por Alberto Rojas
La primera vez que me topé con Sergio Meier fue en octubre de 2007, en la Biblioteca de Santiago, una calurosa tarde de sábado, durante el ciclo de charlas titulado —precisamente— “Octubre Fantástico”.
En esa oportunidad nos presentamos y me sorprendió que él supiera quién era yo y qué habría escrito, porque ya habían transcurrido varios meses del lanzamiento de la reedición de mi primera novela, “La Lanza Rota”. Además, nunca antes nos habíamos encontrado frente a frente. Sin embargo, eso a él no le importó y nos pusimos a conversar como si nos hubiéramos conocido de toda una vida.
Sergio me pareció una persona muy cálida, cercana y atenta. Un hombre capaz de escuchar con atención lo que uno decía y demostrar su infinita curiosidad a través de preguntas oportunas y certeras.
De nuestra conversación también me quedó claro que además de escritor, era una persona extremadamente culta, llena de inquietudes y un claro devorador de libros; de esos que pertenecen a las ligas mayores.
Al momento de despedirnos, Sergio abrió el maletín que traía y me regaló un ejemplar de su libro, “La Segunda Enciclopedia de Tlön”, con una dedicatoria llena de sincero afecto.
Nos volvimos a encontrar en la Biblioteca Nacional algunas semanas después, en noviembre, durante el lanzamiento de la antología “Alucinaciones.txt”. Fue un momento especial, porque por un buen rato ese salón en el segundo piso de aquel imponente edificio en plena Alameda se transformó en algo así como la Isla Tortuga de los escritores de ciencia ficción chilenos. Un epicentro de ideas, historias, proyectos e ilusiones.
Y Sergio vestía de manera impecable, siempre con su mirada atenta y curiosa a través de sus lentes, comentando la importante de la ocasión.
Observar a Sergio Meier era descubrir en pleno siglo XXI a un hombre que —en muchos aspectos— parecía arrancado del siglo XIX. Y eso, sin duda, era parte de todo lo que lo hacía una persona realmente única.
Reconozco que su partida me tomó completamente por sorpresa y ese día, al abrir el diario, fue como chocar de frente contra un muro. La incredulidad dejó paso al dolor y sobre todo, a una sensación de irreparable pérdida. No sólo se iba un ser humano talentoso y especial; también desaparecían para siempre las oportunidades de volver a conversar con él, de intercambiar ideas, de descubrir el mundo a través de su especial mirada, de que sorprendiera nuevamente a los lectores con un nuevo libro. En el fondo, un cúmulo de cosas que podrían haber sido y que ahora jamás llegarían a concretarse.
Las personas —sin importar a qué se dediquen— siguen viviendo a través de nuestros recuerdos, pero también en sus obras. Y por eso me parece importante, por no decir urgente, que su obra siga siendo difundida, por ejemplo, a través de ese universo infinito que es internet. ¿Por qué? Básicamente porque es un acto de justicia con él y sus trabajo. Y porque hoy, en un mundo donde los medios tradicionales cada vez parecen menos masivos, la web ofrece tanto inmediatez como un democrático acceso global.
¿Cuántas ideas y proyectos quedaron inconclusos? Imposible saberlo, porque deben haber sido muchísimos. Así que me pregunto qué secretos debe guardar el disco duro de su computador y si allí, convertidos en impulsos eléctricos, todavía residen cuentos o novelas inéditas, esperando la oportunidad de ver la luz.
En algún punto del tiempo y el espacio siento que tanto el pensamiento como la obra de Sergio Meier se cruzan con los de figuras como Neal Stephenson o Philip K. Dick. Y no lo digo de manera liviana. Sergio tenía una curiosidad e inquietud casi renacentistas, que sin duda le permitían dimensionar los grandes temas de la ciencia ficción. Una mirada que iba más allá y que demostraba su gran capacidad intelectual y calidad humana.
Hasta hace poco, dentro del universo de escritores chilenos de ciencia ficción, fantasía y terror —hombres y mujeres, por cierto—, no podía dejar de sentir que había un lugar vacío. Un asiento reservado, con nombre y apellido, pero que ciertamente nadie podría volver a ocupar jamás. Ahora creo que ese lugar hoy es más que un asiento vacío; es un lugar de honor, único e intransferible. Es la huella imborrable que Sergio Meier dejó en este país con sus ideas, sus letras y su personalidad, pero sobre todo es el recuerdo que dejó en el corazón de todos los que tuvimos el privilegio de conocerlo. Gracias Sergio.
© 2010, Alberto Rojas.