por Marcelo López
“Dedicado a José Luis Álvarez López, abuelo de Sergio Alejandro Amira y un gran contador de historias ”
Durante mis treinta y cuatro años de supervivencia, una de las más clásicas frases clichés que me ha tocado escuchar ha sido: “La realidad siempre supera a la ficción”. Con el paso del tiempo, y algo de experiencia ganada en este complicado caminar por la vida, he ido acumulando un rechazo parido a esta premisa que todo los intelectuales no dudan en repetir en sesudas conversaciones o en extensos discursos de adoración sublime a la “bendita supremacía” de aquella limitada realidad que tanto admiran. Mis dudas sobre la veracidad de aquella cita fue creciendo a medida que ingresaba en los caminos infinitos de la Literatura, en especial de grandes escritores como Franz Kafka, James Ballard y Philip Dick, quienes deformaron a voluntad los sagrados postulados de la realidad y la reinventaron en cada una de sus obras.
En el Cómic este tratamiento sublime lo realiza de manera impecable el creador de Sandman, Neil Gaiman, una especie de Tim Burton de la Literatura gráfica, con hermosas historias de fantasía que no rehuyen a la realidad, complementándola y enriqueciéndola en cada viñeta que escribe. Pero esta modificación de los preceptos considerados reales no había tenido su gran oportunidad en las obras cinematográficas, salvo algunas honrosas excepciones, como son las obras de David Lynch y David Cronenberg, quienes siempre buscaron una relación de normalidad entre la fantasía o Psiquis y los actos de sus personajes. Sin embargo, no existía una película que concentrara todo lo que implica el inequívoco lazo entre lo real y lo fantástico, como caras de una misma moneda.
La película de Tim Burton, El Gran Pez, sintetiza, de manera sencilla y emotiva, aquella natural relación; convirtiéndola en un Manifiesto que representa toda la intencionalidad de sus anteriores películas, en especial, Edward Manos de Tijera, lo que se agradece de sobre manera, ya que no solamente se le puede considerar el gran Manifiesto de su pensamiento cinematográfico, sino que también es una excelente fábula sobre la importancia de la ficción como coadyuvante en la comprensión del mundo que nos rodea. Repito, aquí no se trata de una competencia entre realidad y ficción, sólo de una simbiosis que jamás debería ser olvidada; de lo contrario, nos encontraríamos con honrosos documentales, amputados de toda la magia e irracionalidad que le imprime la imaginación a los hechos del diario vivir. Quizás la presión de los medios y el injusto tratamiento que se le ha ido adjudicando a la fantasía ha extendido una percepción errónea de lo que significa la ficción.
Edward Bloom, el eximio contador de historias de la cinta en cuestión, se alza desde un principio como un espécimen que no se deja capturar por los anzuelos que otros le ofrecen, y a cambio, se propone adornar su azarosa vida con preciosos toques de magia que agudizan los oídos de sus receptores. En esta peligrosa elección, que comienza con el alejamiento de su pueblo natal, él decide tomar el camino más difícil, simbolizado en la elección que hace, entre el nuevo camino pavimentado y el viejo sendero que comunican a su pueblo con el resto del país. En aquella simple elección se resume el largo trayecto que deberá recorrer en su vida, dejando atrás la seguridad de su fama de “héroe pueblerino” y enfrentándose al anonimato que le deparaba su arriesgada elección. Mientras escribo estas palabras se me viene a la memoria una de las pocas, y quizás, la única conversación que logré tener con mi abuelo, allá en mi tierra natal, Antofagasta. El anciano empresario habló durante horas sobre su esforzada vida de comerciante, dándome todo lujo de detalles sobre las personalidades políticas que había conocido y del gran atractivo que ejercía en las mujeres de la época. Sus historias eran una enervante sumatoria de eventos que siempre tenían al signo peso como introducción. Una metódica descripción de hechos reales que estaban vacíos de toda humanidad. Al final intentó darme una moraleja sobre lo exitosa que había sido su vida, vanagloriándose de que sus únicas preocupaciones siempre estuvieron dirigidas a salvaguardar la estabilidad de su estrecho círculo familiar, a saber, una hija de su segundo matrimonio, la hija de esta y su segunda esposa; dejando de lado, como si nada, a seis nietos, dos hijos y a su primera mujer. “Cada uno debe rascarse con sus propias uñas”, era la premisa que había elaborado en sus cincuenta años de trabajo. Gran moraleja. Gran egoísmo. Ciertamente que mi abuelo no se parece en absoluto a Edward Bloom.
Dejemos mi vida privada y regresemos a la película. Edward no se amilana en su empeño, y aunque las cosas no siempre son como esperaba, su persistente entrega lo llevan a conocer la más variada gama de seres humanos, cuyas personalidades sobresalen a todo el ardid fantasioso que les ponía alrededor. La magia de sus descripciones representan los estados y características más relevantes de los personajes que conoce, desde el empresario-licántropo, interpretado por Danny Devito, hasta el ambicioso poeta sin inspiración que termina convertido en millonario.
Afortunadamente, la patética competencia entre realidad y ficción no es un tema en la película ya que ambas constituyen una parte esencial en la representación de la realidad vivida por Edward Bloom. Ambos elementos no podrían existir por separado, ya que permiten una perfecta asimilación de las motivaciones de cada uno de los personajes involucrados, describiendo su complejidad con simples notas de imaginación que funcionan como letales anzuelos con los cuales el protagonista logra atrapar el interés de sus amigos y en especial de su incrédulo hijo. Finalmente, Edward Bloom, El Gran Pez, se convierte en un Gran Pescador que atrapa con su candidez y logra transformar las aletargadas vidas de quienes lo rodean, aunque sea por unos minutos.
Agradezco la posibilidad de haber disfrutado esta película, que con el habitual estilo de Burton, nos lleva a contemplar la esencia misma de las historias, desprovistas de toda la parafernalia simplista que muchos otros nos muestran. Un placer, que afortunadamente, se puede repetir muchas veces con la buena Literatura, y que mucha gente opta por no conocer. Una lástima por ellos, pero una gran felicidad para nosotros, los que aún somos capaces de elegir el camino más difícil, creando hermosos anzuelos en cada historia que leemos, escribimos o dibujamos.
Quizás de eso se trata la vida, de un complejo y enmarañado reflejo de humanidad que nunca dejará de arroparse con el sentimiento verdadero y de esa dignidad entretenida que pocos pueden visualizar con el paso del tiempo. En mi incipiente camino hacia la madurez existen premisas que ya comienzan a elevarse por sobre todas las patéticas reflexiones convencionales que me ha tocado conocer, y la primera de ellas podría traducirse en una frase enseñada por un hombre que deja huella, una frase simple pero con una magnitud que abarca casi la totalidad de la existencia: “La vita comentti domani. Domanni notropo tardi”
Nota: No es fácil escribir sobre una película que vi por primera ve hace unos cincuenta años atrás, sin embargo, creo conveniente hacerlo hoy, a minutos de reunirme con mis grandes amigos de la tercera edad: Lucho, Sergio, Pablo, Jorge, Gabriel, Soledad, Marcelo, Julio, Rodrigo y otros tantos que llegarán. Que el vino nos ilumine y que las historias dibujen nuevamente la hermosa silueta de nuestras vidas.
Marcelo Francisco López González.
(Octogenario lector y porfiado escritor de Ciencia-Ficción)