Esta mañana he visto desde cubierta las naves voladoras. Iban a proveer a otro de los barcos dispersos por el mar. Amanecía entre los picos azul oscuro de la Cordillera de los Andes. Todas sus altas laderas negras caían de lleno sobre el rojizo océano Pacífico. Las naves aparecieron por el sudeste, acercándose cada vez más, dejando una estela sonrosada entre las nubes. Cuando pasaron sobre nosotros moviéndose hacia otras ex-ciudades al norte, el sol les dio de pleno, encendiéndolas como veloces pájaros de fuego. Como un ave Fénix, habría pensado, si no fuera porque aquí no hay ni siquiera cenizas de las que algo pueda renacer.
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Llegué al barco Santiago Centro justo para cumplir 40 años. Mientras celebraba solo, mis ex-compatriotas bajaban con sus trajes de buzo desechables a dar una vuelta por las calles sumergidas de la ex-capital. Ex-Santiago de Chile. Esa tarde, conocí a Lucía. “La vida comienza a los cuarenta” me dijo. Ella tenía dos años de vida y era la única persona sobre el barco de menos de 50 años, aparte de mí. Tenía el pelo negro liso y la chasquilla horizontal sobre su frente la hacía parecer algo menor que yo. Gran sonrisa y ojos melancólicos, todo a la vez.
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Hoy he visto a otro de los que no vuelven del paseo submarino. Ha sido muy breve: el océano pintado de rojo, calmo como siempre, y de súbito un montón de burbujas agitando un punto lejos del barco. Quizás se ha tratado de alguien con quien he hablado en estos días. Es extraño que la muerte no dé más que esa señal: burbujas llevándose el último aliento y quizás las últimas palabras de alguien que ha decidido no volver a la superficie.
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Los viejos se han tomado más de cien fotografías contra la cordillera. Es el encanto del absurdo. Hace veinte años, entre esas montañas y el mar había un delgado país con casi veinte millones de habitantes. La población actual es de unas quinientas personas, repartidas en veinte barcos a lo largo del ex-territorio, cada uno anclado sobre una ex-ciudad.
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Esta fue la explicación que le di a Lucía: imagina que eres un niño de seis años, y al lado tuyo, en la playa, tu primo con el que no te llevas ni bien ni mal comienza a construir un castillo de arena. Pasan los minutos y se forman las torres y los muros, y las conchas marinas decoran el portal, y una caracola carmesí se sitúa sobre la cúpula más alta. Tu primo sonríe al terminar su hermoso castillo, alto y firme y aparentemente tan sólido. Mientras llama a tus tíos para que lo vean, en lo que menos piensa es en la ola que viene junto con la marea de la tarde para transformar todo en barro otra vez. Tu primo llora, sus papás lo levantan y lo consuelan. Como el castillo no es tuyo, tú no sientes nada.
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El cataclismo fue entre mayo y agosto del 2009. Yo fui de los primeros en partir. A mis diecinueve años no me importaba mucho que un país se hundiera en tres meses si eso significaba la oportunidad de estudiar en Nueva York. ¿Qué era Chile? ¿A quién le importaba? Era impresionante, claro está, pero ya había ocurrido en Filipinas y Madagascar. Con la plata del subsidio dejé a mis padres bien instalados en Madrid, lejos de cualquier playa. Ahora que reabrieron hace un año el mar territorial, simplemente me di cuenta de que los pasajes no eran caros. Es decir, no eran tan caros. Haciendo un pequeño esfuerzo, podía pagarlos.
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Esta mañana Lucía ha entrado a mi cabina, camarote o como se llame.
-¿No era anoche tu turno para bajar? -me ha preguntado.
-Me quedé dormido temprano.
Aunque no ha dicho nada, me he sentido como si tuviera que defender mi historia.
-No soy el único. Mucha gente pierde su turno. Me tocará de nuevo en tres días.
-Tú lo has perdido ya tres veces con ésta.
-Siempre ha ocurrido algo. Imprevisiones. ¿Cuántas veces has bajado tú?
-Unas cinco. Nunca llego muy abajo, eso sí. Le tengo miedo a la descompresión…
-¿Bajas y no llegas a la ciudad? Entonces, ¿por qué lo haces?
-Las ruinas no me interesan. Me interesa el lugar.
Como se ha acercado, he aprovechado para tomarle una mano.
-¿Aún no entiendes por qué estoy aquí, cierto? -me ha dicho, retirando la mano sin enojarse. Sin mirarme.
-Ni siquiera entiendo muy bien por qué estoy yo. ¿Hoy me vas a contar?
Ella ya ha llegado hasta la puerta y la ha abierto.
