por Luis Saavedra V.
Cuando era más joven –o menos viejo, como algunos me han sugerido–, me jactaba de poder expresarme de manera académica y culta con una pobre agilidad mental y un lenguaje muy poco floreado y en forma alguna culto. Una vez que me di cuenta de ese defecto intenté durante mucho tiempo subsanar esta falencia leyendo a los grandes pensadores como Hegel y Kant, y sus devaneos titánicos entre el ser y el no-ser. Sin embargo, en esa desigual lucha salía triste y angustiado, sin haber sacado en conclusión nada sino dolores de cabeza. Creía, a veces –en esas rondas de depresiones tan características–, que mi entendimiento era tan corto que me consideraba un poco por debajo de la escala evolutiva. Como siempre, la duda es terrible… Con el tiempo aprendí a diferenciar las frases aparentemente lacónicas de estos intelectuales, llenas de oscuras referencias, y a notar una fuerte tendencia que muchos de ellos, a través de 200 años de existencia del mundo contemporáneo, han ejercido: el amor a lo críptico.
Efectivamente, los intelectuales caen enamorados frente a adjetivos, adverbios y sustantivos como ortodoxos que dificultan el entendimiento, así como de las metáforas de alto vuelo que son difíciles de visualizar. Quizás es debido en parte a que la acumulación del conocimiento ha requerido de neologismos que, con la rapidez con que se acumulan, el hombre común no ha tenido el tiempo de digerirlos antes de la próxima hornada de términos, por ejemplo en la ciencia. Pero mi certidumbre es que nuestra sociedad rinde culto a quien logre confundir la razón con palabras poco tópicas, diciendo en su dialéctica poco y nada con mucho.
Ejemplar de esta naturaleza ha sido Jean-Jacques Rousseau, reverenciado en la civilización occidental por la profunda influencia de su pensamiento, pero que en la práctica era un mentiroso compulsivo y casi nulo como ente político, y sólo hoy nos venimos a dar cuenta debido a la magnífica filigrana retórica que construyó a su alrededor. Otro tótem que hemos entronizado es Jean-Paul Sartre, el gran existencialista, que sufría de una verborrea hasta el límite de que se le reverenciara por ello –como un antiguo rey se rodeó de una corte siempre dispuesta a escucharle–, y si bien tuvo el privilegio de denunciar la insubstancialidad del hombre no dejó ningún cuerpo de doctrina ni verdad luminosa como para merecer la honra de tantos. Todo esto, y muchos otros ejemplos más, me ayudan a describir la base de mi teoría: la ciencia ficción es críptica.
Por definición ya es casi imposible delimitarla sin hacer uso de teorías sociales y literarias para iniciados. En fin. Pero concretémonos:
El carácter críptico incomprensible no responde casi nunca a la hondura o dificultad real del pensamiento. Depende del uso de términos abstrusos, de neologismos o ‘términos’ en vez de palabras de la lengua viva, que tienen que ser definidos –y no lo son o muy imprecisamente–, con lo cual los textos resultan escritos en un alfabeto desconocido. Por eso son incomprensibles, aunque en su contenido sean triviales, como es ininteligible un anuncio de aspirina en caracteres que no podemos leer.
La cita corresponde a Julián Marías, miembro de la Real Academia Española de la Lengua, y pretende expresar, básicamente, que no es culpa del concepto la incomprensión sino la representación que se hace de éste. Análogamente, en la ciencia ficción podemos encontrar muchos e indicadores ejemplos de esto; uno de ellos son las novelas de ciencia ficción dura y su sobreexplotación de términos científicos y técnicos, cuya función se dirige a la necesidad de establecer un marco altamente probable para la trama, pero si bien fomentan ese apego a la realidad también la confunden a quien asiste a estos esfuerzos, su abuso es contraproducente en el ambiente de la novela. En Mundo Anillo, de Larry Niven, se introducen términos como “terminátor” y “Roseta de Kemplerer” que se nos revelan a través de la trama y resultan, la mayoría de las veces, gratuitas, pero que parecen complacer una secreta tendencia del autor para demostrarnos cuánto sabe de ciencias duras. Por otra parte, se nos brindan las explicaciones correspondientes al término pero el remedio es peor que la cura, una “Roseta de Kemplerer” es como sigue: “Se cogen tres o más masas iguales. Se sitúan en los vértices de un polígono equilátero y se les dan velocidades angulares iguales respecto a su centro de masa.” La gratuidad de la palabra no queda anulada con la explicación, en cambio, la explicación queda anulada por sí misma, se vuelve gratuita cuando resulta más críptica que la palabra. Los efectos gratuitos brindados al lector entorpecen el objetivo mismo de la novela, haciéndola difícil y elitista. No, a una película no la hacen los efectos especiales.
