Agujeros Negros: Utopía y Realidad

por Jorge Zanelli

Cuando se habla de utopía se piensa en una idea quimérica, en un paraíso idílico, en un sueño ideal declaradamente imposible de sociedad perfecta. Yo quisiera reivindicar, junto con el carácter de elaboración imaginaria de la utopía, dos cosas más. La primera es que, a veces, este sueño imposible se transforma en realidad. La segunda es el carácter terrorífico o apocalíptico que hay en las utopías desde la de Thomas More, hasta la de George Orwell, pasando por las de Jonathan Swift, Aldous Huxley y Herbert George Wells. En todas estas utopías atroces hay una crítica social y un llamado a la acción.
Lo que presento a continuación no es una utopía social sino la historia de una utopía científica. Aunque se trata de un ejemplo sacado de la física, también se puede reconocer en él un llamado a la acción. No para salvarnos de nuestra propia autodestrucción (para eso no se necesita recurrir a ejemplos tan descabellados) sino para darle espacio a la imaginación y a respetar las ideas que de ella surgen, sin importar lo peregrinas que parezcan. Es más, al parecer las ideas que más lejos llegan son las que parecen más locas a primera vista, aún en la ciencia.

La invención y el descubrimiento

Pero, ¿cómo es esto de inventar utopías en ciencia? A uno le enseñan que los científicos observan, descubren, y deducen proposiciones para nuevas observaciones y descubrimientos…
La realidad, sin embargo, al parecer no es tan simple. El sistema heliocéntrico de Copérnico, la ley de inercia, los microbios, las moléculas, los átomos, el ADN, los quarks, el big bang… ¿fueron resultados de la imaginación o de escarbar en las faldas de Mater Natura?
Quién sabe. Lo que sí es claro es que, al igual que en el descubrimiento de América, en los descubrimientos científicos hay una gran dosis de inspiración creativa que está al comienzo de cualquier avance científico: es aquel “eureka” que sigue resonando desde Arquímedes hasta nuestros días.
Primero está la visión febril de la utopía en la mente alucinada de un investigador desesperado. A veces, la alucinación logra contagiar a otros tan locos o desesperados como el primero y viene la búsqueda frenética e irracional de la quimera. En rarísimos casos la empresa tiene éxito y junto con la gloria, surge la teoría racional que da sustento a lo increíble: la Tierra es redonda y no podría ser de otra forma. Pero eso todo el mundo lo sabe (¡si hasta hay mapas que lo demuestran!).
La gracia está en imaginarse la Tierra redonda antes de que existieran los mapas que ahora conocemos, y en creer tanto en esa idea loca al punto de apostar la vida en una empresa basada en ella.
Los científicos son a veces inspirados soñadores de utopías; son los que imaginan mapas antes de que existan, si es que llegan a existir alguna vez. Otras veces se trata de aventureros ambiciosos y desaforados, arrastrados por una pasión en que se mezclan una curiosidad enfermiza, la embriaguez de sueños gloriosos y el vértigo de llegar primero (2).

Utopía pasión y muerte

Así, la ciencia se nutre de utopías fantásticas y disparatadas; se mueve con la audacia de los exploradores apasionados y ambiciosos. Pero luego es transformada en pieza de museo por esos coleccionistas de trofeos que escriben manuales y es finalmente estrangulada a diario en miles de salas de clases, por legiones de funcionarios encargados por el Estado de pasar materias y tomar pruebas.
Es precisamente por esto último que considero digna del mayor aplauso esta idea del Ministerio de Educación de reivindicar el legítimo derecho a soñar, condición necesaria para crear y crecer. Es un enorme privilegio y una gran oportunidad la que se me brinda al invitárseme a conversar sobre la(s) utopía(s) desde la perspectiva de un investigador.
Lo que sigue es un ejemplo de cómo una idea loca, salida de una mente brillante hace casi doscientos años, se pudo transformar en un objeto terriblemente real, a fuerza de tanto creer en ella.

