado los libros que compré. Abrió la puerta y pasamos a otra habitación, más alargada que la anterior y también, como era de esperarse, repleta de libros.
-Aquí hay ante todo biografías. Si busca en este estante –me lo señaló- encontrará al amigo Napoleón. No será tarea fácil, pero si tiene paciencia…
Me dejó a solas con los libros una vez más, y empecé a buscar. Había una buena cantidad de biografías de Bonaparte, pero me desilusionó comprobar que las primeras que iba encontrando eran del “verdadero” Napoleón. Sin embargo, hacia la mitad del estante, apareció un título que me sonaba familiar: era la biografía novelada a la que hacía referencia el prólogo de la novela. Sentí, o produje (siempre fui muy sugestionable) un escalofrío. Estaba ante una muestra de otra historia. No importaba que tan falsa o absurda pudiese ser: aquello era un mundo posible. Me lo guardé bajo el brazo y, por curiosidad, seguí mirando. Hojee biografías de Descartes, de Howard Hughes, de Kant, de Klaus Kinski, todas ellas “reales”; entonces encontré un libro titulado James Joyce, de Richard Ellmann. Era, por supuesto, la biografía más aceptada y exhaustiva del autor del Ulises, y, como yo la tenía en traducción, me pareció buena idea llevármela a casa en el original inglés. Me detuve un momento a pasar sus páginas. A los tres cuartos del libro di con una serie de fotografías en las que Joyce posaba con un hombrecito ojeroso, de cabello negro y grandes bigotes. Era Marcel Proust. Abajo decía “Paris, 1926”. Imposible, pensé. Proust murió en 1922. Seguí mirando. Hacia el final encontré la referencia a la muerte de Joyce: en Paris, 1947. Este era otro Joyce; no el nuestro, no el de El mar. Me aferré al libro y seguí buscando.
Entonces sucedió el momento más extraño de mi vida. Un sector de libros más recientes llamó mi atención y los revisé. Eran biografías de personajes de la música del siglo XX, David Bowie, Jim Morrison, Kurt Cobain, Jimi Hendrix, seguidas por lo que parecía una sección dedicada a la cultura nacional. Había una biografía de Emilio Scarone, otra de Julio Herrera y Reissig, un par de Onetti, otras de Idea Vilariño, de Torres García y, finalmente, un diccionario de “autores nuevos/jóvenes” que hojee con cierto terror reverencial. Allí estaba yo. Federico Stahl, decía, nacido en 1978 y muerto en 2007. Autor de Mecanismos (poemas, 1998), Malos recuerdos (relatos, 2001), Desintegración (novela, 1999), Retrato del autor (novela, 2004) Recta (novela, 2005), Poemas reunidos 1997-2007 y Cuentos completos (2008). ¿Yo, un escritor, un novelista, un poeta? Repasé rápido mi vida: nací en 1978, en eso coincidía, y todas mis publicaciones habían sido ponencias, ensayos y monografías académicas, sobre Joyce, sobre Borges, sobre Proust, Burroughs, Bolaño… ¿y cómo que había muerto en 2007? Estúpidamente ese detalle era el que más me preocupaba. ¿A quién se le ocurrió hacerme morir en 2007? Pensé en ese año. ¿Qué pudo pasarme? ¿Quién que me conociera pudo hacerme morir en ese año, y por qué?
Tomé el diccionario y corrí hacia el mostrador. Giré equivocadamente en un par de encrucijadas, pasando por salas nunca vistas, hasta que abriendo una puerta accedí al pasillo principal. Entonces escuché al librero, como ya había sucedido, levantar su voz en una discusión. Al principio pensé que sería una vez más por teléfono, pero luego noté que había alguien ante el mostrador. Me escondí detrás de una estantería y espié por encima de los libros. Era un hombre alto, vestido de gris oscuro y llevando un sombrero que parecía, de un modo bastante ridículo, sacado de los sobrantes de producción de alguna de las tantas El halcón maltés. No pude ver su rostro, pero sí escuché su voz. Parecía estar haciéndole una advertencia al librero, quizá amenazándolo. En algún momento se mencionó un título, y el librero negó que ese libro se hubiese encontrado jamás en la librería. El hombre parecía insatisfecho, pero tras un par de preguntas que no logré entender (tenía un acento indeterminado que complicaba un poco comprender sus palabras) se dio media vuelta y se fue. Esperé unos segundos y me acerqué al librero. Parecía perturbado, pero sonrió al verme.
-Quiero saber de dónde sacó este libro –le dije, soltando sobre el mostrador el diccionario, y dejando de paso los otros dos-, quiero saber cómo puede ser que yo aparezca allí, quiero saber quién inventa todas esas historias…
Tomó el libro y lo hojeó. Mientras, su rostro adoptaba la expresión más seria que puedo recordarle.
