por Carl Sagan
“El Cerebro de Broca” Capítulo 25 (fragmentos)
Para un hombre es tan natural morir como nacer; y para un niño pequeño, tal vez, lo uno es tan penoso como lo otro. FRANCIS BACON, Of Death (1612)
La cosa más bella que podemos experimental es lo misterioso. Es la fuente de toda verdad y ciencia. Aquel para quien esa emoción es ajena, aquel que ya no puede maravillarse y extasiarse ante el miedo, vale tanto como un muerto: sus ojos están cerrados… Saber que lo impenetrable para nosotros existe realmente, manifestándose como la prudencia máxima y la belleza más radiante que nuestras torpes capacidades pueden comprender tan solo en sus formas más primitivas… este conocimiento, este sentimiento, se encuentra en el centro de la verdadera religiosidad. En ese sentido, y sólo en ese sentido, pertenezco a las filas de los hombres religiosos devotos. ALBERT EINSTEIN, Lo que creo (1930)
William Wolcott murió y subió al cielo. O eso parecía. Antes de que le llevasen al quirófano, le hicieron saber que la intervención quirúrgica comportaba un cierto riesgo. La operación fue un éxito, pero cuando la anestesia dejaba de producir sus efectos, su corazón entró en fibrilación y murió. Le pareció que, de alguna manera, había dejado su cuerpo y era capaz de situarse por encima de él… Lo vio debajo suyo, marchito y patético, cubierto tan sólo por una sábana, tumbado sobre una superficie dura e implacable. Se puso algo triste; miró su cuerpo por última vez —desde una gran altura, según le pareció— y prosiguió su viaje hacia arriba. Su entorno estaba sumido en una extraña oscuridad penetrante, pero se dio cuenta de que todo se estaba volviendo más brillante a medida que subía. Luego divisó una luz en la lejanía, una luz muy intensa. Penetró en una especie de reino radiante y allí mismo, justo por encima de él, pudo percibir una silueta, magníficamente iluminada desde atrás, una gran figura venerable a la que se iba aproximando sin esfuerzo. Wolcott se esforzó por ver Su cara…
Y entonces despertó. En el hospital le habían aplicado a toda velocidad el desfibrilador y acababa de resucitar en el último instante. En realidad, su corazón había dejado de latir y, según algunas definiciones de un proceso poco comprendido, había muerto. Wolcott quedó convencido de haber muerto verdaderamente, de que se le había otorgado permiso para dar una ojeada a la vida después de la muerte para tener una confirmación de la teología judeocristiana.
A lo largo y ancho del mundo se han producido experiencias parecidas, hoy en día muy documentadas por médicos y otros. Estas Epifanías peritanáticas (próximas a la muerte) han sido experimentadas no sólo por personas de religiosidad occidental sino también por hindúes, budistas y escépticos. Es posible que muchas de nuestras ideas convencionales acerca del cielo procedan de experiencias próximas a la muerte de ese tipo, que habrán ido produciéndose a lo largo de los milenios. Ninguna noticia podía ser más interesante o más esperanzadora que la relatada por un muerto regresado: la explicación de que hay un viaje y una vida después de la muerte, de que hay un Dios que nos espera y de que al morir nos sentimos agradecidos y elevados, aterrados y anonadados.
Por lo que yo sé, estas experiencias pueden ser exactamente lo que representan, así como una justificación de la piadosa fe que tantas veces ha sufrido los embates de la ciencia en los últimos siglos. A mí personalmente me gustaría mucho que existiese una vida después de la muerte, en especial si eso fuera a permitirme seguir aprendiendo sobre este mundo y otros, si me proporcionara la posibilidad de descubrir cómo se desarrolla la historia. Pero también soy un científico y, por lo tanto, pienso también en otras explicaciones posibles. ¿Cómo puede ser que personas de todas las edades, culturas y predisposiciones escatológicas, experimenten las mismas experiencias estando próximos a la muerte?
