¿Qué es lo que cuenta Lewis Carroll En Alicia en el País de las Maravillas? ¿De dónde sacó estas ideas tan descabelladas y dementes acerca de mundos desquiciados que se doblan sobre sí mismos, repletos de significados torcidos y realidades rabiosamente alteradas? La primera lección que hay que sacar de este libro, que originalmente iba a llamarse Las aventuras subterráneas de Alicia, es confirmar que los textos que exploran la ficción son generalmente los que más se acercan a la realidad como la conocemos. La ciencia ficción, por ejemplo, se comporta naturalmente como una metáfora muy nítida del contexto histórico y la fantasía es un reflejo ampliado de nuestra realidad más cercana.
Es curioso declarar que la literatura que mejor describe el presente es la del futuro y la que mejor refleja la realidad es la fantasía. Eso hizo Alicia en el País… en su momento, convertirse en el reflejo histérico de un momento particularmente demencial de la historia británica: la era victoriana. El momento en que una isla se convirtió en el centro del planeta, un cruce internacional portuario que acumulaba restos extraños de cargas en tránsito de las más variadas latitudes, convirtiendo sus ciudades en cuadros alucinados repletos de inmigrantes de extrañas culturas, animales exóticos, aromas poderosos, colores nuevos, idiomas desconocidos e historias de marineros acerca de prodigios exagerados por el escorbuto y el opio. Londres como una versión a escala-ciudad de la internet, lo bueno, lo malo, lo despreciable y lo extraordinario mezclados sin concierto. El planeta entero constreñido en una isla donde todo parecía fuera de contexto: una avestruz en el jardín de una mansión, un mandarín chino en la ópera, un selknam patagónico vestido de levita tomando el te en casa de Lord Chattnam. Londres era el Tokyo más demente pero en su versión cyberpunk siglo XIX.
En medio de esta vorágine de información cruzada y sin traducir, campeaban las aterradoras costumbres sociales inglesas de la época: represivas, limitantes y castradoras, la vida como una representación teatral 24/7, sometida al manual de instrucciones más rígido y ridículo de occidente, el arte de vivir elevado a la categoría de suplicio maníaco obsesivo. El sombrerero loco como la representación sicótica de las costumbres victorianas. Alicia en el País… no es más que el grito de terror de un escritor que, a través de ese ejercicio meditativo alucinógeno mántrico que puede ser la escritura, es capaz de sacarse la neblina de los ojos y ver durante un instante la verdad: la realidad es monstruosa. El libro Alicia en el País… no es un libro para infantes, es la forma lúcida en que un niño ve el circo freak que se despliega frente a él en el borde de su pubertad, como quien despierta de pie al borde de un acantilado al que debe saltar. La extrema lucidez del niño que despierta de su sueño de infancia y ve a todos los emperadores desnudos del mundo, todas las atrocidades, todas las injusticias y los sinsentidos, todo el horror y el espanto al que después nos insensibilizamos para poder seguir funcionando, operando avecinados con el horror. Leer Alicia en el País… como un descenso a los infiernos de la realidad, sólo para constatar que no hay salida, que el regreso no es la promesa del hogar como en ese otro viaje pesadillesco y lleno de connotaciones iniciáticas como es el Mago de Oz, de Frank Baum, sino la validación de una verdad demoledora: no hay otra escapatoria posible que no sea la ceguera, la aceptación de las normas, la civilización y el rito, es decir, la adultez. Frente al horror no hay otra escapatoria que la insensibilidad al horror. Ese es el verdadero cáliz que hay que beber para transformarse en adulto y poder operar en medio del espanto. «Te estábamos esperando», le dice el sombrerero loco a Alicia.
El libro es descarnado, no hay redención, no hay Beatriz ni Grial, sólo el viaje a través del absurdo horrendo que es el mundo fabricado por el monarca, el burócrata y el mandamás. Alicia es una espectadora, la sonda que sale a ver la realidad y que nos cuenta la desnudez de las cosas desprovistas de moral o mensaje reivindicador. No hay dios, no hay orden, no hay atisbo de cordura, solo consensos sin sentido abrazados por la gente para no rodar por el caos.
El otro día conversábamos con amigos en una mesa acerca de muchos temas. Bernardita Ojeda, la Nycteris, me dió cátedra acerca de Alicia en el País…, hablamos de lo bien que calzaba la Alicia de Disney en los años ’50 norteamericanos, su propia era victoriana al amparo de la bomba atómica. También hablamos de otras cosas, hablamos de un libro que enseña cómo suicidarse dejando un cadáver bello, hablamos de una generación que está reemplazando los hijos por gatos, de la posibilidad de que el único periodismo posible sea el terrorismo noticioso apocalíptico on-line, hablamos de niños que fabrican droga a partir de medicamentos de libre expendio, hablamos de una mujer que exhibía a su hijo deforme como un alien a cambio de monedas, de un tipo que fabricaba anfetaminas caseras diseñadas por los nazi, de la posibilidad de que Chile termine siendo declarado inhabitable por los constantes terremotos y que un país completo deba ser evacuado, de una historia acerca de alguien que fumaba muertos y de que la soya modificada genéticamente que se vendía en USA le producía pelos en las encías a roedores de prueba. Hablamos de cosas que pasan. Como Alicia en el País…, que es un sneak peek a la realidad tal como es cuando somos capaces de sacarnos el velo de los ojos y vemos la vida como realmente es: un torbellino caótico en donde nos equilibramos apenas sobre un diminuto orden acordado, con los ojos cerrados para no volvernos locos.[x]
Este artículo corresponde a la versión completa de un texto originalmente publicado en La Nación.
Imagen: Alice by ~f