-¿Cuáles son las posibilidades? –dijo, asombrado- Es raro, pero sin embargo ha sucedido. Tuvo que pasarle a usted. Le contestaré sus preguntas porque lo merece y porque, ante este evento tan improbable, de chances tan mínimas, está claro que usted ha sido señalado por un designio; podrá creerme o no, es su opción. Mire: nadie inventa estos libros, en el sentido de que no son mentira. No hay ninguna ficción como usted la entiende en este momento: son tan reales como el Quijote o Ficciones. Sólo que no son de nuestro mundo. De este mundo. Imagine un universo en el que usted murió en 2007 tras publicar una serie de novelas. Es un mundo parecido al nuestro, con algunas diferencias menores, entre ellas esa. Es fácil de entender. En algún momento de su vida usted habrá decidido dedicarse a… lo que sea que hace. ¿Crítica joyceana? ¿Clases de literatura? Bueno, imagine que en ese momento en lugar de optar por lo que conocemos aquí, terminó optando por la escritura de ficción, por la novela, por el cuento. Un universo posible a partir de esa decisión es al que pertenece este índice… ¿lo ha mirado con detenimiento? Quizá reconoce otros nombres, historias que acercan ese mundo al nuestro o que lo alejan todavía más…
Solté una carcajada nerviosa.
-¿Espera que le crea? ¿Me está diciendo que todos estos libros, la biografía de Napoleón, la novela de André Breton… todos, pertenecen a universos reales y que por alguna razón usted los tiene a la venta?
-No hay ninguna razón. Están a la venta porque esta librería… mejor dicho, el espacio que ocupa esta librería, desde hace mucho tiempo, desde antes incluso que yo me hiciera cargo del negocio, el espacio que ocupa esta librería está en más de un universo, quizá en todos a la vez. ¿Se ha alejado usted de las salas en las que lo dejé? ¿Se ha aventurado por las escaleras que bajan hacia los subterráneos? Si avanza lo suficente encontrará cada vez más estanterías completas llenas de libros que usted llamaría apócrifos pero que son reales en otro mundo. ¿Le parece inverosímil un Napoleón novelista? Lea ese libro que trajo, la biografía; para eso vino hoy, ¿verdad? Ahí se enterará de una Europa posible, de un mundo en el que Bonaparte no fue el emperador de los franceses y la historia cambió por completo. La nuestra, por ejemplo, ¿o se olvida de las conexiones entre las guerras napoleónicas y el proceso de independencia de las colonias españolas en Sudamérica? Lea, lea, se enterará de cosas muy interesantes. Quizá, incluso, si se decidiese a escribir una novela, podría servirle de inspiración.
-Como si Philip Dick o Keith Roberts o Norman Spinrad hubiesen pasado por… sucursales suyas en sus respectivos países y derivado de algún encuentro sus novelas, ¿no? ¡Está usted completamente loco!
-Yo no digo eso, los caballeros que usted nombró, a los que me permitiría añadir a Renouvier, Kingsley Amis, John Brunner, Ward Moore, Harry Harrison, Gustave Mayhen, Frederick Mullally, Philip Roth y Michael Chabon, por mencionar sólo algunos, habrán tenido seguramente sus maneras de inspirarse. Pero imagino que hay más de un camino para acceder a esos mundos, dejando de lado inclusive que aquí exista este espacio y yo haya asumido la dirección de esta librería…
-Esto es una locura. No puedo creer que usted me esté tomando el pelo de esta manera; y si me dice lo que cree que es la verdad, entonces debería examinarse, porque es imposible que sea real lo que me está diciendo.
-¿Por qué imposible? ¿No se acuerda del Aleph, de Borges?
-¡Pero eso es una ficción! Si usted hubiese escrito un cuento sobre la porción del universo en la que coinciden todos los universos, yo lo hubiese leído con gusto… ¡sin embargo, otra cosa muy distinta es querer convencerme de que me está diciendo la verdad! ¡Usted está ocultándome de dónde salen todos estos libros, está encargándose de encubrir a quien sea que escribe todos estos libros!
El librero tomó los libros que había dejado en el mostrador y miró sus títulos.
-Mire este libro –dijo-, es una biografía de Napoleón, ¿verdad? Fíjese en el pie de imprenta. 1901, tercera edición. Y mire las páginas, huélalas, considere la textura de las tapas, el estado de la encuadernación, las obvias reparaciones en la tela, las marcas de cinta adhesiva… este libro tiene más de cien años. ¿Cree que a principios de siglo alguien ya tenía la idea de crear estas historias apócrifas, estos libros falsos? Piense en este otro. La gran biografía de Joyce escrita por Richard Ellmann. Pie de imprenta: agosto de 1971, primera edición en esta colección. Repita la operación… este libro, claramente, tiene casi cuarenta años. Mire la diagramación de tapa, la tipografía… todo eso señala su época. Está posiblemente en peor estado que el otro, porque es una edición en rústica, hecha para el mercado masivo, no como se imprimían los libros por el 900. ¿Me va a decir que los falsificadores siguieron en activo setenta años después, con el mismo plan, pasado de padre a hijo, de generación en generación? Usted ha leído demasiadas veces “Tlön Uqbar”, señor Stahl. O, quizá, se ha tomado demasiado en serio “El congreso”. No hay tal conspiración liderada por un “oscuro hombre de genio” –trazó las comillas en el aire, como si fuera necesario recordarme que era una cita del cuento de Borges-; estos libros no son falsos, provienen de otros mundos tan reales como el nuestro.
