Rolando había logrado infiltrarse en la prisión-fábrica a través de una abertura encontrada en una alambrada en mal estado. Su misión era destruir las máquinas de azúcar, nombre común de la potente droga que significaba el corrupto sustento de esa nación. El sector carecía de guardias. De todas formas buscó donde ocultarse. Caminó extensamente entre basura y escombros buscando un lugar adecuado, siempre agazapado. El viento corría helado haciendo tremolar el extremo del largo abrigo. Las nubes grises navegaban suavemente y lo cubrían todo, como si el cielo entendiera la depresión en que se sumía la humanidad o simplemente para recalcar la desolación del lugar. Divisó una estructura al norte.
La construcción estaba en ruinas pero aún conservaba una cúpula, “un templo católico” pensó. Una de tantas guerras asoló la región que posteriormente fue usada como botadero de la fábrica construida en las cercanías. El ingreso se hacía por una ancha escalera de pocos peldaños rematada por un arco de varios metros de alto, dentro se encontró con un gran salón y en el fondo aún se podía reconocer el altar y delante de este una urna fúnebre. Sentados frente a la urna había siete niños. Uno se levantó, al parecer el líder, y dijo:
– Lo hemos estado esperando – dijo en un tono inocentemente soberbio, con las manos en la cintura y el mentón ligeramente levantado.
– Sólo ando buscando un escondite, nadie me espera – dijo el hombre mientras buscaba puntos débiles en el lugar sin prestar mucha atención a los niños.
– Ella nos dijo que alguien llegaría. Un salvador – un mesías, se alzó una voz pequeña y chillona mientras que todo el resto asentían y murmuraban.
– ¿Ella?
Lentamente y sin bajar la guardia, se acercó al ataúd, en su interior descansaba una mujer con las manos sobre el busto sujetando dos pequeñas zapatillas. Supo que estaba muerta pues conocía esas urnas que permitían conservar cadáveres frescos por tiempo ilimitado. Prefirió no sacar conclusiones sobre las zapatillas, pero a veces se usaban como recuerdo de un hijo muerto. Una pequeña placa metálica sobre el pecho la difunta, atada con una delgada cadena en torno a su cuello, evidencia de que alguna vez fue un colgante, brillaba tenuemente y exhibía la siguiente inscripción:
«…la causa de mi pueblo nunca estará perdida…»
– Lo siento niños, no la conozco, ¿era su líder? – dijo Rolando con gesto de negación después de contemplar unos momentos a la difunta.
– ¿Señor, viene a romper las máquinas? – la pregunta lo congeló, se suponía que la misión era secreta, y si unos niños que vivían entre ruinas y basura sabían…decidió seguir el juego, con un arma preparada dentro de sus ropas y el rostro un poco más tenso.
– Sí… claro ¿tienen información que me sirva?
– Sabemos llegar a las máquinas. Pero antes de decirle debe prometernos algo.
– …
– Cuando termine llévenos a un lugar mejor – todos los niños lo miraban, la esperanza en sus rostros se podía palpar.
– Está bien, lo prometo – extrañado por la petición que no estaba seguro de poder cumplir.
– Tome – le entregó un papel plegado múltiples veces. Eran planos detallados de la ubicación de las máquinas, posibles accesos y vías de escape, puntos sensibles, cámaras de seguridad, puestos de guardias y mucha información más.
El hombre miró a los niños fijamente unos segundos tratando de sacar conclusiones y se marchó, sin despedidas ni comentario alguno.
Pasaron algunas horas y los pequeños que habían esperado pacientemente escucharon en la lejanía varias explosiones. Se miraron y sin decir nada sonrieron y se abrazaron. Momentos más tarde apareció Rolando. Herido gravemente, apenas podía caminar. Cayó de bruces frente a los niños y estos lo tumbaron de espaldas.
– No puedo cumplir… sigan al sur… y continúen hasta llegar al mar… un bote, ojala les sirva – fueron sus últimas palabras.
Los niños abandonaron el que había sido su hogar por mucho tiempo. El viaje significaba traspasar los límites de su mundo conocido, y era sin duda una de las cosas más importantes en sus vidas. No sabían cuan lejos estaba el bote, pero no les importaba. La profecía de la mujer de la urna se había cumplido con la llegada de Rolando y en la lógica de los pequeños sus palabras también habrían de cumplirse. Por eso no se rindieron y caminaron tortuosamente entre ruinas y desolación. Varias columnas de humo se podían ver a la distancia, para los niños eran el adiós de su mesías caído.
Finalmente encontraron el bote y mientras lo abordaban el cielo se despejaba y los rayos del sol empezaban a acariciar la tierra y el agua.
Los niños alzaron la vista y sonrieron. La causa nunca estuvo perdida.[x]
Me gusta. Tiene algunos detallitos pero también sensibilidad y evocación con muy pocos trazos. ¿Cuántas manifestaciones de la revolución de los pendex hay dando vueltas por la red y por la calle?
Qué bueno que se retomen los relatos en TauZero, que vengan de donde uno no se lo espera, y que tengan sabor a extraño, a nuevo.