Había visto imágenes estáticas y holográficas de nieve. Había visto en filmaciones tridimensionales la caída de miles de copos de nieve que iban tapizando todo de blanco. Había visto borrascas fabulosas, que podían, según lo que había leído, matar a la gente.
Sin embargo nunca la había visto realmente. Nunca mis ojos la habían visto caer en realidad, ni mi cuerpo había sentido el contacto frío en la piel.
A los trece años no era algo que me mantuviese despierto por las noches, pero a medida que ese otoño avanzaba mi curiosidad iba en aumento.
—¡Pablo!
Estaba terminando de peinarme la mañana del Día del Salto, pensando en cómo sería sentir la nieve en mis manos, cuando el grito de mi madre me sacó de mi ensueño.
—¡Bajo enseguida, mamá! —le respondí mientras sacaba la chaqueta que tenía preparada para ese día.
—¡No pierdas más tiempo! ¡Los discursos están por empezar!
Mi madre era una fiel seguidora de las normas, y cada Día del Salto le gustaba estar en las primeras filas en la plaza del pueblo para ver la transmisión de las ceremonias de todo el continente. Mi padre la dejaba hacer las cosas a su modo, pues ella no trabajaba y no hacía nada durante el resto del año. Sólo educar a su único hijo, yo.
Me coloqué la chaqueta color verde, me aseguré que el temposaltador permaneciera bien fijo en mi cinturón y bajé corriendo la escalera para reunirme con mis padres. Ellos me esperaban en la puerta. Mamá con rostro cariñoso pero impaciente, papá con rostro amable y resignado.
En cuanto salimos a la calle de la colina noté que mi madre no tenía de qué preocuparse. Sólo unas pocas familias avanzaban delante de nosotros y, al paso que ella nos arrastraba, no tardaríamos nada en estar en la segunda hilera de gente, justo detrás de las autoridades municipales.
—¿Crees que cuando estemos al otro lado del Salto podríamos ir algún día a la nieve? —le pregunté a mi padre.
—Haré todo lo que pueda, hijo. Te pido que no te ilusiones, ya que sabes que suelo tener mucho trabajo después del Salto.
Lo sabía, pero no podía dejar de hacerle la pregunta. El año anterior me había dicho que iríamos, pero él trabajaba en la oficina de ajuste agrícola, y siempre después del Salto tenían muchísimo trabajo. Los robots controlaban de forma muy eficiente el ganado y los cultivos, pero cuando el tiempo volvía a correr para nuestro mundo siempre había mucho que ajustar y cuentas que sacar.
—Buenos días, Antonio.
Los tres nos giramos ante el saludo, y vimos a la familia Riquelme acercándose por la calle a buen paso. Intercambiamos saludos cordiales, pero yo sólo tenía ojos para su hija menor.
—Buenos días, Mariela —la saludé mientras me sonreía.
Ella se colgó de mi brazo y reanudamos la marcha hacia la plaza, ahora en un grupo más grande.
Los adultos hablaban de sus cosas, los demás hijos de los Riquelme comentaban la noche anterior en la que había terminado el festival del Día del Salto, pero Mariela y yo caminábamos en silencio.
Desde el año anterior cada vez que la veía sentía cómo algo dentro de mi cuerpo saltaba de alegría. Podía pasarme horas enteras mirándola, disfrutando su cabello, sus ojos, la distinción de su rostro. Me encantaba sentir el agradable aroma de su perfume y escucharla hablar y reír.
Ella era de mi edad y, si bien éramos aún muy jóvenes, nuestros padres hablaban de celebrar después del Salto la ceremonia de primer compromiso.
A mí me daba igual. Yo era feliz estando con ella, por mucho que fuese diez centímetros más alta.
Al principio eso me había complicado, pero mi padre me mostró una serie de holofilmes en los que se explicaba que era algo natural que las niñas crecieran primero que los niños.
Mientras avanzábamos hacia la plaza más gente iba saliendo de sus casas. Todo el pueblo esperaba el Salto junto, salvo quienes estaban enfermos o preferían pasar en tranquilidad ese momento, pero a mí me gustaba estar en medio de la transmisión.
—¿Le preguntaste a tu padre? —me dijo Mariela al oído tras un rato de caminata.
—Sí, pero no está seguro de que podamos ir.
Ella asintió, comprensiva. Ambos queríamos conocer la nieve, y en realidad a mí me hacía mucha ilusión verla rodeada de blancura.