-Sus argumentos, señor, no agotan la posibilidad de un grupo de bromistas con medios para hacer realidad sus fantasías. Lo único que quisiera saber es cómo han llegado a este país y por qué me han tomado como elemento para sus… vidas apócrifas, como quiera llamarlas.
-Ah, veo que todo es una cuestión de vanidad, entonces. Se ha encontrado allí y no puede creerlo, quiere saber quién se ha metido con usted, si acaso lo ha considerado tan especial como… bueno, casi tanto como Napoleón, para inventarle un destino diferente –se cruzó de brazos-. Pero dejémoslo aquí. ¿Va a llevar estos libros?
Le tendí mi tarjeta de crédito. La pasó por la maquina y me entregó los libros en una bolsa.
-Que los disfrute –dijo, con una sonrisa de tiburón.
Me fui sin añadir una sola palabra.
Al llegar a casa releí el texto biográfico cuatro veces más. Mecanismos era un libro de poemas publicado en 1998, que dio a conocer a mi doble apócrifo; Desintegración, una novela sobre dos asesinos en serie que usan a sus víctimas como elementos de una forma de arte ritual. El texto hablaba de la controversia y el escándalo causados por esta novela, que alejó a Stahl por unos años de la escena literaria. Regresó con un compilado de cuentos, Malos recuerdos, donde aparecían trabajos de ciencia ficción y fantasía escritos entre 1998 y 2000. Los detalles urdidos por los conspiradores, o por el ucronista, parecían sólidos. Increíblemente los sentí plausibles; yo hubiese escrito cuentos de ciencia ficción, yo hubiese elegido Desintegración como título para una novela. ¿Estaba dejándome llevar por tonterías? Pensé que las palabras del librero habían logrado sugestionarme, y me pareció que no podía hacer nada mejor que distraerme. Fui hacia mi colección de CDs y pensé en qué música podía implicar un mínimo esfuerzo de concentración, por haber sido tantas veces escuchada y, a la vez, mantenerse tan sugerente como para resultar siempre fascinante. Los Beatles. Tomé el Peppers y lo deje sonar en repeat. “Lucy in the sky with diamonds”, “Within you without you”, “A day in the life”, todas aquellas canciones increíbles y proféticas pasaron ante mis oídos más de una vez; nada, sin embargo, nada lograba apartarme del diccionario, del Stahl apócrifo, de los títulos de las novelas, de la muerte en 2007 (un accidente de tránsito, decía), de las palabras del librero. Entonces me encontré preguntándome ¿y si fuera verdad? ¿Y si realmente coincidían en esa librería tantas realidades? Pensé en la amplia extensión de sus pasillos y sus salas, que debía ocupar fácilmente media manzana o más, contradiciendo abiertamente la mínima fachada que daba a la calle. ¿Bajarían realmente hacia un subterráneo? ¿Cuántas escaleras había subido y bajado deambulando entre aquellas grandes habitaciones llenas de libros? Además, toda mi vida había encontrado plausible, al leer ciencia ficción o incluso especulaciones científicas, la noción de realidades alternativas… ¿Por qué iba a descreer ahora, que tenía ante mí lo que podía entenderse como evidencia?
No puedo estar pensando esto, concluí. O, en todo caso, necesito pruebas sólidas.
Miré el reloj. Eran las nueve y media de la noche. ¿Resolvería la cuestión hacerme con Desintegración o Recta o cualquiera de los libros mencionados, leerlos con atención y descubrir en ellos algo que sólo yo puedo saber, algo que sólo yo y mi equivalente de otro universo podemos saber? No sería inverosímil creer que él y yo –nuestros destinos- nos separamos en un momento concreto de la historia. Decidí convertirme en académico en el 97; ¿y si en ese mismo momento nuestras vidas se separaron? Quizá él –en el pico de mi obsesión entendía perfectamente que pensar de esta manera era entrar en el juego del librero, que era de algún modo compartir su posible locura, pero no podía evitarlo- recordaría que fue en esa fecha cuando decidió convertirse en escritor. A partir de ese momento nuestros destinos divergen, pero antes de la bifurcación nuestras vidas debieron ser la misma. Bueno, quizá no, quizá su decisión de ser escritor había sido consecuencia de algún evento acontecido a sus ocho, nueve años, datando en el 86 o el 87 la bifurcación… Sin embargo, concluí, algún pasado en común debíamos tener, necesariamente. Si él había hecho referencia a ese pasado, siguiendo el hábito autobiográfico de tantos escritores, entonces yo podría reconocerlo y probar que había algo de realidad en esos libros, ya que nadie, ningún conspirador o imaginador de libros apócrifos, podía tener acceso a mis recuerdos más íntimos.
Era una chance mínima, pero si daba con ese detalle debía quedar establecida la verdad de las palabras del librero; si no, por otra parte, no implicaba demostrar que todo aquello no era cierto… pero con el tiempo yo podría olvidar el asunto, no pasar nunca más por la librería y asumir que todo había sido un embuste de un librero demente o bromista.
