—Disculpa, Pablo —dijo el señor Riquelme—. ¿Crees que nuestras familias podrían tener un primer compromiso?
Me parece que volví a sonrojarme, pero no me importó. Mariela me apretó con fuerza la mano, y supe que era una pregunta lógica, y que era lógico formularla el Día del Salto.
—Me encantaría, señor Riquelme —respondí—, pero sólo si a su hija le parece bien.
—Tienes un hijo bien educado, Antonio —dijo el padre de Mariela.
—¿Qué opinas tú, Mariela? —dijo mi padre al instante.
—Creo que es una excelente idea. Los dos nos queremos, por lo que no hay motivo para retrasar la ceremonia.
En el acto ambos mayores nos dejaron y se fueron a contarles las nuevas a sus mujeres.
En tácito acuerdo, ella y yo nos quedamos algo atrás para no tener que soportar la cháchara que sin duda estaba por producirse. De todos modos no escapamos por completo. Unos instantes después la madre de Mariela me abrazó, mientras que ella recibía el mismo gesto de parte de mi madre.
Poco a poco la plaza del pueblo se fue llenando, mientras que por el holo se anunciaban los preparativos finales. Almacenamiento de los robots sirvientes, la salida de los robots encargados del ganado y los cultivos, la activación de los sistemas automatizados de defensa planetaria, el cierre temporal de unas cuantas represas, la desactivación paulatina de los controles del clima.
Y de pronto faltaban tan sólo unos segundos.
La gente en la plaza gritaba con todas sus fuerzas la cuenta atrás, pero Mariela y yo nos mirábamos a los ojos. Todo el resto del pueblo había dejado de existir para nosotros, por lo menos por un momento.
—Si mi padre puede llevarme a la nieve —le dije al oído—, te prometo que irás conmigo.
La sonrisa de ella se amplió un poco más, y justo cuando nuestros labios se encontraron otra vez, saltamos.
Hago una pausa al escribir estas palabras para mirar por la ventana. Veo a Mariela volver del mercado, ella me ve y me sonríe desde la calle, mientras avanza con los pies enterrados hasta los tobillos en la nieve. Más allá veo a mis tres hijos jugar con otros, arrojándose blancas bolas y correr para esquivarlas.
Ese fue el último Salto.
Luego de ese parpadeo en el que transcurrieron algo más de cuatro meses, lo primero que vi fue el rostro de Mariela justo frente al mío. Pero casi de inmediato me di cuenta de que algo estaba muy mal.
Por sobre nuestras cabezas circulaban unos vehículos de diseño desconocido, mientras que la plaza del pueblo aparecía rodeada por tropas en uniforme.
Durante siglos los mundos de la galaxia habían comerciado con nosotros. Lo mejor que podíamos ofrecer era la tecnología, y en efecto así lo hacíamos. Pero nunca quisimos entregarle a nadie la forma de saltar en el tiempo.
Nos habían ofrecido tratos realmente lucrativos por ese conocimiento, pero siempre nos negamos.
No queríamos entregar lo que nos hacía más fuertes, a pesar que el Salto era la mejor forma de ayudar a la navegación espacial. Con las tripulaciones en estado de Salto, las naves exploradoras podían recorrer las inimaginables distancias del cosmos sin tener que recurrir a mecanismos ineficientes y peligrosos como la animación suspendida o el sueño criogénico.
Nos negamos.
Éramos arrogantes y confiábamos en que nuestra tecnología superior nos defendiera de los enemigos que en nuestra arrogancia nos habíamos creado.
Durante generaciones nuestros líderes sabían que esta forma de actuar era peligrosa, pero nos sentíamos superiores.
Nos volvimos un pueblo cómodo, viviendo en la absoluta creencia de que nada podía hacernos daño. Pero nos conquistaron.
Durante los cuatro meses y algo más que duró ese último Salto, una gran flota de naves espaciales llegó a nuestro planeta, desarticuló todos y cada uno de los sistemas de defensa —que creíamos infalibles—, y se apoderaron de todo.
Nuestros amos nos mantienen en una relativa comodidad. Gracias a ello no hemos podido llegar a aprender cómo defendernos. Tenemos el intelecto que se nos pide por parte de nuestros amos, y nos premian por nuestros descubrimientos. Y nos mantienen cómodos.
Por mucho que seamos un pueblo dominado, aún somos arrogantes. Nuestra arrogancia y nuestra comodidad nos frena el ansia de libertad que deberíamos tener.
Vivimos bien pero no somos libres. No extrañamos nuestra libertad porque la tecnología nos mantiene en un estado confortable.
Mariela y yo nos casamos cinco años después de ese último Salto. Hace ya quince años que nuestro mundo fue conquistado.
No hay ni un solo movimiento de resistencia, nadie organiza ni la menor protesta y ya nadie parece interesado en volver a saltar un invierno.
A veces, mientras camino desde mi trabajo a casa, veo jugar a los niños en las calles. Esos niños nunca han conocido una real libertad, porque en realidad para ellos son libres.
¿A medida que las generaciones pasen nos parecerá normal estar conquistados?
No tengo forma de saberlo, pero sí sé que a mis hijos les encanta la nieve. También me gusta, pero ahora me doy cuenta que año a año muere gente de frío en las grandes ciudades durante los crudos inviernos.
Siendo un niño ansiaba la nieve. Ahora, siendo adulto, no tengo claro qué es lo que ansío.[x]
Por Vladimir Spiegel
Me gustó esta historia. El «salto»….no lo había pensado. Me sorprendió el concepto.
Sl2
con un aire algo naif …. en todo caso el salto era como tirar del «hilo de oro» del cuento clasico …
Me gustó mucho, pero encontré una sobreexplotación de lo Naif, un tanto empalagoso, tuve que leerlo en tandas… me pareció demasiado largo para lo que pretendió contar.
Aún así me gustó, esteticamente hay pocos tan bien elaborados.