Sabemos que esas experiencias pueden inducirse con bastante regularidad, de forma contracultural, a través de las drogas psicodélicas. Las experiencias de abandono del cuerpo son inducidas por sustancias anestésicas disociativas como las cetaminas [2-(o-clorofenil)-2-(metila-mino) ciclohexanonas]. La ilusión de volar es inducida por la atropina y otros alcaloides extraídos de la belladona, y esas moléculas obtenidas de la mandrágora o del estramonio han sido utilizadas normalmente por las brujas europeas y los curanderos norteamericanos para gozar, en el trance del éxtasis religioso, de un vuelo placentero y glorioso. La MDA [2,4-metilendioxianfetamina] tiende a provocar una regresión de edad, un acceso a experiencias juveniles e infantiles que considerábamos totalmente olvidadas. La DNT [N,N-dimetiltriptamina] provoca micropsia y macropsia, las sensaciones de que el mundo se encoge o se expande, respectivamente; algo parecido a lo que le pasa a Alicia después de obedecer las instrucciones escritas sobre los pequeños recipientes que dicen: «Cómeme» o «Bébeme». El LSD [dietilamida del ácido lisérgico] provoca una sensación de unión con el universo, como en la identificación de Brahma con Atman en el sistema de creencias hindú.
¿Es posible que dispongamos previamente en nuestra psíquis de la experiencia mística hindú y que sólo necesitemos 200 microgramos de LSD para ponerla de manifiesto? Si se segrega algo parecido a la cetamina en momentos de peligro mortal y los que regresan de una experiencia de ese tipo siempre cuentan el mismo relato del cielo y de Dios, ¿no debe haber acaso una forma en que las religiones occidentales, así como las orientales, estén grabadas en la arquitectura neuronal de nuestros cerebros?
Resulta difícil pensar que la evolución haya buscado seleccionar algunos cerebros predispuestos a tales experiencias, ya que parece ser que nadie muere ni deja de reproducir un deseo de fervor místico. ¿Pueden deberse esas experiencias inducidas por drogas únicamente a algún defecto evolutivo de conexiones cerebrales que, ocasionalmente, hace aparecer percepciones alteradas del mundo? A mi criterio, esa posibilidad es extremadamente poco plausible y tal vez no sea sino un desesperado intento racionalista de evitar un encuentro frontal con lo místico.
La única alternativa que se me ocurre es la de que todo ser humano sin excepción ya debe haber sufrido una experiencia similar a la de los viajeros que regresan de la tierra de la muerte, la sensación de vuelo, el paso de la oscuridad a la luz. Una experiencia en la que, al menos en algunas ocasiones, puede entreverse una figura heroica, bañada en resplandor y gloria. Esa experiencia común a todos es el nacimiento.
Stanislav Grof, médico y psiquiatra, fue el primero en utilizar LSD y otras drogas psicodélicas en estudios de psicoterapia. Su trabajo es bastante anterior a la cultura de la droga en Norteamérica; se inició en Praga, Checoslovaquia en 1956, prosiguiendo años más tarde en Baltimore, Maryland. Es probable que Grof posea más experiencia científica continuada sobre los efectos de las drogas psicodélicas en pacientes que ningún otro terapeuta. Sostiene que, así como el LSD puede utilizarse con fines recreativos y estéticos, también puede tener otros efectos más profundos, uno de los cuales es el recuerdo preciso de experiencias perinatales. «Perinatal» es un neologismo que significa «próximo al nacimiento», y no se refiere sólo a los momentos posteriores al nacimiento, sino también a los anteriores. Es del mismo tipo que peritanático, próximo a la muerte. Grof dispone de historias clínicas de muchos pacientes que, tras una serie adecuada de sesiones, vuelven a experimentar realmente experiencias profundas de los tiempos perinatales, ocurridas hace mucho tiempo y previamente consideradas imposibles de refrescar por nuestra imperfecta memoria. De hecho es una experiencia bastante habitual con LSD, no limitada a los pacientes de Grof.