En otras palabras, debía hacerme con aquellas novelas. Pero no podía esperar hasta el día siguiente. Recordé que la librería tenía una bohardilla, a la que me condujo hacía bastante tiempo el librero buscando un título en particular que yo había solicitado. Esa bohardilla o altillo estaba comunicada a la azotea del local. Si yo podía forzar mi entrada por ahí (sabía que la puerta principal tenía una alarma, había visto al librero en más de una ocasión cerrar todo a última hora mientras yo me demoraba con algún libro especialmente interesante) quizá lograse meterme en la librería sin llamar la atención. Me sentí arriesgado y temerario, como el héroe de una novela de aventuras; era un desatino, por supuesto, salir corriendo a esas horas con el propósito de invadir propiedad privada, y también tenía claro que no era razón suficiente –imaginándome que debía justificar mis acciones ante la policía o el viejo librero- el estado de ansiedad al que aquellas novelas me habían llevado; sin embargo me gustaba la idea de resolverlo todo ahora; me gustaba esa personalidad impetuosa, irrespetuosa, me gustaba ese Federico Stahl que saldría de su casa en la noche para irrumpir en un territorio que le estaba prohibido por la ley o, mejor, por esa conciencia de ser una persona civilizada que sigue las normas. Me gustaba ser así, de modo que, entusiasmado, no le di más vueltas a la cuestión. Por suerte, además, yo no vivía lejos de la librería; salí de mi apartamento y recorrí las cuadras que me separaban de la posible solución al misterio en quince minutos. Eran las diez y veinte y la calle todavía estaba concurrida. Muchos estudiantes subiendo a la avenida desde la facultad de psicología, vecinos de la zona, volanteros de cybers y de casas de masajes… no podía arriesgarme a intentar trepar por un árbol o por la fachada en esas condiciones. Me metí en un bar cercano y ordené unas empanadas y una Cocacola. Pensé que sería buena idea templar mis nervios, asi que terminada la comida pedí un whisky doble, y luego otro. Esperé, sintiendo que mis fuerzas y mi voluntad se cargaban como la energía de un personaje de videojuego, y a las once y media dejé el bar. La calle estaba casi desierta. Examiné la fachada de la librería y del local vecino, también una librería. Había un conducto de ventilación o tubería de gas que podía utilizar para la escalada y luego arriesgarme a dar un salto hacia el techo. Esperé que no pasara nadie y empecé a trepar. Resbalé un par de veces, por suerte a ninguna altura significativa para una caída vergonzosa, y logré finalmente impulsarme hacia el techo de la librería. Era una extensión gris, sucia de cagadas de pájaros, ramas y hojas de árbol. Caminé agachándome lo más a ras del suelo que me permitió mi escasa flexibilidad y llegué a la bohardilla o altillo.
Había una ventana de vidrio que podía permitirme entrar. Busqué por los alrededores una piedra y, al encontrarla, la arrojé hacia la ventana. El vidrio se hizo añicos, pero con un estruendo tan notorio que me quedé paralizado por un minuto, más o menos. No sonó ninguna alarma. Al recobrar el aliento terminé de romper con el codo (por suerte había llevado una campera de abrigo muy gruesa) las esquirlas remanentes, despejando un boquete lo suficientemente grande como para dejarme pasar. Era genial sentirme a mí mismo haciendo eso, aunque debo admitir que en ningún momento estuvieron ausentes las dudas y el miedo. Pero pude dejarlos de lado; en gran medida por esa ansiosa curiosidad que me movía a buscar las novelas y, también, por vanidad. Entonces adelanté una pierna, agaché la cabeza y me impulsé hacia adentro. Estaba rodeado de libros, en una oscuridad casi total invadida apenas por la luz del exterior. Esperé a que mis ojos se acostumbraran a la penumbra y, ayudándome con la pantalla de mi celular, encontré la puerta del altillo. Por suerte no estaba cerrada con llave. Se continuaba en una escalerilla de madera, que bajé con sumo cuidado y lentitud, accediendo al pasillo que terminaba en el mostrador. La quietud de aquellas habitaciones me arrojó a un estado de nervios y ansiedad terrible. Me sentía un ladrón a punto de ser descubierto, y repasé en mi mente las múltiples excusas que había pensado para usar en caso de ser atrapado por el librero o la policía. El primero, supuse, lograría entender mi obsesión. Abriéndome camino casi a ciegas entre las estanterías (creo que tiré más de un libro al piso) logré encontrar un interruptor. Conté hasta tres reteniendo la respiración y deseando con todas mis fuerzas que no fuese una llave general que encendiese las luces de la vidriera, llamando la atención de todo el mundo.
