Jonathan Rivarola sacó el seguro de su arma y se la puso junto al rostro. Arrimaba su espalda contra el muro exterior de la casa como tantas veces había visto hacerlo a los policías de la televisión. Sudaba, sonreía, tenía miedo, pero también tenía deseos incontrolables de encabezar el asalto envuelto en un grito heroico. Soñaba con matar a una banda completa de narcotraficantes él solo, salvar a algún oficial compañero de labores y salir herido, levemente, entre los aplausos de sus camaradas. Nada de eso ocurriría hoy. El equipo era reducido, la operación era menor y la información a la prensa estaba restringida. El criminal escondido en la casa era considerado de alta peligrosidad y la labor de inteligencia para conseguir su captura exigía cautela y silencio.
Jonathan sudaba su temor de recluta primerizo aferrado a un revólver standard de muy pequeño tamaño; los testículos recogidos y las piernas medio dormidas por la posición le daban la apariencia de un mono aferrado a una rama. El sudor entraba en sus ojos y le provocaba un ardor del carajo pero no se atrevía a cerrarlos, tenía la vista fija en el rostro moreno, bien delineado, del jefe de su unidad. Las telecomunicaciones y los sistemas de coordinación telepática también habían sido desconectados por riesgo de intercepción. Inteligencia sospechaba que el criminal poseía habilidades psíquicas que podrían frustrar su detención y recomendó el tradicional código de gestos para organizar la operación.
“Ojalá ese conchesumadre se cruce en mi camino”, murmuró Jonathan, imaginándose a sí mismo de pie frente al criminal, esquivando en cámara lenta una ráfaga de ametralladora, rodando por el suelo y clavándole una única bala entre los ojos con perfección clínica.
Algo de odio había en su interior. Era su primer operativo policial y había tenido que interiorizarse a fondo del torcido perfil sicológico del criminal. Mentalmente recorrió la enorme ficha que cada policía había recibido como parte de los preparativos: Renato Carranza había sido el protagonista de la serie de asesinatos más espeluznante de la historia conocida. Fue encontrado en su casa de las afueras de Temuco, en medio de una pila de cadáveres medio podridos de niñas desnudas, todas menores de doce años y a punto de menstruar. El país había vivido meses de terror antes de su detención. Niñas que desaparecían como esfumadas en el aire eran encontradas luego con el vientre destrozado, abandonadas en los lugares más inusuales: dentro del motor de un camión pintado con lunares azules, colgando de un pie en el baño de una biblioteca cubierta de agujas, clavadas a la puerta de alguna iglesia o dentro de una gran botella con formol colgando de un poste de alumbrado. Jonathan sentía náuseas de sólo recordar las fotografías que incluía la ficha.
El archivo no mencionaba que todas tenían escrita en la pared interior del cráneo una palabra del libro que Renato estaba escribiendo, usándolas como páginas en blanco de un texto críptico acerca de la belleza de la caligrafía coreana.
Nadie comprendió su profunda sensibilidad artística.
Los medios de comunicación hicieron una fiesta con los detalles (los jugosos detalles) y cuando finalmente compareció ante los tribunales, el país se detuvo incrédulo ante su rostro de hombre común. Nada de colmillos, nada de ojos amenazantes, sólo un hombre común relatando, casi aburrido, su rutina insólita, su arte limítrofe: Renato Carranza, artista plástico sin ninguna notoriedad, había decidido alimentarse, durante un período de nueve meses, con ovarios sin madurar tomados de pre-púberes nacidas en puntos mágicos del territorio. El ritual mágico-artístico exigía extraer los órganos a mano desnuda a través de la vagina de las menores, artificialmente distendida por aparatos mecánicos. Luego las besaba y abrazaba con ternura, acompañándolas con cantos hasta que morían en sus brazos por las hemorragias.
Jonathan tenía una sobrinita que adoraba. La sola idea de que alguien le hiciera daño le inflamaba el pecho. Le encantaría entrar y descargar todas sus municiones en la cabeza de ese hijo de puta, pero su comandante no movía un solo dedo aún, ahí, con una rodilla en la tierra y su mano en la cadera en un gesto perfecto. “Hermoso como una escultura griega”, pensaba Jonathan mirando de reojo a sus compañeros.
Renato Carranza fue condenado a 3 cadenas perpetuas. Si esos mismos crímenes hubieran sido cometidos cien años atrás seguramente habría terminado sentado en una cámara de gases, pero esas prácticas ya carecían absolutamente de sentido. Desgraciadamente, en un descuido que le costó el puesto a toda la plana mayor del sistema penitenciario, Renato escapó de su condena a los pocos días de haber sido confinado a la prisión de más alta seguridad del país, bajo la superficie de Isla de Pascua. El departamento de Policía y la oficina de ocultismo del Ministerio del Interior se tomaron como algo personal relocalizar y detener al “Artista Sangriento”, como había sido bautizado por la prensa con su habitual creatividad.
Junkies nepaleses, con la pituitaria enchufada a potenciadores electrónicos de intrincada orfebrería llamados“cuernos de unicornio” desarrollados por la Siemens, impidieron el acceso de toda persona impura a la celda de Renato Carranza; registraron minuciosamente las delicadas reverberaciones de su alma durante días, las digitalizaron y las convirtieron en patrones tan reconocibles como huellas digitales.