1. La manzana

Cuenta la leyenda que un día estaba sentado un inglés a la sombra de un árbol cuando vio caer cerca de él una manzana de la variedad Newton. Dicen que este incidente trivial lo llevó a preguntarse por qué los cuerpos pesados caen a la Tierra y para entender esto inventó la fuerza de gravedad que supuestamente nos mantiene a todos pegados al suelo, incluso a quienes viven al otro lado del planeta. Se hizo tan famoso este inglés, que llegó a ser presidente de la Royal Society de Londres y curador de la Real Casa de Moneda del Imperio.
Muy bien: los cuerpos caen, por la fuerza que inventó (¿o descubrió?) Mister Newton. ¿Y por qué la Luna no? Según este mismo señor, no es que la Luna no caiga. Está cayendo tanto como una piedra que lanzamos y que describe un arco antes de chocar con el suelo. Lo que ocurre es que el arco de la trayectoria lunar es muy grande y se pasa de largo. Dicho de otro modo, la Tierra es muy pequeña para el tamaño de la órbita lunar.
Para ilustrar esto, Mister Newton inventó el siguiente esquema en que muestra la trayectoria de una piedra lanzada desde la punta de un cerro V y que cae en el punto D. Lanzada con más velocidad, la piedra caería en E, o en F, o en G… o en ninguna parte, quedándose en órbita. Como la Luna.
Ahora bien, si en lugar de dejar caer un cuerpo, uno lo dispara hacia arriba, éste llega a una altura máxima y luego vuelve al suelo. (Esto es algo que nuestro paso por la escuela no consiguió borrarnos del disco duro). El mismo Mister Newton observó que la altura máxima que alcanza este proyectil depende directamente de la velocidad con la que lo lanzamos: mientras más fuerte, más alto.
Lo notable es que la altura depende sólo de la velocidad del disparo, no de su peso. Además, hay una velocidad más allá de la cual el proyectil no regresa nunca más:
Velocidad de escape desde la Tierra = 11 Km/seg.
Si hiciéramos el experimento en la Luna u otro planeta, esta “velocidad de escape” sería mayor o menor, dependiendo de cuán fuerte sea la gravedad en su superficie. O sea, dependiendo de cuánta materia contenga el planeta.

2. La estrella negra

A partir de lo anterior, hacia fines del siglo XVIII, un profesor de Cambridge llamado John Mitchell y un francés bueno para la especulación formal, el marqués Pierre Simon de Laplace, pensaron lo siguiente: si para que un proyectil logre escapar de la atracción de la Tierra hay que lanzarlo a una velocidad mayor que 11 Km/seg, ¿qué pasaría en un planeta donde la gravitación fuese tan grande que para que un proyectil consiguiera escaparse tuviera que ser lanzado con velocidad mayor que la de la luz? De un planeta así ¡ni siquiera la luz lograría escapar!
Laplace incluso hizo el cálculo: <> (3).
La idea es sin duda fascinante y terrorífica, aún para alguien que no tiene forma de comprobar experimentalmente esta afirmación: sería posible la existencia de objetos invisibles tremendamente pesados cuya presencia sólo sería detectable si nos acercáramos tanto a ellos como para correr el riesgo de ser atrapados por su tremenda atracción gravitacional. Había nacido un engendro diabólico de la imaginación de un genio demente: un agujero negro.
Sin embargo, los contemporáneos de Mitchell y Laplace no se contagiaron fácilmente con su pesadilla. El mismo Laplace, que había incluido este párrafo en las primeras dos ediciones de su Exposition du système du monde, lo omitió de las ediciones siguientes, tal vez por considerarlo demasiado audaz.

3. Nueva explicación para la manzana

No tanto por chiflada como por irrelevante, la idea de la estrella negra fue olvidada por más de cien años. ¿Qué importa si hay planetas que no podemos ver y que de existir deben estar tan lejos de nosotros que en nada nos afectan? Faltaba una razón más de peso para creer que una cosa tan exótica pudiese existir en realidad.
Pero entre tanto, a comienzos de este siglo, un judío alemán quitado de bulla nos cambió radicalmente la forma de concebir la gravitación. En 1915, Albert Einstein propuso que la gravitación no se debe a unos tentáculos invisibles y misteriosos que poseen los planetas con los que agarran a las cosas en su entorno. Según él, lo que ocurre es que el espacio alrededor de los cuerpos pesados se curva, deformando por lo tanto las trayectorias de los cuerpos que se mueven en su cercanía.
Así, la manzana o la Luna se mueven como lo hacen no porque estén sometidas a la fuerza de atracción de la Tierra, sino porque no tienen otra alternativa: el espacio en que se mueven es curvo y no pueden moverse de otra forma sin salirse de él.