Por suerte se trataba apenas de la luz del pasillo, una lamparita sin pantalla colgada de un cable. Estaba en un área conocida, y logré identificar las puertas que conducían al área de las novelas apócrifas y, más adelante, a la sala ocupada por las biografías. Allí encontré otro interruptor y reparé en una puerta que no había visto por la tarde; la abrí y llegué a una sala casi idéntica, también llena de libros. Busqué el interruptor de la luz, lo accioné y pasé revista a los títulos de los tomos más cercanos. Eran libros de historia. Los primeros hacían referencia a nuestro mundo; los otros eran historias imaginarias de realidades alternativas. Un escalofrío me atravesó la espalda cuando pasé mis ojos por una cronología del siglo XX que incluía la derrota del VietCong y el ascenso de Nixon a la cabeza de una dictadura militar en Estados Unidos, depuesta en 1988 por un gobierno elegido democráticamente pero de extrema derecha conservadora. Aquello me asqueó y no pude leer más. Caminé hacia la puerta que asomaba desde el otro extremo de la habitación, la abrí y pasé a la sala siguiente, un poco más reducida que la de los libros de historia y con dos puertas. Miré los libros. Eran novelas en francés. Casi todos los títulos eran absurdos; obras de Camus escritas en fechas muy posteriores a su accidente automovilístico, textos de Queneau, Perec, Robbe-grillet, Sarraute y Duras completamente ajenos a todo lo que yo conocía. Y demasiados nombres desconocidos. Casi cedo a la tentación de ponerme a curiosear, pero ante la urgencia de encontrar mis novelas elegí una de las puertas y la abrí con impaciencia. Encendí la luz y di con una sala bastante pequeña llena de diccionarios. No quise encontrar léxicos o gramáticas de lenguas desconocidas, pero imaginé que allí podría encontrar diccionarios de Quenya o de la lengua de Tlön, por lo que opté de inmediato por la otra puerta. A partir de allí quizá alguna forma de fiebre se apoderó de mi cerebro, ya que recuerdo haber atravesado salones y salones, pasillos, escaleras y sótanos (todos ellos casi idénticos entre si, como sectores que se repetían en sutiles variaciones) desde los que me provocaban títulos como El Necronomicón en la versión de John Wilkins o Esteganografía comentada por Sir Isaac Newton. En una sala enorme, quizá la más grande hasta el momento, encontré cuatro novelas escritas por Jorge Luis Borges. Estaba encaminado. Una habitación más allá encontré libros de autores nacionales de los ochenta y noventa. Con energías renovadas busqué, frenético, arrojando los libros que no me servían al piso, y finalmente los encontré: dos ediciones diferentes de Desintegración. En la primera se mencionaba la muerte en el 2007 de Federico Stahl; en la otra –reedición aumentada y corregida en 2006, decía la portadilla- el autor había dejado Uruguay para radicarse en Barcelona. Me guardé las dos en los bolsillos de la campera y seguí buscando. Encontré una edición de Recta que tampoco consignaba la fecha de la muerte de Stahl y también otro título, Historia de la ciencia ficción uruguaya, no mencionado en el Índice o en las minibiografías de las dos Desintegración o la Recta que había encontrado. Las acomodé como pude entre mi cinturón y el buzo que llevaba puesto y supe que era hora de volver a casa. Intenté desandar los pasos pero pronto encontré que no recordaba bien como había girado en las bifurcaciones. Deambulé totalmente perdido por casi media hora –eran las dos de la mañana-, reparando en que había dejado un montón de libros tirados y luces encendidas por ahí, hasta que una escalera que comunicaba con un piso superior me hizo pensar que por allí me acercaría al mostrador. Subí y me encontré en un pasillo muy largo, con puertas intercaladas a la izquierda y una vasta estantería a la derecha. Corrí sin mirar los títulos de los libros, y terminé mi carrera ante una puerta que me condujo a un área cuya distribución de estantes y secciones me resultó conocida. Era la salita desde la que se subía al altillo. Me así a aquella escalera un poco endeble con verdadera desesperación y trepé a toda velocidad. Lo que vi entonces logró paralizarme, como si fuese la peor escena de la película más terrorífica. Estaban los libros, asomando como duendes en la oscuridad, y estaba la ventana… intacta. Corrí escaleras abajo y me precipité hacia el mostrador y la puerta de calle. No fue necesario encender las lámparas: la luz de la calle iluminaba fantasmalmente el espacio ocupado por los sillones, la mesita, el mostrador y la cafetera. Miré por el cristal de la vidriera: la calle estaba desierta y las siluetas de los edificios de la acera de enfrente no eran las que conocía. Creí entender que había menos árboles, o que los árboles eran distintos. También las rejas de las ventanas, las entradas a los edificios, todo parecía un poco más siniestro que lo que hubiese esperado ver. Me acerqué a las estanterías, convertido mi terror en una voluntad férrea –y ajena a mi yo- que me conducía con morbo o masoquismo a la comprobación de lo que era ya evidente. Sin miedo a llamar la atención, encendí las