Grof distingue cuatro estadios perinatales, cubiertos por la terapia con fármacos psicodélicos. El Estadio 1 es el de la complacencia dichosa del niño en el seno, libre de cualquier ansiedad y centro de un pequeño universo oscuro y caliente —un cosmos en una bolsa amniótica—. En ese estado intrauterino, parece ser que el feto experimenta algo muy parecido al éxtasis oceánico descrito por Freud como una de las fuentes de la sensibilidad religiosa. Evidentemente, el feto se mueve. Posiblemente justo antes de nacer esté bien alerta, tal vez más incluso que justo después de nacer. No parece imposible que podamos recordar de manera imperfecta ese edén, esa edad de oro cuando cualquier necesidad —de alimentos, oxígeno, calor y expulsión de restos— quedaba cubierta automáticamente por un sistema de apoyo a la vida soberbiamente diseñado. Un estado que, en una reposición más o menos precisa, se describe como «estar fundido con el universo».
En el Estadio 2 se inician las contracciones uterinas. La base del estable ambiente intrauterino, las paredes a las que se fija la bolsa amniótica, se vuelven traidoras. El feto es comprimido terriblemente. El universo parece pulsar; un mundo benigno se convierte de repente en una cámara de tortura. Las contracciones pueden durar horas, y se presentan en forma intermitente. A medida que pasa el tiempo, aumenta su intensidad. No hay posibilidad de que cesen. El feto no ha hecho nada para merecer esa suerte; es un inocente cuyo cosmos se le ha vuelto en contra, proporcionándole una agonía en apariencia sin fin. La dureza de esa experiencia es evidente para cualquiera que haya visto una distorsión craneal neonatal, la que sigue apreciándose bastantes días después del nacimiento. Así como es fácil comprender una fuerte motivación por borrar decididamente toda traza de esa agonía, ¿no es posible admitir que resurja acaso, bajo determinadas condiciones? Acaso, sugiere Grof, el vago y reprimido momento de esa lejana experiencia puede incitar fantasías paranoicas. Incluso puede explicar nuestras humanas predilecciones por el sadismo y el masoquismo, por la identificación entre asaltante y víctima, por ese gusto infantil por la destrucción. Grof indica que las reposiciones en el siguiente estadio están relacionadas con imágenes de mareas y terremotos, las imágenes análogas en el mundo físico a la traición intrauterina.
El Estadio 3 es el final del proceso del nacimiento, cuando la cabeza de la criatura se ha introducido en la cérvix y, a través de sus párpados cerrados, percibe un túnel iluminado en su extremo por el radiante esplendor del mundo extrauterino. El descubrimiento de la luz realizado por una criatura que ha vivido toda su existencia en la oscuridad debe constituir una experiencia profunda e inolvidable. Y allí se entrevé confusamente, por la poca resolución de los ojos del recién nacido, una figura enorme parecida a un dios, rodeada de un halo de luz (la comadrona, el medico o el padre). Al término de un trabajo monstruoso, el bebé vuela desde el universo intrauterino y se eleva hacia las luces y los dioses.
El Estadio 4 es la época inmediatamente posterior al nacimiento, cuando ya se ha disipado la apnea perinatal, cuando la criatura es fajada y cubierta, acariciada y alimentada. Si estos supuestos de Grof son acertados, el contraste entre los Estadios 1 y 2 y los Estadios 2 y 4, en una criatura totalmente desprovista de otras experiencias, debe ser profundo y sorprendente; y la importancia del Estadio 3, como tránsito entre la agonía y, cuando menos, un tierno simulacro de la unidad cósmica del Estadio 1, debe ejercer una poderosa influencia en la visión posterior del mundo que tendrá esa criatura.