“No huirás tan fácilmente”, masculló el jefe de policía, fascinado por el increíble espectáculo de los nepaleses y sus cabezas enchufadas a motores de búsqueda astrales fabricados con trozos de cadáveres y calamares erizados de cables. Sonreía más tranquilo, sabía que los nepaleses buscarían día y noche la presencia negruzca de Renato infectando con su ectoplasma virulento las arterias del plano espiritual. Su huella podrida no sería difícil de escuchar en las planicies astrales donde navegaban estos expertos sabuesos de lo oscuro.
“Unos años, tardaremos sólo unos años”, murmuró Tenzing, el interlocutor del grupo y quien parecía vivir un poco más conectado con nuestra realidad.
Ahora, con el grupo de operaciones especiales rodeando la casa, el momento de recapturar a ese demonio infeccioso parecía haber llegado por fin.
Jonathan recibió con excitación el gesto de alerta de su comandante. Una vez que diera la señal para comenzar el asalto los intercomunicadores se encenderían y la coordinación sería perfecta. “No tienes nada de qué temer”, se repetía a sí mismo.
De pronto el comandante hizo un enérgico gesto hacia delante y sus músculos se activaron como un resorte. Se volvió un cazador escuchando sólo su propio jadeo mientras corría los metros que lo separaban de la reja de la casa.
“Bravo 1 y Bravo 2 a la derecha”; sintió el mareo típico de la sincronización mental usada en estas operaciones.
“Sierra 1, conmigo adelante”. Funcionaban como una manada de chacales envueltos en una sola mente.
Saltaron la reja. Bravo 1 arrojó una lacrimógena por la ventana y comenzaron a escucharse gritos. Sierra 2 derribó la puerta de entrada y disparó una ráfaga a ciegas hacia el interior. Bravo 2 trepó al techo y entró rompiendo la ventana de la mansarda. Jonathan saltó al patio trasero en el preciso instante en que, en medio de la oscuridad, un hombre salía por la puerta de la cocina semidesnudo cargando a un niño pequeño y tirando del brazo a una niña de 8 años.
“¡Alto, policía!”, gritó en ese tono que tantas veces había ensayado frente al espejo de su minúsculo departamento.
“¡Alto, dije!”, insistió apuntando al grupo, pero el hombre no se detuvo. Desde interior de la casa se escuchó un disparo y la niña cayó al suelo gritando y revolviéndose de dolor. El hombre se detuvo para intentar recogerla. Jonathan miraba la escena congelado. En ese mismo instante dos policías surgieron de la nada y cayeron sobre el hombre . Tras golpearlo violentamente en la cabeza lo maniataron de pies y manos con esposas adhesivas.
-¡Déjenla, desgraciados!- gritaba el hombre luchando contra sus amarras- ¿¡Por qué le dispararon!? …¡No le hagan daño a mis hijos, pacos conchesumadres!-
-¿Pensaste que suicidándote ibas a escapar?- le gritó el comandante mientras corría hacia el grupo –Si hubieras visto tu cadáver colgando en la celda todo meado y cagado- dijo deteniéndose a un par de metros-… La sangre hinchándote las manos…- hizo un gesto de asco- Y tu cara…parecía una cereza podrida…maricón-. El niño lo miraba llorando desconcertado. El comandante hizo un gesto para que se llevaran al hombre y se agachó mirando al menor a los ojos, con todo el desprecio del que era capaz.
“Tienes derecho a guardar silencio, tienes derecho a tu integridad física y a un abogado que te defienda. Si renuncias a estos derechos todo lo que digas puede ser usado en tu contra ¿Me entiendes?- Pero el niño no paraba de llorar mirando hacia todos lados el círculo de hombres de negro armados, todos desconocidos, que le apuntaban con enormes rifles de asalto. El policía no insistió, le hizo un gesto a Bravo 1 para que lo metiera en el camión y cerrara las puertas. El encendido de los motores terminó de apagar el llanto sordo del niño. Jonathan miró al camión sumergirse en la noche rápidamente, hundiéndose envuelto en una nube de polvo bajo la negrura del camino.
Se sentía estúpido.
El comandante, “su” comandante, se le acercó y le palmoteó el hombro.
-No te preocupes, Rivarola- dijo con voz enérgica –lo hiciste muy bien para ser tu primera vez. Con seguridad te recomendaré para futuras operaciones.
-¿Qué pasará con el niño, comandante?- preguntó, ruborizado por la cercanía de su aroma.
-¿Ese hijo de puta? Encerrado y vigilado de por vida como debe estar un criminal de su clase- agregó –Y cuando muera, en muchos años más, seguramente habrá un equipo de los nuestros esperando al pie de la camilla de parto para recogerlo y encerrarlo de nuevo. Ese conchesumadre no se merece menos- finalizó escupiendo al suelo como rúbrica.
“Por eso me gusta ser policía”, pensó Jonathan con el pecho inflado, mirándole furtivamente las nalgas a su comandante que se alejaba. “Aquí los hombres son bien hombres”.
Guardó su arma y se miró la insignia pegada a su brazo derecho:
“Karma Police”.
“Cuidado!
somos la luz al final del túnel”.
Autor: Jorge Baradit, 2004.
Imagen: Ymkstock
hola wa que bueno me llamo jonathan rivarola!asi me llamo yoooooo!que buena onda soy asesino jajaja saludos
GIL! el asesino se llama Renato Carranza, Rivarola es paco!! CERO comprensión lectora…
Lo leí en el taller, muy bueno.
Siempre es un agrado leer a baradit
Buena historia esta piola me encanto quiero más
creo que no la entendi muy bien xD
en fin espero que estes bien saludos
¡Cuentazo! Con un final impredecible !!!!