luces. Entre las novedades de ensayo nacional había un tomo bastante gruesto titulado La Guerra Civil Uruguaya, de un historiador llamado Marcelo Stábile. Lo abrí en el prólogo; leí: “El proceso militar que padeció nuestro país entre 1973 y 1988…”. Cerré el libro. En el mismo estante había otro ensayo histórico con apariencia de novedad. Me fijé en el pie de imprenta: Abril 2009. En la contraportada se decía que el propósito del libro era explicitar las maniobras colaboracionistas de los militares al mando con el gobierno de Estados Unidos. Y, a continuación, lo que más me sorprendió: “las maniobras de apoyo de los militares que desembocaron en la oscura guerra uruguayo-argentina”. Miré a mi alrededor, lleno de terror. ¿Qué podían decirme todos aquellos libros, testigos de una realidad distinta y terrible?. Imaginé al librero riéndose de mi incredulidad, de mi estúpida necedad. Allí estaba la prueba; ordenados a mi alrededor los testigos de otro universo, para los cuales yo era el monstruo, yo era la irrupción. Corrí hacia el pasillo y regresé a la sala en la que había encontrado las novelas de Federico Stahl; traté de orientarme por el laberinto de puertas y escaleras y, tras mucho caminar y no menos desesperar, llegué otra vez al mostrador. Y este sí parecía el de mi mundo. Aliviado constaté que allí estaban las revistas de literatura fantástica que yo había estado examinando, que recordaba todas las novedades, que incluso, si buscaba entre las publicaciones académicas, podía encontrar algunas ponencias de mi autoría, sobre Joyce, sobre Borges y Proust. Aliviado y feliz, corrí hacia la escalera del altillo y subí a la azotea. Allí estaba la ventana rota, dejando entrar el aire frío de la noche a la oscuridad guardada por los libros. Salí casi de un salto y me acerqué a la cornisa, feliz, pensando que no me importaría caer y romperme una pierna, pues estaba en mi mundo. Entonces sucedió algo que jamás hubiese esperado. Después de bajar –mejor dicho, de casi dejarme caer, de deslizarme- por el conducto de ventilación, ya con los pies en la acera, escuché una voz de adolescente que me decía:
-Qué hacés valor saltando por los techos, la puta que te parió, sos chorro o qué te hacés. Largá toda la guita y no marqués más…
Eran dos chicos de no más de quince o dieciséis años. Uno, no el que me había increpado, empuñaba una navaja, adelantándose para amenazarme.
-Dale, largá la guita, la puta que te parió.
Estúpidamente –no había pasado por un laberinto de mundos alternativos para caer en mano de dos ladronzuelos- intenté resistirme. El que me había hablado primero me golpeó en la cara. No sentí nada, y pensé que o bien el chico carecía de fuerzas o bien no sabía cómo golpear. Empujé al de la navaja, que sólo atinaba a mostrármela, como si no estuviese preparado para usarla, y traté de correr. Entonces el otro se me adelantó y me golpeó una vez más en la cara. Esta vez sí lo sentí. Intenté devolver algún golpe, pero debí hacer algo muy mal ya que de un momento al otro me encontré en el piso. Ante la posibilidad de que me fracturaran las costillas a patadas decidí no resistirme. Sentí una mano que hurgaba en mi bolsillo trasero del pantalón, sacando mi billetera. Y otra que tomaba los libros de la campera. Eso encendió toda mi rabia.
-¡Los libros no! ¡Los libros no, pendejos de mierda!
Atesté un par de golpes, muy torpemente, y sentí que uno hacía impacto. La sensación de cortar un labio y recibir en los nudillos el filo de los dientes impactados. El chico retrocedió, murmuró algo que no entendí, y arremetió. Creí que podía contenerlo, pero entonces, en un instante que se demoró durante siglos, lo vi sonreír y, presintiendo que su compañero estaba por atacarme, me di media vuelta y recibí el golpe de una baldoza en la sien izquierda. Todo se volvió oscuridad.
Desperté rodeado de libros, acostado en un sillón que reconocí de inmediato. El librero me aplicaba un paño en la zona afectada por el último golpe. Sentí el ardor y el frío del alcohol.
-Calma –me dijo-, ya pasó. Lo encontré hace un rato inconsciente ante la puerta de la librería de al lado… y a unos metros su billetera, me temo que vacía. ¿Tenía mucho dinero?
-No… quinientos pesos, en realidad menos, trescientos y pico –recordé que había pagado las empanadas, la coca y los whiskys con un billete de quinientos. Traté de incorporarme.
-Despacio –dijo el librero-, ese golpe no debió ser moco de pavo… ¿Por qué se resistió?
Iba a decir algo pero me detuve en seco.
El librero sonrió.
-Sí, ya vi los libros. Entró por el altillo, ¿verdad? No piense que es la única persona que se ha obsesionado así. ¿Ahora me cree lo que le conté ayer, verdad?
Asentí con la cabeza.
El librero me alcanzó una taza de café con leche.
-Tómelo despacio. Lamento tener que insistir en este tema dadas las condiciones, pero créame que debo preguntárselo. En su campera tenía una novela de Federico Stahl, y dos más entre el pantalón y el buzo… ¿eso es todo? ¿No le habrán robado los asaltantes otro libro?
Dudé un instante.
-No –mentí-, eso es todo. Me había llevado esos tres libros…
Aquello pareció aliviarlo.