Evidentemente, cabe todo el escepticismo que se quiera en la explicación de Grof y en mi versión de ella. Hay muchas preguntas que responder. ¿Son capaces de acordarse del Estadio 2 las criaturas nacidas por cesárea? Al ser sometidas a tratamiento con fármacos psicodélicos, ¿reproducen menos imágenes de terremotos y mareas catastróficas que las nacidas en partos normales? Y contrariamente, ¿son más propensas a contraer el peso psicológico del Estadio 2 las criaturas nacidas tras contracciones uterinas especialmente dolorosas inducidas al «trabajo electivo» por la hormona oxitocina? Si a la madre se le proporciona un fuerte sedante, ¿recordará la criatura, al alcanzar la madurez, una transición muy distinta desde el Estadio 1 directamente al Estadio 4, sin hacer nunca un relato radiante en una experiencia peritanática? ¿Pueden los neonatos resolver una imagen en el momento del nacimiento o son tan sólo sensibles a la luz y a la oscuridad? ¿Puede ser que la descripción, en una experiencia próxima a la muerte, de un dios brillante y cubierto de pelo sea una reposición perfeccionada de una imagen neonatal imperfecta? ¿Se seleccionaron los pacientes de Grof entre la más amplia serie posible de seres humanos, o están restringidos los relatos a un subconjunto no representativo de la comunidad humana?
Es fácil comprender que puede haber más objeciones personales a esas ideas. Una resistencia parecida tal vez a ese tipo de chauvinismo que se detecta en algunas justificaciones de las costumbres gastronómicas de los carnívoros: las langostas marinas no tienen sistema nervioso central; no les sabe mal que las dejen caer vivas en el agua hirviendo. Bien, es posible. Pero los aficionados a las langostas tienen evidente interés en favor de esa hipótesis concreta sobre la neurofisiología del dolor. De igual forma, me pregunto si los adultos no tienen un marcado interés por creer que las criaturas sólo poseen poderes de percepción y memoria muy limitados, que no existe forma en que la experiencia del nacimiento pueda ejercer una influencia profunda y, en particular, una influencia profundamente negativa.
Si Grof está efectivamente en lo cierto, debemos preguntarnos por qué son posibles esos recuerdos. Por qué, si la experiencia perinatal ha producido una enorme desdicha, la evolución no ha descartado las consecuencias psicológicas negativas. Hay algunos parámetros que los recién nacidos tienen que cumplir: tienen que ser buenos chupadores; si no, morirían. Deben ser bellos, porque por lo menos en épocas anteriores de la historia humana, las criaturas que de alguna manera parecían atrayentes eran cuidadas con mayor esmero. Pero, ¿deben ver imágenes de su entorno los recién nacidos? ¿Deben recordar los horrores de la experiencia perinatal? ¿En qué sentido hay un valor de supervivencia en ello? La respuesta puede ser la de que los pros superan a las contras; tal vez la pérdida de un universo al que estamos perfectamente ajustados nos estimula poderosamente a cambiar el mundo y a mejorar las condiciones del hombre. Tal vez esta voluntad de esfuerzo y búsqueda que posee el espíritu humano no existiría si no fuese por los horrores del nacimiento.
Me fascina —y así lo puse de manifiesto en mi obra Los dragones del Edén— el hecho de que el dolor del trabajo de parto sea especialmente importante en las madres humanas, debido al enorme crecimiento del cerebro en los últimos millones de años. Pareciera que nuestra creciente inteligencia fuese la fuente de nuestra desdicha; pero también indicaría que nuestra desdicha es la fuente de nuestra fuerza como especie.
Estas ideas pueden arrojar alguna luz sobre el origen y la naturaleza de la religión. La mayoría de las religiones occidentales defienden la existencia de una vida después de la muerte; las orientales hablan de un alivio gracias a un amplio ciclo de muertes y nacimientos. Pero ambas prometen un cielo o un satori, una reunión idílica del individuo con el universo, un retorno al Estadio 1. Cada nacimiento es una muerte, cuando la criatura abandona el mundo amniótico. Pero los devotos de la reencarnación sostienen que toda muerte es un nacimiento: una proposición que hubiese podido surgir de experiencias peritanáticas en las que la memoria perinatal fuese identificada como una reposición del nacimiento. («Oímos un golpe seco en el ataúd. Lo abrimos y resultó que Abdul no había muerto. Se había despertado tras una larga enfermedad que había arrojado sobre él su hechizo, y explicó una extraña historia acerca de haber nacido de nuevo».)