-Después. Te lo prometo.
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De noche las sillas de playa emergen del piso de cubierta. Los androides nos sirven todos los tragos chilenos que pidamos. Es parte del paquete. Los viejos suben y comienzan a charlar. Lucía y yo les llamamos la atención al principio, por nuestra “juventud”. Cuando vieron que no recordábamos mucho del Chile del siglo XX, nos ignoraron amablemente.
-El 2010 era el bicentenario… -comienza a decir Menque mientras yo miro mi vaso. Es vino tinto, hecho con uvas del valle de Aconcagua. Sólo que esas viñas llevan veinte años hundidas; este vino es una cepa genética. ¿O se dice clonada? Como sea, es artificial. No entiendo nada de biología, pero el vino de todas maneras es bueno. Muy amargo.
Lucía alterna su mirada entre el océano y yo. Los viejos han elevado el tono de voz. Al parecer Ruiz, el autoflagelante, de nuevo está discutiendo contra la idea de país que defiende Menque, el auto-complaciente.
-…una ciudad abrumadora y opresiva, la más contaminada de Sudamérica y con la mayor cantidad de enfermedades mentales del hemisferio. Con razón todos los que podían viajar se iban y no volvían…
El capitán, un hindú alto y elegante, se une a la conversación para cambiar los ánimos. Le pregunta a Lucía algo que no escucho.
-Deberíamos haber hecho lo que los japoneses -responde ella. Los demás se calman.
-Nosotros no teníamos tanto dinero como para comprar una de las islas recién emergidas -le contesta Menque. A él, desde ese día, no lo he vuelto a ver.
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-¿Escuchaste lo que decían anoche? -me pregunta Lucía mientras miramos el mar. Es alrededor de las tres de la tarde. Los viejos duermen la siesta, y la tripulación robot del barco está buscando en el agua señales de los desaparecidos en la mañana. Son dos, y ya encontraron la mascarilla de uno.
-No anoche. Pero la escuche después de llegar. Lo mismo de siempre, ¿no?
-Claro. Viva-Chile contra No-me-importa-Chile. Sólo que pensé… -duda un momento. El viento le desordena la chasquilla pero no altera su sonrisa suave ni sus ojos tristes-. Pensé que si los no-me-importa se quejan tanto… ¿Qué están haciendo acá?
-Yo también lo había pensado.
-Claro, pero lo más extraño es que los viva-Chile no lo piensan nunca. O por lo menos nunca le hacen esa pregunta a los no-me-importa.
Uno de los androides azulados encontró la otra mascarilla. Eso significa que los dos desaparecidos se han suicidado, y que ya pueden volver al barco. La gente viene acá a morir, y a los que siguen vivos no les importa. O si les importa, no lo dicen.
-Yo creo que sí lo piensan, Lucía. Pero no pueden usar ese argumento. Es como una palabra prohibida en el juego.
Cuando vuelven los androides y le dan el informe al capitán, alcanzo a escuchar el nombre de Menque.
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Ruiz me ha hablado hoy día. Me ha preguntado sobre mi familia, sobre mi vida, sobre los veinte años que llevo fuera. Le he dicho que vivo en Nueva York. No le he querido contar mucho más, no sé por qué. Le he explicado amablemente que prefiero no decir mucho, y él me ha contado que con todos pasa lo mismo. Nadie habla mucho sobre su vida en el mundo. Todos los que tienen su edad (o sea, todos excepto Lucía y yo) prefieren recordar su vida en Chile.
Me he ido a la cama con la imagen de Ruiz. Su rostro arrugado, sus ojos azules y grandes, y su boca temblorosa preguntándome: “Pero tú tienes familia, hijos, una vida, ¿cierto?”
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En la tarde refrescó un poco, pero la noche es calurosa y tranquila; todo el mundo está en el lado este del Santiago Centro, mirando la cordillera pintarse de negro, recortándose contra las estrellas. Lucía y yo, del lado oeste, hemos preferido mirar hacia el resto del Pacífico.
-Estás esperando que te cuente, ¿no?
-Me lo prometiste.
Ella espera que el androide le sirva su tinto (cepa genética original del valle del Maipo) antes de comenzar a hablar.
-Federico era mi novio en ese tiempo. Era una relación bastante feliz y perfecta. Tú sabes como son las cosas a los 21 años. Cuando los geólogos dijeron que en Chile también habría deslizamiento de placas, él supo que sus padres no partirían. Se quedó con ellos. Fue una de las 7.438 personas que se negaron a trasladarse. Yo viajé a Italia, me sentí muy triste por dos años, luego logré olvidarlo. Volví a vivir, me casé y formé una bella familia.