-Mejor, mejor. Quizá pronto pueda explicarle por qué, pero… digamos que cada libro que sale de aquí debe, de alguna manera, estar registrado por mí. Debo saber quién lo tiene. No pueden caer en ciertas manos. Sé que es un riesgo, porque las colecciones a veces terminan vendidas a colegas o… pero muchos de ellos son confiables. No importa si no me comprende, ya le explicaré, a su debido tiempo.
Sentí una vaga inquietud, pero imaginé que los motivos del librero no debían ser de mi incumbencia.
-Hagamos esto –dijo-: Yo estoy dispuesto a olvidar su irrupción si me paga la ventana del altillo; en cuanto a las tres novelas, tiene sentido que usted las conserve, y pensemos que se trata de mi compensación por el golpe. Después de todo, si no le hubiese contado lo que le conté ayer usted ahora estaría tranquilo en su cama, durmiendo el sueño de los justos…
-Me parece muy bien… páseme el costo de la ventana y lo liquidamos.
-Cuentas claras –dijo, y me estrechó la mano.
Leer las novelas de aquel otro Stahl se sintió como un dèja vú constante. Había, sí, referencias a su infancia, especialmente en Recta, donde encontré el texto que sigue: “hasta que antes de llegar a Gaboto me asaltó una mañana de 1998 en que regresaba a la vieja casa de mis abuelos un poco a esta misma hora, después de un baile en Facultad, y caminando por la calle Carmelo me dio los buenos días el aroma de las flores, rosas y jazmines y la luz impresionista del amanecer en los árboles, las sombras azuladas astillándose entre las hojas, manchitas de luz en mi ropa meciéndose con la brisa”. Si bien me resultaba un poco dudosa esa fecha de 1998 –que debía ser de este lado del punto de divergencia de nuestras historias-, lo que escribía Stahl sobre los jazmines y la “luz impresionista” me recordó mi adolescencia con claridad. La calle Carmelo, cada vez que regresaba de madrugada o al atardecer, se apareció en mi mente en términos que podían ser muy bien los de esa novela; es decir, dados mis recuerdos, yo podría haberlos narrado de esa manera. No sé si podía considerarse la evidencia que buscaba, pero sentí la conexión, la unión entre ese Stahl y yo. No éramos la misma persona, pero compartíamos al menos un sótano de nuestras memorias.
La lectura de las otras novelas –incluyendo las dos versiones de Desintegración, que no eran muy diferentes- me entretuvo por una semana entera. Una de ellas (una reedición corregida del 2009) incluía una nota biográfica bastante extensa en las solapas de tapa y contratapa, en la que se hacía referencia a un período “musical” de ese Stahl, en el que se había desempeñado como guitarrista en bandas llamadas Santuario y Space Glitter. La releí con atención, y también a la otra, cuyo texto biográfico era bastante más reducido, registrando pasajes que resonaban en mi memoria o metáforas y giros sintácticos que evocaban elementos de mi propio estilo, mi manera de escribir las ponencias y monografías que hacían a mi carrera. También creí reconocer en esas imágenes el eco de los escritores que siempre he amado, muchos de ellos desde antes de la adolescencia, por lo que debían ser parte de ese fondo común que compartía con el Stahl de ese mundo. Más allá de las sorpresas y las confirmaciones, debo decir que leer a mi doble ucrónico me tranquilizó. Él era de otro mundo, y sus obras habían llegado a mí, pero la realidad que me rodeaba era sólida e inmutable, en parte porque todas lo eran, cada una en su lugar. La pluralidad de mundos no amenazaba, sentí, al mío; de hecho, más bien lo confirmaba. No puedo explicarlo, de hecho no puedo entender por qué, pero eso era lo que sentía. Probablemente otro Stahl lo explicaría mejor que este.
También tenía claro que el librero y yo nos debíamos una larga charla en la que me contase más de su librería y del hecho increíble que permitía que estuviese en tantos mundos a la vez. Quería preguntarle qué sabía él sobre las otras realidades, si las había explorado en lecturas o si también las había recorrido físicamente. No me parecía inverosímil imaginarlo pactando con sus equivalentes de los otros universos, intercambiando sus puestos, permitiéndose indagar en mundos tan diferentes. ¿Había leído, por ejemplo, aquella historia de una dictadura dilatada hasta el ochenta y ocho, con una guerra entre Uruguay y Argentina de por medio? ¿Había caminado por las calles de ese mundo en el que no existió Napoleón, o del mundo en que Nixon se convirtió en dictador? Recordé su memoria prodigiosa, que parecía sugerir su exacto conocimiento de todos los libros de la librería. ¿Se extendía esa facultad a las otras realidades? ¿Cuántas conocía, cuántas había explorado? ¿Cuántas versiones de Ballard, de Nabokov, de Shakespeare, de Dante? ¿Cuántos autores deslumbrantes e inexistentes para mí? Entonces sentí crecer en mí una oleada de entusiasmo, y también de envidia. ¡Si exploraba lo suficiente la librería me sería posible leer la versión definitiva de En busca del tiempo perdido, terminada y corregida por un Proust que no murió en 1922! ¡Podría leer el poema que nunca pudo concretar Mallarmé, o la versión completa del Kubla Kahn de Coleridge! ¿Y qué decir de las novelas de Borges, de La novela luminosa terminada por Levrero, de lo que pudo escribir Philip Dick de no haber muerto en 1982?