¿Acaso la fascinación occidental por el castigo y la redención no podría ser un intento de dar algún sentido al Estadio 2 perinatal? ¿No es mejor ser castigado por algo —por muy inverosímil que sea, como el pecado original— que serlo por nada? Y el Estadio 3 se parece mucho a lo que debía ser aquella experiencia común, compartida por todos los seres humanos, implantada en nuestras más tempranas memorias y recuperada en ocasiones, como en las epifanías religiosas, como en esas experiencias próximas a la muerte. Es tentador intentar explicar otros complejos motivos religiosos en esos términos. In útero no sabemos prácticamente nada. En el Estadio 2, el feto acumula experiencia sobre lo que muy bien puede llamarse posteriormente el mal (y entonces es empujado a abandonar el útero). Es fascinantemente parecido a comer la fruta del conocimiento del bien y el mal y luego ser «expulsado» del Edén. En la famosa pintura de Miguel Ángel que se encuentra en la bóveda de la Capilla Sixtina, ¿es el dedo de Dios el dedo de un obstetra? ¿Por qué el bautismo, especialmente el antiguo bautismo por inmersión total, se considera generalmente como un nuevo y simbólico nacimiento? ¿Es el agua sagrada una metáfora del líquido amniótico? ¿No es acaso todo el concepto del bautismo y la experiencia de «volver a nacer» un reconocimiento explícito de la relación entre el nacimiento y la religiosidad mística?
Si estudiamos las religiones, que se cuentan por miles en el planeta Tierra, quedaremos impresionados por su enorme diversidad. Y comprobaremos con estupor que algunas de ellas son solemnes tonterías. En los detalles doctrinales, es muy raro el acuerdo. Pero muchos buenos y grandes hombres y mujeres han afirmado que tras las aparentes divergencias existe una unidad fundamental e importante; debajo de las idioteces doctrinales existe una verdad básica y esencial. Hay dos tipos muy distintos de actitudes ante los principios religiosos. Por un lado están los creyentes —a menudo crédulos— que aceptan a pies juntillas una religión recibida, aun cuando pueda tener inconsistencias internas o estar en grave contradicción con lo que sabemos acerca del mundo externo y de nosotros mismos. Por otro lado están los escépticos estrictos, quienes consideran que todo este sistema es un fárrago de tonterías propias de débiles mentales. Algunos de los que se consideran sobrios racionalistas se resisten a considerar incluso el enorme volumen de experiencias religiosas registradas. Estos conocimientos místicos deben significar algo, pero ¿qué? En conjunto, los seres humanos son inteligentes y creativos, capaces de desentrañar misterios. Si las religiones son fundamentalmente estúpidas, ¿por qué tanta gente cree en ellas?
A lo largo de la historia del hombre las religiones burocráticas se han aliado con las autoridades seglares, y normalmente la tarea de inculcar la fe ha reportado beneficios a los gobernantes de turno. En la India, cuando los brahmanes desearon mantener en la esclavitud a los «intocables», propusieron una justificación divina. Argumentos del mismo tipo fueron utilizados por blancos que se hacían llamar cristianos para justificar la esclavitud de los negros en la época previa a la guerra civil en el Sur de Norteamérica. Los antiguos hebreos citaban las directrices y el estímulo de Dios para explicar el pillaje y el asesinato al azar que en algunas ocasiones cometieron sobre pueblos inocentes. En la Edad Media, la Iglesia mantenía viva la esperanza de una vida gloriosa después de la muerte entre aquellos que exigían satisfacción por su situación mísera y baja. Los ejemplos pueden multiplicarse hasta el infinito, hasta incluir a casi todas las religiones del mundo. Puede entenderse fácilmente por qué la oligarquía ha favorecido la religión cuando, como ocurre a menudo, la religión justifica la opresión (como hizo Platón, un decidido defensor de la quema de libros, en La República). Pero, ¿por qué los oprimidos se apuntan igualmente a esas doctrinas teocráticas?