4. Es posible, entonces es

Apenas dos años después de la publicación de la Relatividad General y unos meses antes de morir en el frente, un alemán llamado Karl Schwarzchild demostró que, según la teoría de Einstein, era posible que hubiese regiones de tal curvatura que atraparían cualquier cosa que cayese dentro de un cierto radio. De estas zonas, ciertamente, ni siquiera la luz podría escapar. Pero, ¿cómo podrían producirse estas gargantas del espacio-tiempo?
En 1939, dos físicos norteamericanos, Robert Oppenheimer –quien más tarde se hiciera famoso por dirigir el proyecto Manhattan– y H. Snyder dieron la respuesta. Ellos demostraron que al agotar su combustible nuclear, una estrella como nuestro sol se contraería, convirtiéndose en un cuerpo pequeñísimo y de una enorme densidad. Si la masa de la estrella inicial es suficientemente grande, este cuerpo sería incapaz de resistir su propio peso y se haría cada vez más pequeño y más denso hasta desaparecer, dejando como única huella de su presencia una garganta de Schwarzschild.
En la formulación de Einstein, lo que ocurre es que el espacio-tiempo se ha deformado tanto que se rompe: aparece una singularidad. La superficie espaciotemporal se estira hasta producir una garganta en un proceso irreversible. Hace casi veinticinco años, el físico norteamericano John Archibald Wheeler bautizó a este monstruo voraz, cuyo apetito aumenta a medida que devora materia,”agujero negro”.

5. ¿Y qué importa?

¿Y qué nos dice todo esto a nosotros hoy?
En los últimos años se han detectado fuentes de radiación muy intensa en el centro de muchas galaxias, incluida la nuestra. Estos objetos no son estrellas normales y podrían corresponder a la emisión de altísima energía que produciría el gas de una estrella al ser tragado por un agujero negro.
De modo que al parecer, en el núcleo de cada galaxia habría un agujero negro.
La cosmología moderna nos informa que la evolución de nuestro universo será posiblemente una expansión hasta un tamaño máximo para luego recolapsar en un “Big Crunch” de aquí a unos 200.000 millones de años.
También puede ser que el universo se expanda indefinidamente y terminemos en un universo frío, oscuro e inanimado, en que todas las estrellas –-entre ellas nuestro sol– se habrán apagado.
Existe una tercera posibilidad más a corto plazo: que el agujero negro que probablemente existe en el centro de nuestra galaxia crezca hasta devorarse todo a su alrededor, incluyendo nuestro querido sistema solar.
En efecto, hace algunos meses el New York Times publicó en su primera plana la primera fotografía de lo que a todas luces es un agujero negro devorándose a su galaxia.
Se trata de un monstruo unas 10 millones de veces más pesado que el Sol en el centro de la galaxia NGC 4261, rodeado de una masa de unos 300 años luz de diámetro compuesta de gases y estrellas en proceso de ser devorados.

6. Epílogo

El agujero negro ha pasado de ser una idea loca hace doscientos años, a uno de los objetos más fascinantes de la física actual. Es tremendamente simple y a la vez posiblemente encierre la clave del origen del universo y de la utópica unificación de las dos grandes teorías de nuestro siglo: la Relatividad General y la Mecánica Cuántica.
Tal vez nuestro planeta termine siendo seccionado por un agujero negro de aquí a unos cuantos miles de millones de años. Esto nos muestra al mismo tiempo lo ridículo de nuestro apego a las cosas materiales que terminarán en las entrañas del monstruo, y lo precioso de otras que por no tener peso –como las utopías–, tienen mayores probabilidades de salvarse.

Notas

Mis disculpas a quienes vinieron a oír hablar del cosmos, los viajes y la realidad virtual. También le pido disculpas a quienes encontrarán mí ponencia demasiado didáctica o banal. Mi única excusa es que yo no soy un intelectual.

(2) Pocas veces los investigadores llegan a arriesgar la vida en un experimento, pero a menudo se arriesgan a algo que es igualmente doloroso para cualquiera, y especialmente para la vanidad científica: quedar en ridículo.

(3) Pierre Simon de Laplace, 1796.

1993, Jorge Zanelli