por Santiago Elordi (*)
A la memoria del sacerdote Bartolomé Las Casas.
Mi amigo J.P.F. me llamó un día por teléfono para ir a jugar video. Teléfono se llamaba un aparato de comunicación a distancia. Fue un domingo cuando mi amigo me llamó. Domingo se llamaba a la séptima sucesión de días que formaban una semana. Una medida para dividir el tiempo indivisible.
El local de juegos estaba invadido de máquinas supersónicas. Invadido por humo de cigarrillo y un olor entre chicle de menta y colonia inglesa. Ubicado en la esquina de Providencia con Lyon. En la ciudad de Santiago. Una ciudad ausente y pálida a los pies de la montaña.
El local de juegos estaba invadido de niños y niñas con cara de mujeres atrevidas. Vigiladas por guardias de traje azul con revólveres a la cintura. Así juegan los niños a los pies de la montaña. De pronto una de las máquinas se tragó la ficha. Mi amigo entraba en una descomunal batalla.
En un helicóptero volaba disparando ráfagas de ametralladora hacia un camino de tierra roja donde avanzaban los blindados enemigos. Sobre el difuso horizonte aparecieron de improviso aviones rusos a la velocidad del rayo. Hábilmente el piloto esquivó los proyectiles en el aire, y disparó unos teledirigibles hasta liquidar parte de la escuadra enemiga. ¡Cuidado! Por entre palmeras el helicóptero sorteaba la pesada artillería. El viento movía los árboles y mi amigo continuaba con vida. Al pasar sobre los ramajes de una tupida selva, tiritaron algunas luces, eran soldados camuflados que comenzaron a disparar recostados en el fango… Fue entonces cuando me di cuenta de que mi amigo se encontraba en la guerra del Vietnam.
Desde lo alto fue matando a todos los hombrecitos amarillos, uno a uno. Monos y pájaros también se desplomaban de los árboles. Cerca de la costa a un costado de un campo de plátanos, bastaron unos nuevos teledirigibles para que una aldea entera explotara en fuegos púrpuras sobre las aguas.
– ¿Para qué diablos disparas contra el pueblo?, le pregunté al piloto.
– Me equivoqué, contestó.
Y fumó. Y giró el helicóptero en 180 grados y apareció sobrevolando el mar. Y siguió avanzando y avanzando. A su paso iba destruyendo caminos, puentes, estaciones de radio, fábricas…
¡Qué águila! ¡Qué precisión de águila! ¡Un halcón en la batalla! Cualquier pestañeo le hubiese costado la vida. Hubiese dejado sus plumas reales aplastadas en la tierra del oriente. Mientras volaba, el piloto me iba explicando las técnicas de combate:
– Para aviones y construcciones debes utilizar las bombas dirigibles, para blindados menores la ametralladora movible. Mira, fíjate bien… «Tratataratratatatratrata…».
Y continuaba mi amigo disparando invicto por el cielo. De pronto detuvo el avance y descansó. La hélice quedó sonando sola en las alturas. Comenzó a oscurecer en el mundo, y entonces yo encendí un cigarrillo. Abajo, navegando en el Índico un escuadrón de naves apareció por entre las nubes… El piloto soltó el aliento y volvió al combate:
– Jamás ataques a estos barcos de frente, me dijo.
Y desobedeciendo el consejo, como un kamikase se lanzó contra un submarino que emergía de las aguas… Encaminándose en medio de la noche, un rayo fulminó su helicóptero. Millones de pedazos esparcidos por el cielo. Su gran combate había terminado.
-¿Por qué lo hiciste si sabías que ibas a morir?
– Para que aprendas a jugar, me contestó el piloto.
Luego, apretando unos botones, escribió su nombre en la pantalla.
La guerra es un juego, la música atronadora del aire enrarecido. Algo así corno un alarido salvaje que sube y baja por los resbalines de una noche furiosa.
¿Frente al irresistible silbido de las balas, quién llora los exterminios, las soberbias y antiguas construcciones en ruinas? La sangre de los muertos pinta un soberbio paisaje. La guerra entre los hombres: único gran espectáculo donde las entrañas se emocionan. Portentoso, salvaje, profundo, incontrolable, donde el arrepentimiento llega demasiado tarde.
