Rodrigo Mundaca Contreras
Me gustó la película. Visualmente impecable, argumentalmente coherente. Completa la cadena con el eslabón más importante en la historia. Esa misma que se inició hace casi tres décadas y que de facto impuso un nuevo paradigma en la historia del cine de ciencia ficción.
Los fanáticos están dispensados para dedicarme sus más ponzoñosos epítetos cuando les diga que puedo resumir Star Wars en pocas frases. Podría decir, por ejemplo, que la segunda trilogía es la historia del descubrimiento de un héroe destinado a destruir la Maldad, la aventura que vive conforme va madurando y adquiriendo nuevas habilidades necesarias para su misión, y el enfrentamiento y ulterior triunfo sobre la Maldad.
La primera trilogía está centrada evidentemente en otro héroe, pero esta vez marcado con un sino desfavorable que lo lleva, finalmente, a convertirse en la Maldad, contra lo cual el héroe de la segunda trilogía debe enfrentarse. La motivación principal que impulsa a este héroe/antihéroe y que lo lleva a la perdición es lo que motiva a todo ser humano en algún momento de su vida: amor erótico y ansias de crecimiento personal/profesional.
Obviamente la película me entretuvo muchísimo. ¿Y a quién no? Ver todas esas naves espaciales disparando, esquivando, luchando, huyendo y destruyendo con un nivel de efectos especiales tal, que sencillamente uno se olvida que todo esas imágenes no tienen mayor realidad que la de un algoritmo computando soluciones (*).
Al cine fui con dos amigos. Uno de ellos a su vez fue con uno de sus hijos, de unos diez años de edad. Cuando las grandes y amarillas letras STAR WARS comenzaron a subir por la pantalla, uno de ellos me dio un pellizco en el brazo. Parecía no creer estar presenciando el capítulo final de una historia que, para él, había comenzado a la edad del crío de diez años que estaba sentado un poco más allá.
Yo, a mi vez, estaba impactado, pero lamentablemente no en la intensidad de mis amigos, ni tampoco por la mismas razones. Ellos, si se me permite la imbecilidad (**), “crecieron con Star Wars”, e imagino que poner punto final a esta historia, después de tanto tiempo, algún tipo de significado debía tener.
Como decía, yo estaba impactado, pero básicamente por la música y la vertiginosidad de la acción. Viendo esas imágenes era como transportarme a alguna de esas clásicas space ópera que tanto me gusta leer. Yo no crecí con Star Wars, y no vi las películas sino hasta cuando las estrenaron en la TV. Sólo me llamaba la atención aquel caballero oscuro de respirar dificultoso y, por supuesto, los sables láser.
Más de una vez he llegado a pensar que si bien existen millones de personas que van al cine a ver la saga, y rezan a sus respectivas divinidades pidiendo la buena salud de George Lucas, creo que la mayoría de ellas no entiende lo que está viendo. Creo que la mayoría no lee el texto que telonea cada película. Creo que la mayoría sólo recuerda la frase “yo soy tu padre” y que Harrison Ford aparece jovencito en las películas. Para decir esto me baso simplemente en mí mismo. No fue sino hasta hace poco tiempo que decidí entender la historia completa. Y aún ahora hay cabos que no he terminado de atar. El punto es que si yo, un ávido lector de ciencia ficción, apenas está enterado de la historia detrás del paradigma de la ciencia ficción parafernálica y multimillonaria, entonces la mayoría necesariamente debe tener un conocimiento aún menor. Todo esto, obviamente, no impide disfrutar del espectáculo que son las películas; del mismo modo que no es necesario entender por qué dos mujeres pelean en el barro: sólo importa el espectáculo y el placer visual.
por Rodrigo Mundaca Contreras
(*) De todas formas ¿quién conoce una definición satisfactoria de realidad?
(**) Nadie que sea saludable mentalmente crece con un show de TV.