En el seno de la actividad que genera la ciencia ficción –o fándom, cayendo en el juego–, también vemos esta misma inclinación. Aunque en Latinoamérica sólo seamos herederos de las convenciones del Norte y, creo, nos llegan más inofensivas, en general, tendemos a demostrar nuestra encriptación encerrándonos en un lenguaje de redefinición de nuestras actividades ligadas al género. Una publicación de aficionados es un “fanzine” y una columna de correspondencia es una “lettercol”. Estas convenciones de la lengua sólo sirven al entorpecimiento de las comunicaciones entre nosotros y la corriente principal, generando un ghetto autoimpuesto.
Vamos a Julián Marías nuevamente:
Cuando un autor hace afirmaciones que no son evidentes y no justifica, la intelección queda en suspenso; reclama una especie de acto de fe, fundado en el prestigio que se le atribuya, y hay una adhesión provisional a la tesis recién leída o escuchada; pero cuando a ésta siguen otras y otras, en las mismas condiciones, se pierde pie, ya no se sabe de qué se está tratando, y en lugar de claridad, se cae en una oscura conclusión. Por eso no es posible resumir, formen términos propios la doctrina recibida; esto significa que no ha sido posible apropiársela, hacerla ‘propia’, conseguir que forme parte de la realidad del lector o del oyente. Es la fórmula misma de la esterilidad.
El problema subyacente en una sociedad –o grupo– que ha decidido crear sus propios códigos, es el que exige un acto de fe tan grande que la obliga a permanecer desconectada de los demás acontecimientos y ser desconectada cuando no ha sido posible entenderla y asumirla. Un ejemplo representan las diversas asociaciones que se forman alrededor de las series de cf televisiva, en donde las sesiones regulares se transforman en una Torre de Babel: además de exigir un nivel de conocimientos muy alto, la diversidad de temas compone un ambiente propicio para que el recién llegado se sienta cohibido y, entre los complejos de inferioridad y frustración, parta hacia rumbos donde no le exijan un prerrequisito tan alto. En general, la ciencia ficción es un grupo tan hermético por su propia cripticidad que su esfera cognitiva no admite más elementos que los propios.
Cuando leemos o escribimos en nuestros “fanzines”, damos por sabido qué fue de “La Edad de Oro”, en condiciones que en todo campo existe una edad de oro, o “La Nueva Cosa”, y se da por sentada la importancia de escritores como Robert Silverberg y George R.R. Martin. Omitimos toda referencia a procesos científicos, técnicos o ficticios como la descomprensión, la teoría cuántica, las distopías, ucronías, etc. Sin darnos cuenta hacemos abuso de nuestra condición críptica y nos jactamos de ella autoproclamándonos un grupo intelectual de élite.
Sin embargo, ésta no es una denuncia para el derrocamiento completo del género y sus convenciones, y muchos menos una justificación. De hecho, el asunto incluye lo que ha sido el desarrollo histórico de la ciencia ficción, de la que todos nos consideramos herederos, en el hecho de que no nos podemos negar toda nuestra base que, después de todo, ya se ha vuelto tan compleja que se hace ineluctable la encriptación de códigos, por medio de la especialización. Pero lo críptico conlleva al descrédito del pensamiento teórico, en general, y la distorsión de la visión de quienes están afuera como observadores se desvirtúa más. Esta es una de las principales razones del desconocimiento del género.
Si constituirse un ghetto –como el “ghetto dorado” que indica el historiador James Gunn– trajo beneficios en las primeras décadas del género en los Estados Unidos, desde el punto de vista de preservación y recombinación de sus ideas fuerza, ahora existen argumentos suficientes para una mayor apertura. En Latinoamérica, el ghetto sigue siendo una forma de autopreservación, no obstante en España, al tenor de los últimos años de expansión de mercado, la ciencia ficción se ha vuelto lo suficientemente buena a ojos de un público más amplio y generalista, y es necesaria una reconfiguración de sus paradigmas, o al menos una moderación de su uso. Ya no es necesario que una columna de correspondencia en una revista sea una “lettercol”, ni un aficionado un “fan”, por ejemplo, de modo que el género tenga la suficiente tolerancia para dejar de ser considerado uno menor, bajo el prisma de los críticos.
@1992, 2004 Luis Saavedra V.
Sobre el autor: Luis Saavedra nació en 1971 en Santiago de Chile, es Analista de Sistemas y siempre se interesó en lo fantástico por su estética de colores chillones y sus monstruos enfurecidos con buen gusto por las mujeres. En 1988 se incorporó como un activo miembro de la SOCHIF, de la que fue secretario al poco andar. Luego formaría parte del grupo Ficcionautas, que realizaron cinco convenciones de fines del siglo pasado, y editaría los fanzines Wonderlands y Nadir. Actualmente trabaja en el Banco de Chile y ocupa el resto del tiempo en el fanzine Fobos.