Esos juegos importaba el Imperio a las colonias. El gran negocio de asomar las vísceras al aire. Y entraban niños a gastar sus ahorros en el gran show de los soldados con estrellas.
Cuando llegó mi turno introduje la ficha en la ranura de la máquina. Silbando, inmutable y olímpico, como un Dios de la guerra, como un diestro asesino que corta flores del jardín con aire inocente, con el encanto de una bailarina que salta de hoja en hoja mientras la sangre pasa bajo los puentes moví las piernas y los brazos. Estaba listo para comenzar…
Y apreté el botón verde de la partida y me fui disparando como un ángel furioso por los dilatados cielos. Apreté los comandos de la izquierda y derribé diez aviones cazabombarderos, los tanques explotaban fulminados en el suelo. Sonaron sirenas de alarma por largos caminos entre la selva y volé esquivando las descargas antiaéreas. No pasaron dos segundos y asomé mi vuelo sobre el océano. Pero camuflados contra el fondo de los acantilados una tropa de artilleros atravesó mi vuelo sacándome del juego.
Todo había terminado… Para el combate hay que tener entrenamiento. De lo contrario se cae, se cae desde siempre, como un pequeño aprendiz que no sabe remontar el vuelo. Se cae hasta «el duro cementerio reservado a los verdaderos aviadores y sobrepoblado de muertos amortajados en sus paracaídas, como momias o larvas que esperan en país de infieles el sol de la resurrección».
Se cae hecho polvo de metales por los huecos del aire. Pájaros, paracaidistas, pilotos, helicópteros, aeroplanos, mariposas, se cae. Ángeles perdidos siempre volando hacia un sol eterno. Alas malditas revelándose ante la muerte.
Muertos entonces abandonamos la sala de juegos, mi amigo piloto y yo. Junto a las tiendas de Providencia, subimos por la vereda. En cámara lenta parecían caer las hojas del otoño.
Pasado el tiempo en mi casa una noche tuve un sueño. Un sueño que ningún hombre de otra época pudo haber soñado nunca. Un escuadrón de máquinas jóvenes como legiones de ángeles salvadores avanzaba por la ciudad.
* * *
¡Ah!, yo pertenecía a otro mundo, se me olvidaba. Venía de la era de los flippers: mastodontes de madera dibujados, pacíficas y lentas bolas de acero chocando con flores de colores. Bares tropicales, cantinas del lejano oeste, monos trepando por palmeras y aullando bajo la luna. Ese tiempo se estaba yendo y yo no me daba cuenta encerrado entre el mar y las montañas. El tiempo, como una cicatriz enorme por el consumo de tecnología, se abría ante la nueva edad de las naves y la guerra.
Entre los niños de la sala jugaba una niña. Era una «lolita», preciosa. No tenía más de 15. Ceñida a su delicado cuerpo traía una corta minifalda. El pelo teñido de rojo le caía disparejo hasta los hombros. Del bolsillo de la campera sacó una petaca de pisco. Mientras hundía los botones, fumaba y tomaba del gollete. Yo tenía apenas 25 y me sentí muy viejo.
El combate de «lolita» era fantástico: encendidos colores metálicos que se esfumaban en el espacio. Formas concéntricas girando, émbolos detonantes casi transparentes en órbita para destruir su nave madre. Minúsculos asteroides que explotaban sembrando el espacio de veneno. Engendros galácticos tejiendo redes de luces en la bóveda celeste. Sirenas aladas huyendo de espanto. Huracanes, ciclones de polvo de estrellas cubriendo las ciudades como una tempestad de arena. Hoyos negros y silencio. Y la nave comandada por la preciosa «Iolita», triunfante salió a la luz desde los intrincados y lúgubres laberintos celestiales.
Mi amigo piloto le ofreció un cigarrillo. Displicente, como quien mira un bicho raro lo tomó entre sus labios; y sin comentarios se instaló a jugar en otra máquina. Entró a la sala un tipo mayor, venía borracho, y del pelo la arrastró por las baldosas hasta afuera. Tras los ventanales los vimos que de pronto se besaban y abrazados se alejaban. Pensamos que en la esquina se pondrían a volar, pero doblaron caminando como lo hacían todos los hombres en el año de 1985.