Comienza a dudar, como si lo anterior lo hubiera recitado miles de veces y lo que viniera ahora lo estuviera recién redactando.
-Cuando supe lo de la reapertura, bueno… me hizo mal. Tuve una pequeña, digamos, crisis. Lo hablé con todos, y fui a ver a una psiquiatra. Primera vez en mi vida. Ella me aplicó el nuevo test cerebral. Poder ver tus sueños. Yo nunca soñaba… eso creía, pero ella me mostró que sí lo hacía. Resultó que soñaba con burbujas. Burbujas que salían del mar. En el mar se estaba hundiendo Federico, y yo saltaba al agua para morir con él.
Las luces de los otros barcos, el Florida al sur y el Maipú al oeste, se reflejan en sus ojos negros, como las estrellas en el océano.
-Había soñado con eso durante veinte años.
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Ruiz se puso hoy su traje de buzo. Le echó una mirada al capitán y a los otros que esperaban su turno. Yo vi sus ojos azules detrás de la mascarilla. Era extraño: sin el marco de las arrugas y los lunares, se veía que eran ojos de adolescente. Pero de adolescente con depresión. Eran ojos tristes. Luego se lanzó al agua y no volvió a subir. Nadie vio sus burbujas. Los androides no hallaron su mascarilla.
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El capitán del barco es el único miembro humano de la tripulación, y eso a medias. He descubierto que su pierna izquierda es de metal y plástico verde. Los ex-chilenos viejos hablan con los ex-chilenos viejos. Como yo no sé ex-qué-diablos soy, y no he visto a Lucía, hablo con él.
-Balance del día dieciocho de septiembre -me explica después de transmitir al La Serena y al Concepción-: bajan veinte, vuelven siete. Esta es una fecha especial, parece.
-Fiestas patrias -le explico-. Aniversario de la independencia.
-Por supuesto. A propósito, no se lo tome mal, pero… la dama joven que lo acompañaba no ha vuelto.
-¿No? -Me siento extraño por un segundo. Recuerdo la sonrisa de Lucía. Siempre sonreía, pero siempre estaba triste. Recuerdo el castillo de mi primo. Como no es tuyo, no sientes nada-. Algún día tenía que ocurrir, creo.
-Así es. Mire, para mí todo esto es… Ya he sido capitán en Japón, en Madagascar, en Filipinas… Es siempre lo mismo. La amargura, los viejos, los que bajan una y otra vez a ver la ciudad hasta que la tristeza los deja allá abajo. Los jóvenes como ustedes también se repiten.
-¿Sí? ¿Entonces por qué no me dice qué va a pasar ahora?
-Yo creo que usted lo sabe.
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Las naves voladoras pasaron de nuevo esta noche, esta vez rumbo al sur. Lucía está muerta y nunca las vio, pienso. También pienso que en la oscuridad, sin el sol, no son tan bellas. Y pienso: aquí no hay ni siquiera cenizas de las que algo pueda renacer.
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Esta mañana el capitán me ha dado el permiso. Antes de hundirme lo miro, y me pregunto si él ve en mis ojos lo que yo vi en los de Ruiz. ¿Quién habrá visto los ojos de Lucía?
No nado. Sólo dejo que los plomos me arrastren. Contemplo el paisaje. Los cardúmenes serpentean entre las avenidas. Los corales se juntan alrededor de los automóviles. Los grandes edificios están todos derrumbados y las algas asoman por sus ventanas. Una sinuosa línea verde a los lejos debe ser el río Mapocho, que cruzaba la ciudad. Todo esto se ve claro desde arriba, pero mientras desciendo la luz de la mañana se pierde.
Cuando por fin toco el suelo, me doy cuenta de que estoy en la Alameda. Con mi linterna algunos vidrios brillan, algunas casas me muestran sus interiores llenos de peces. Ruiz tenía razón. Ahora recuerdo lo plomiza y abrumadora que era esta ciudad. Sin embargo aquí estoy, pensando en qué palabras decir para que las burbujas se las lleven al cielo.
Mientras rompo el tubo de oxígeno, un destello en lo alto me llama la atención. Es el cerro San Cristóbal, casi el centro geográfico de la ciudad. En su cima, cercana a la superficie, la antigua Virgen brilla con los rayos del sol. Las burbujas tapan todo de repente, pero la lejana estatua blanca parece… parece un hermoso pájaro de fuego.[x]
simplemente sublime.
realmente es un placer leer este relato que reboza imaginación, sentimiento y por supuesot un talento envidiable y maduro.
mis mas sinceras felicitaciones.
un gran abrazo.
Pablo Roldan Lopez.