Me parece que la aceptación general de las ideas religiosas sólo puede explicarse pensando que hay algo en ellas que sintoniza con un cierto conocimiento nuestro, algo profundo y melancólico, algo que todos consideramos central para nuestro ser. Mi propuesta es que ese miedo común es el nacimiento. La religión es fundamentalmente mística: los dioses son inescrutables. Los principios religiosos son atrayentes y poco firmes porque, en mi opinión, las percepciones borrosas y las premoniciones vagas son lo más que pueden alcanzar los recién nacidos. Considero que el núcleo místico de la experiencia religiosa no es ni verdadero al pie de la letra, ni perniciosamente equivocado. Es más bien un intento atrevido y defectuoso de tomar contacto con la experiencia más temprana y profunda de nuestras vidas. La doctrina religiosa es difusa en lo fundamental, ya que ninguna persona en el momento de su nacimiento posee la necesaria capacidad para fijar ideas y volverlas a contar para dar una versión coherente del acontecimiento. Todas las religiones que se han mantenido han debido poseer en sus núcleos algo que entrase en resonancia, no explícita y quizá incluso inconsciente, con la experiencia perinatal. Acaso cuando se desvelen las influencias seculares aparecerá que las religiones que más éxito tienen son aquellas que mejor logran esa resonancia.
Las creencias religiosas han resistido con vigor cualquier intento de explicación racional. Voltaire afirmaba que, de no existir Dios, el hombre se vería obligado a inventarlo; y fue denostado por esa afirmación. Freud propuso que un Dios paternalista es en parte nuestra proyección como adultos de nuestras percepciones natales hacia nuestros padres; a su libro sobre la religión le dio el titulo de El porvenir de una ilusión. No fue tan desdeñado como podríamos pensar por sus opiniones, pero tal vez sólo porque ya había demostrado su capacidad al sobrevivir cuando fue desacreditado por introducir ideas tan escandalosas como la sexualidad infantil.
¿Por qué es tan poderosa en la religión la constante oposición a un discurso racional y al argumento razonado? Creo que se debe, en parte, a que nuestras experiencias perinatales habituales son reales, aunque se resisten a un recuerdo preciso. Los seres humanos, y nuestros antepasados y parientes colaterales, como los hombres de Neanderthal, posiblemente sean los primeros organismos de este planeta que han tenido clara conciencia de la inevitabilidad de nuestro propio final. Moriremos, y tenemos miedo de la muerte. Este miedo es de ámbito mundial y transcultural; posiblemente tenga un considerable valor de supervivencia. Los que desean posponer o evitar la muerte pueden lograrlo mejorando el mundo, reduciendo sus peligros, haciendo hijos que vivan una vez estemos muertos, y creando grandes obras por las que ser recordados. Los que proponen un discurso racional y escéptico sobre temas religiosos aparecen como los contestatarios de la tradicional solución al miedo humano ante la muerte, la hipótesis de que el alma vive tras el fallecimiento del cuerpo. Como la mayoría de nosotros sentimos fuertemente el deseo de no morir, no hacen que nos sintamos cómodos quienes sugieren que la muerte es el final de todo y que la personalidad y el alma de cada uno de nosotros no ha de sobrevivir. Pero la hipótesis del alma y la de Dios son separables; de hecho, existen culturas en las que puede encontrarse una y no la otra. En cualquier caso, no haremos avanzar la causa humana si nos negamos a considerar las ideas que nos inspiran miedo.
No todos los que se plantean preguntas sobre la hipótesis de Dios y la hipótesis del alma son ateos. Un ateo es aquel que tiene la seguridad de que Dios no existe, alguien que dispone de pruebas convincentes en contra de la existencia de Dios. Yo no conozco esas pruebas convincentes. Dado que Dios puede relegarse a tiempos y lugares remotos y a las ultimas causas, tendríamos que saber mucho más acerca del universo de lo que hoy sabemos para estar seguros de que no existe ese Dios. Estar seguros de la existencia de Dios, y estar seguros de la inexistencia de Dios me parecen los extremos definitivos de un tema tan repleto de dudas e incertidumbres, que inspira poca confianza pensar en nada definitivo. Podrán admitirse muchas posiciones intermedias y, teniendo en cuenta la enorme carga emocional que pesa sobre el tema, la herramienta esencial para ir cubriendo nuestra ignorancia colectiva sobre la existencia de Dios es una mente abierta, valiente e indagadora.