Esa misma tarde los guerreros sacaron sus máscaras y bailaron una ronda. Faunos rabiosos arrojaban piedras a las niñas del mundo. Al otro lado de una ventana donde posiblemente no haya nada.
En mi ciudad, repetían las personas instruidas y los anuncios:
«Quien no sepa computación en el año 2.000 será un analfabeto». Y el orgulloso anciano que persistía en pasear en su Ford del cincuenta sería volado por el aire. El maquinista aferrado a su lenta locomotora, abriéndose paso entre los bosques, sería volado por el aire. Los relojeros suizos y todo ese delicado mundo de chocolate, sería volado por el aire. El pintor con caballete pintando paisajes estivales, los platos preparados a fuego lento, los bailes de la patria y los vinos viejos serían volados por el aire.
Sin embargo el año dos mil llegará a la tierra. Los pastores seguirán viajando con sus ovejas por los valles. El agua seguirá brotando de los pozos bajo tierra.
La escalada de la técnica. La industria está diseñando una fuente de felicidad y de respeto. El futuro que algunos persisten en creer que nos traerá el paraíso. Poder viajar a la esquina del planeta en fracciones de segundos. Soplando un fermento nos llenaremos la boca de comida. El trabajo lo harán los androides de acero. Nosotros jugaremos al golf, al ajedrez, por fin al amor y al ocio en parques y jardines…Mi país estaba habitado por grandes manadas de cándidos consumidores. Son buenas personas en el fondo. ¡Castillos de barro en las orillas del mundo! ¡Miserables sueños del hombre acomplejado de progreso!
Y abandonamos la sala de los juegos. Esas guerras artificiales. Esos combates de la imaginación y del espanto en lejanos países y constelaciones. La ciudad con sus enormes empalizadas de concreto y letreros girando en lo alto, parecía un signo de un tiempo inanimado, antiguo, columpiándose en el aire, como el paisaje inmóvil de las cumbres nevadas del fondo, a la espera de algún mago que les devuelva el soplo de vida.
Y de vuelta a casa nos fuimos corriendo. A orillas del Canal San Carlos llegamos agotados, con la lengua afuera. Y sobre el puente nos sentamos a fumar, a mirar la corriente. Cartones, diarios, botellas de plástico arrastradas por la corriente, en su gran recorrido al mar y quién sabe si de allí a las estrellas. Y sobre ese puente nos imaginamos muchas cosas, corno por ejemplo nos imaginamos una nueva sala de juegos. Donde niños jueguen con máquinas nuevas. En una máquina donde, en vez de naves, estuviéramos nosotros dentro, con todo lo que estábamos mirando, con el puente, la corriente de las aguas pasando y todo lo que la vida se lleva.
Y sobre el puente pensamos en el viejo sueño de los poetas. Ese de que algún día el juego se juntará con la vida. Y abrimos un libro y leímos: «…Pronto llegó la nave a la isla de las sirenas…Entonces tomé trozos de cera que ablandé un poco al sol y fui tapando el oído de mis compañeros a quienes pedí que me ataran al mástil».
Y sobre el puente seguimos soñando; nada menos que el gran juego de la vida. Ya no escuchábamos el ruido de la corriente, de los autos, de la ciudad. La cera de Ulises nos había tapado los oídos… Y sobre el valle cayó la noche y el reflejo de la luna sobre el agua. Si al menos en el cine uno pudiera besar a la heroína, pensamos.
¡Oh, milagro donde lo leído pueda ser vivido! ¡Alquimia del verbo y la vida! Donde el que cuenta, y la historia, y el que lee la historia serán un solo cuerpo y la misma vida revelándose.
Juegos de video, y estas palabras escritas de vuelta a casa después de un domingo: Palabras que bien pudieron no haberse escrito nunca. Si los pensamientos mueven el mundo, algo asombroso está sucediendo en el patio de mi casa. Miro por la ventana, la hija de mi hermano juega con tierra en la boca, con las piernas colgando de la pandereta, sentada frente a un árbol se pone a cantar:
Qué linda en la rama la fruta se ve.
Si lanzo una piedra tendrá que caer…
por Santiago Elordi
(*) “Cambio y Fuera. Cantos y Visiones” Ediciones Hachette, Colección Arte y Literatura, 1992.