Llegamos a la plaza y, para deleite de mi madre, vimos que éramos los primeros en llegar. De todos modos con nosotros entró un buen número de gente, y eso tampoco era de sorprender. Faltaban algo más de dos horas para el salto, tiempo suficiente para que la plaza se llenara, pero no a todo el mundo le gustaba ver los discursos de los mandatarios.
Nuestro grupo se instaló delante, muy cerca del proyector holográfico por el que aparecerían las autoridades planetarias informando de todo cuanto se preparaba en órbita para el Salto, y en donde el Primer Ciudadano iría, en la última media hora, anunciando paso a paso cómo las diferentes localidades de todo el continente estaban listas para recibir el Salto.
Mariela y yo dejamos a los adultos en su lugar de espera y nos fuimos a caminar por la plaza del brazo. Teníamos tiempo de sobra para volver con ellos, pero incluso si la multitud no nos permitía estar con nuestras familias durante el Salto, nos encontraríamos unos momentos después, algo más de cuatro meses después.
Hacía dos semanas que el Instituto de Control Climático había informado que las fuerzas del invierno estaban dificultando la labor de control del clima. Eso estaba demostrado por las intensas lluvias que se habían dejado sentir por toda la zona sur, y en el hecho nuestra ciudad había sufrido un temporal de viento. Entonces, como el otoño pasaba realmente a ser otoño, se designó ese día para el Salto.
Durante un parpadeo desde nuestro punto de vista, la gente avanzaría hasta los inicios de la primavera, quedando libre de lo más crudo del invierno.
Mientras caminábamos por la plaza, yo pensaba en el Centro de Salto, ubicado barios cientos de metros por debajo de la capital, preparando los inductores temporales para transmitir la señal de Salto a cada temposaltador que los ciudadanos teníamos en nuestra cintura. Para evitar cualquier problema, una cantidad muy grande de satélites en órbita retransmitían la señal a las estaciones instaladas por todo el continente.
Mi padre solía decir que si los proyectos de terraformar definitivamente el continente norte tenían éxito, habría que revisar el Salto. No era algo menor, pues con un continente que viviese un verano mientras nosotros saltábamos durante el invierno, se podían producir problemas de todo tipo.
—Pablo.
Mariela me habló en voz baja, a pesar que estábamos casi solos por donde caminábamos.
—¿Sí?
—¿Te gusto?
Entre nuestras familias se pensaba en una ceremonia de primer compromiso, a los dos nos encantaba estar juntos el mayor tiempo posible, todos decían que éramos una linda pareja, pero ninguno de los dos había manifestado nada en definitiva.
—En realidad es más que eso —le respondí sin siquiera pensar. Nada de adornar las frases. La verdad pura y simple—. Creo que te quiero.
Mariela sonrió ampliamente, y soltó mi brazo para aferrarme con fuerza la mano.
Nos detuvimos un momento y nos miramos a los ojos.
Entonces ella se inclinó un poco y posó sus labios en los míos. Para ambos era el primer beso, no teníamos ni la menor idea de cómo se hacía, pero fue maravilloso. No podía imaginar un día mejor que ese. Justo antes de saltar, antes de pasar en un parpadeo de un crudo otoño a una alegre primavera, la chica con la que soñaba colocaba delicadamente un beso tenue como la niebla en mi boca.
Cuando nos separamos estuvimos mirándonos un largo rato, pensando en lo que acababa de pasar.
Entonces ella dijo:
—Yo también te quiero, Pablo.
Mariela agachó la cabeza y la mirada, al tiempo que se sonrojaba notoriamente. No dije ninguna broma de las que le decía otras veces en las que el rubor teñía sus mejillas, porque sentía con gran claridad cómo mi rostro también ardía.
Después de saludar a unos cuantos amigos que nos encontramos en nuestro paseo, volvimos donde estaban nuestras familias. Preferíamos verlos cuando saliéramos del Salto, pues así podíamos ir todos juntos a la Primera Comida, en lugar de tener que buscar lugares en cualquier mesa.
Cuando estábamos a pocos metros del grupo, el padre de Mariela nos vio y le dio un codazo a mi papá. Ambos se miraron un momento, miraron luego nuestras manos entrelazadas y se nos acercaron.
Me gustó esta historia. El «salto»….no lo había pensado. Me sorprendió el concepto.
Sl2
con un aire algo naif …. en todo caso el salto era como tirar del «hilo de oro» del cuento clasico …
Me gustó mucho, pero encontré una sobreexplotación de lo Naif, un tanto empalagoso, tuve que leerlo en tandas… me pareció demasiado largo para lo que pretendió contar.
Aún así me gustó, esteticamente hay pocos tan bien elaborados.