Cuando doy conferencias sobre ciencia popular o pseudociencia (como las que menciono en los capítulos 5 al 8 de este libro) me preguntan a veces si no debería aplicarse el mismo tipo de crítica a la doctrina religiosa. Evidentemente, mi respuesta es sí. La libertad religiosa, uno de los pilares sobre los que se fundaron los Estados Unidos, es esencial para la libertad de investigación. Pero no conlleva ninguna inmunidad ante la critica o la reinterpretación para las propias religiones. Sólo aquellos que formulan preguntas pueden descubrir la verdad. No quiero volver a insistir en si estas relaciones entre la religión y la experiencia perinatal son correctas u originales. Muchas de ellas están, por lo menos, implícitas en las ideas de Stanislav Grof y de la escuelas de psiquiatría, especialmente las de Otto Rank, Sandor Ferenczi y Sigmund Freud. Pero vale la pena pensar un poco en ello.
Es obvio que existen muchas más cosas sobre el origen de la religión que las que sugieren estas sencillas ideas. No propongo que la teología sea simplemente fisiología. Pero, suponiendo que seamos efectivamente capaces de recordar nuestras experiencias perinatales, resultaría sorprendente que no afectasen a lo más profundo de nuestras actitudes ante el nacimiento y la muerte, el sexo y la infancia, los medios y los fines, la causalidad y Dios.
Y la cosmología. Los astrónomos estudiosos de la naturaleza del origen y el destino del universo llevan a cabo observaciones complicadas, describen el cosmos en términos de ecuaciones diferenciales y de cálculo tensorial, examinan el universo barriendo desde los rayos X a las ondas de radio, cuentan las galaxias y determinan sus movimientos y distancias… y cuando todo eso ya está, entonces hay que elegir entre tres puntos de vista distintos: una cosmología de Estado Estable, bienaventurado y quieto; un Universo Oscilante, en expansión y contracción, indefinidamente; y un universo en expansión por Big Bang, en el que el cosmos se crea en un acontecimiento violento, bañado en radiación («Hágase la luz») y luego crece y se enfría, evoluciona y se hace inactivo, como vimos en el capítulo anterior. Es llamativo que esas tres cosmologías se parezcan con una precisión torpe y casi embarazosa a las experiencias perinatales humanas de los Estadios 1, 2 y 3 más 4, respectivamente.
Resulta muy sencillo para los astrónomos modernos reírse de las cosmologías de otras culturas, por ejemplo, de la idea dogon de que el universo era incubado en un huevo cósmico (capitulo 6). Pero a la luz de las ideas que acabo de presentar, voy a ser mucho más prudente en mi actitud con respecto a las cosmologías populares: su antropocentrismo es tan sólo algo más sencillo de discernir que el nuestro. ¿No podrían ser una metáfora amniótica las intrigantes referencias babilonias y bíblicas a aguas «por encima y por debajo del firmamento», que Tomás de Aquino se esforzó tan obstinadamente por reconciliar con la física aristotélica? ¿Somos incapaces de construir una cosmología que no sea una críptica descripción matemática de nuestros orígenes personales?
Las ecuaciones de la relatividad general de Einstein admiten una solución en la que el universo se expande. Pero Einstein, inexplicablemente, desestimó esa solución y optó por un cosmos absolutamente estático, incapaz de evolucionar. ¿Es demasiado obtuso preguntarse si ese descuido tenia orígenes perinatales y no matemáticos? Los físicos y astrónomos mantienen una probada resistencia a aceptar las cosmologías Big Bang en las que el universo se expande indefinidamente, aunque los teólogos occidentales convencionales están más o menos satisfechos con la perspectiva. ¿Puede entenderse ese debate, basado casi con toda certeza en predisposiciones psicológicas, en términos «grofianos»?