¿Y si podía llegar a comunicarme con el Stahl novelista, con el que no había muerto en 2007 y había viajado a Cataluña? ¿Podría ponerme a conversar con el Stahl de la versión de Recta que había leído sobre nuestros recuerdos de adolescencia en las calles de aquel viejo barrio Atahualpa?
Un infinito de posibilidades se abría ante mí.
Esperé al viernes siguiente para visitar al librero, siguiendo mi vieja costumbre. Lleno de entusiasmo recorrí las calles que separaban la librería de mi apartamento y, bajando de la avenida, caminé la media cuadra hasta el establecimiento.
Estaba clausurado.
La puerta y la vidriera habían sido tapiadas con tablones, sin cartel alguno que explicase qué estaba pasando o si la librería se había mudado. Entré al local vecino y le pregunté a su dueño –también un librero conocido- si sabía qué estaba pasando.
-No sé bien, creo que el viejo andaba en líos de dinero. De un día para el otro la cerraron.
-¿Pero cuándo fue la última vez que lo viste?
-Vino con un camioncito de mudanzas el miércoles y se llevó algunas cajas. Después, a las dos horas, entró con dos muchachos y varias tablas, como si fuera a tapiar puertas y ventanas. A la hora u hora y media se fue, y esa noche, cuando estaba cerrando acá, vi que otra gente clavaba esos tablones en la vidriera y la puerta. No se despidió ni dejó dicho nada…
-¿Pero no tenés el teléfono?
-Tengo uno viejo, podés probar si querés. Esperá que lo busco.
Busco en un archivo de tarjetas de visita y me anotó un número en un volante de su librería. De vuelta en casa llamé, pero nadie atendió.
Por muchos días le di vueltas al asunto. Recordé una conversación telefónica que había escuchado, en la que el librero hablaba de dinero; también estaba aquel hombre de gris, y la discusión que habían sostenido en la que creí recordar la pregunta por un título específico. ¿Y la duda del librero sobre el posible libro robado? Yo le mentí descaradamente, y cuando lo creyó recuerdo que pareció aliviarse de una duda angustiosa. ¿Qué había dicho? “Debo saber quién lo tiene. No todos los libros, algunos. No pueden caer en ciertas manos”. ¿No será que ante la duda de un libro perdido (porque cabía pensar que en realidad no me había creído, o que no podía estar en verdad seguro de la verdad de mis palabras) terminó por preferir no arriesgarse y huir? ¿Pero era realmente necesario?
¿Se habría sentido tan amenazado como para dejar su negocio, el que había llevado por, hasta donde recuerdo, más de diez años?
No había manera de responder aquellas dudas. Recorrí por semanas y meses la calle de la Feria, preguntando por las otras librerías y puestos ambulantes si lo habían visto o si se habían enterado de su paradero. Pero nada. Con el tiempo, los libros de Stahl, alineados en mi biblioteca junto a mis otros trabajos, empezaron a convertirse en formas fantasmales, arrancadas a la fuerza de algún sueño.
Hace un par de días pasé por la calle de la Feria y me detuve ante el lugar ocupado por la librería. Habían abierto un nuevo local, una tienda de discos. Entré y, supongo que inevitablemente, examiné la disposición de las góndolas llenas de CDs, los salones y pasillos. Noté que habían tirado paredes y abierto espacios más amplios; sin embargo, ahora no había diferencia alguna entre aquel interior y lo que sugería la fachada. Encontré, sí, una puerta al fondo, desde la que el cartel DEPÓSITO – SOLO PERSONAL AUTORIZADO parecía despejar todas las dudas. También habían tirado abajo el altillo.
Movido por la curiosidad examiné algunos discos raros, buscando títulos que faltasen a mi colección. Entonces me pareció reconocer a una clienta que estaba pagando en la caja; era, o eso creí, la mujer que, hacía ya más de tres meses, había comprado la novela de Joyce. Me acerqué para hablarle; parecía apurada, y abandonó el local antes que pudiese dirigirle la palabra, no sin antes pasar lo suficientemente cerca de donde yo hurgaba entre CDs de los años 90 como para permitirme ver que uno de los discos que llevaba, recién comprados, decía “Space Glitter” en la portada. Pero incluso de no haber reconocido ese nombre, el hecho de que ella hubiese regresado a aquel local, por sí sólo, bastaría para renovar mis esperanzas; después de todo, las propiedades físicas (si es que por ese lado andaba la explicación) de aquel espacio no podían haberse desvanecido. Quizá todos los universos seguían confluyendo allí, por más que las puertas y las paredes flanqueasen el acceso a esos otros ámbitos.
De modo que he resuelto frecuentar la disquería, buscando entre todos sus discos alguna irrupción. Que maravilloso sería, me repito cada vez que atravieso la puerta y saludo a los empleados, encontrar casi oculto en el fondo de una góndola un álbum de los Beatles grabado en 1978.
Autor: Ramiro Sanchiz
Imagen: Shakespeare & Co.