No sé hasta qué punto se parecen las experiencias perinatales personales y los modelos cosmológicos particulares. Supongo que es excesivo esperar que los inventores de la hipótesis del Estado Estable hayan nacido todos por cesárea. Pero las analogías son muchas y la posible conexión entre la psiquiatría y la cosmología parece ser muy real. ¿Puede ocurrir que cualquier forma posible de origen y evolución del universo corresponda a una experiencia perinatal humana? ¿Somos criaturas tan limitadas que nos vemos incapaces de construir una cosmología que difiera sustancialmente de alguno de los estadios perinatales? ¿Está nuestra capacidad por conocer el universo encenagada y atascada sin esperanza en las experiencias del nacimiento y la infancia? ¿Estamos predestinados a recapitular nuestros orígenes al pretender comprender el universo? ¿O acaso las observaciones que vamos realizando nos obligaran gradualmente a acomodamos y a comprender ese amplio y temible universo en el que flotamos, perdidos y valientes, siempre indagando?
Es común que las religiones del mundo atribuyan a la Tierra el carácter de nuestra madre y al cielo el de nuestro padre. Así es con Urano y Gea en la mitología griega, y también entre los nativos americanos, los africanos, los polinesios y, de hecho, entre la mayoría de los pueblos del planeta. Sin embargo, el punto culminante de la experiencia perinatal es el de que dejamos a nuestras madres. Lo hacemos primero en el parto y luego cuando nos establecemos en el mundo por nuestra propia cuenta. Por muy penosos que sean esos abandonos, resultan esenciales para la continuidad de la especie humana. ¿Puede tener algo que ver ese hecho con la atracción casi mística que ejercen los vuelos espaciales, por lo menos en muchos de nosotros? ¿No se trata acaso de un abandono de la Madre Tierra, el mundo de nuestros orígenes, para ir en busca de fortuna entre las estrellas? Esa es precisamente la metáfora visual final de la película 2001: Odisea del espacio. Konstantin Tsiolkovsky era un maestro de escuela ruso que formuló muchos de los pasos teóricos que se han dado desde entonces en el desarrollo de la propulsión por cohetes y de los vuelos espaciales. Tsiolkovsky escribió: «La Tierra es la cuna de la humanidad. Pero uno no vive para siempre en la cuna».
Estamos abocados irremediablemente, en mi opinión, a recorrer un camino que nos lleva a las estrellas (a menos que, en una monstruosa capitulación ante la estupidez y la codicia, nos autodestruyamos primero). Y allí, en las profundidades del espacio, parece muy probable que, antes o después, encontremos otros seres inteligentes. Algunos de ellos estarán menos adelantados que nosotros; otros, posiblemente la mayoría, lo estarán más. Me pregunto si todos esos seres espaciales tendrán nacimientos dolorosos. Los seres más avanzados tendrán aptitudes muy superiores a nuestra capacidad de comprensión. En un sentido muy real, nos parecerán algún tipo de dios. La especie humana tendrá que esforzarse mucho para crecer. Quizá nuestros descendientes en aquellos tiempos remotos volverán hacia atrás sus ojos, hacia el largo y errante viaje que recorriera la raza humana desde sus orígenes vagamente recordados en el lejano planeta Tierra, y recopilarán nuestras historias personales y colectivas, nuestro idilio con la ciencia y la religión, con claridad, comprensión y amor.
por Carl Sagan
a modo de una opinion un par de preguntas: qué seria de la astronomia si no fuese por el telescopio? qué sería de la biología si no fuera por el microscopio? qué sería de la psicología si no fuera por las plantas enteogenas? Es posible que el Occidente bajo los paradigmas cartesiano y newtoniano pueda acceder a realidades que trascienden a esas categorías?
Felicitaciones!
Me gustó mucho esta columna, especialmente por mi fascinación por el trabajo de Grof y sus implicancias filosóficas, antropológicas y sociales de sus investigaciones.
Es interesante ver también que el tema no se agota allí, pues existe una inmensidad de fenómenos que van mucho más allá, por ejemplo la comprensión de la atemporalidad de la mente, lo espiritual y el infinito.
Te invito a visitar mi blog en felipelandaeta.blogspot.com