El Emperador de todas las cosas

No me hagáis callar diciendo «esto ya me lo sé», porque si lo hacéis la mitad de la ciencia ficción y como unos dos tercios de la fantasía que hay en los estantes desaparecerían con una explosión de ectoplasma.

Nuestra historia comienza en los límites de la civilización, donde un joven aparentemente normal está sufriendo los tormentos de la angustia adolescente. Sin que lo sepan los patanes que le rodean (y quizá sin que lo sepa él mismo), es, de hecho, el heredero legítimo aunque exiliado del trono del Imperio, o un superhombre mutante de incógnito, o el propietario de poderes mágicos latentes, o un ciberbrujo de tres pares de narices o quizá, sencillamente, un fuera de serie con la espada de doble filo.

Pero las Fuerzas Oscuras están en auge, se está cociendo un Apocalipsis como la copa de un pino entre el Bien y el Mal, y nuestro héroe está destinado por imperativos genéticos, hereditarios o argumentales a ser el campeón de los Ejércitos de la Luz. Unos siniestros personajes merodean por Villaconejos de Abajo buscándolo, y puede que hacia el final del primer capítulo hayan estado cerca de cargárselo.

No tarda en aparecer un forastero procedente de los mundos centrales, un forastero Poseedor de conocimientos avanzados, perspectiva histórica, visión política y la misión de buscar al Enchufado del Destino para entrenarlo y conseguir que se enfrente a Darth Vader en la gran pelea por la corona de peso pesado del universo.

Así comienza la educación errante de nuestro héroe bajo las directrices de Merlín el Mutante. Irá desarrollando sus poderes potenciales en un viaje organizado por la galaxia, e irá abriéndose paso a tortas desde la nada de la que vino en una lenta trayectoria espiral hacia el Trono del Imperio.

Por el camino sufre el desprecio de la Princesa, va acumulando a su alrededor un abigarrado sistema satélite de duros tenientes y sargentos de primera, monta un Ejército del Pueblo, salva a la Princesa de un destino peor que Gor —ganándose su amor de paso—, y por último le revela su Identidad Secreta de legítimo Emperador de Todas las Cosas y la convierte a la causa.

El ejército guerrillero se abre camino luchando hasta Roma, y consigue llegar al Palacio Presidencial tras una batalla de unas sesenta páginas llena de sacrificios y proezas. Pero el Señor Oscuro no ha llegado a convertirse en Maestro del Mal chupándose el dedo, muchachos: el Señor del Mal se mete una herradura en el guante de una mano y un disruptor neurónico en el guante de la otra, y el héroe y él se disputan quince asaltos mano a mano en lucha por el destino del universo.

Pero resulta que el Tío Feo no ha oído hablar de las reglas de boxeo del Marqués de Queensbury: tumba al árbitro sobre la lona y nuestro chico recibe palos durante catorce asaltos, dos minutos y cuarenta segundos. Maloman va muy por delante en las tarjetas de puntuación de los jueces, y además está a punto de noquear al Blanco Chico de la Luz, así que parece que al universo le espera una mala racha de un millón de años.

Pero, justo cuando está en el suelo y a punto de oír el final de la cuenta atrás, sus poderes mágicos entran en acción, la princesa le lanza un besito, Obi Wan Kenobi le recuerda que la Fuerza le acompaña, su intelecto mutante le permite fabricar un lanzarrayos de partículas con mondadientes y clips, y un criado al que una vez salvó la vida le inyecta un chute consistente en 100 mg. de anfetas sagradas.

Nuestro héroe se levanta de la lona a la cuenta de nueve y lanza un inspirado discurso: «Eh, tío —le dice al Villano Definitivo— se te ha desatado el cordón del zapato.» Cuando Ming el Implacable baja la vista para comprobarlo, el Héroe del Pueblo le lanza un gancho a la mandíbula que lo saca del cuadrilátero y de la novela, haciéndole volar hasta el segundo libro de la serie.

El bien triunfa sobre el mal, se hace justicia, el héroe se casa con la princesa y se convierte en Emperador de Todas las Cosas, y todo el mundo vive feliz por siempre jamás…. o, por lo menos, hasta que llegue el momento de fabricar la segunda parte.

Suena familiar, ¿no? Los estantes de la ciencia ficción gimen bajo el plúmbeo peso de estas «sagas épicas sobre la lucha entre el Bien y el Mal» fabricadas mediante clonaje, de estos «poderosos héroes» embutidos en trajes espaciales ajustados y suspensorios con remaches de bronce, de estas «trepidantes historias de acción y aventuras». Con un programa medianamente decente de Búsqueda y Sustitución en el ordenador, lo antes expuesto podría servir (y es probable que haya servido) como resumen argumental publicitario de la mayoría de la ciencia ficción que se ha publicado.

Si existiera una fórmula a toda prueba para fabricar basura, sería ésta. Es la ecuación milenaria para el esqueleto argumental de la ciencia ficción comercial, con todas las variantes elevadas hasta el máximo de sus límites teóricos. El personaje con el que identificarse no es simplemente un héroe que inspira simpatía: es la fantasía masturbatoria definitiva, el lector como Emperador del Universo, como Divinidad. Lo que está en juego es nada menos que el destino de la humanidad por los siglos de los siglos, y la princesa siempre tiene el mejor trasero de toda la galaxia. El villano es lo más parecido a Satanás que se puede ser prescindiendo del rabo y los cuernos, no deja de retorcerse el bigote negro mientras se regocija con el tormento de las masas oprimidas, lleva a cabo prácticas sexuales indescriptibles y exprime animalitos encantadores sobre copas de vino para beberse su sangre.

Ah, pero no existe la fórmula a toda prueba para fabricar basura, y ni siquiera el argumento de El Emperador de Todas las Cosas lo es. Cierto, durante un tiempo la aplicación diligente de esta fórmula ha permitido que ejércitos de plumíferos mercenarios fabricaran montañas de fantasías adolescentes para deleite masturbatorio de jovencitos acomplejados por el acné y la timidez; pero, maravilla de maravillas, también es cierto que muchas auténticas obras maestras del género encajan cómodamente dentro de estos parámetros formales.

Dune, Neuromante, El libro del Sol Nuevo, ¡Tigre, tigre!, la mayor parte del ciclo Dorsai de Gordon Dickson, El Señor de los Anillos, Los tres estigmas de Palmer Eldritch, El Señor de la Luz, Nova, La intersección Einstein, las novelas del Mundo del Río de Philip José Farmer, Forastero en tierra extraña, Tres corazones y tres leones, y otras muchas novelas de auténtico valor literario son hermanas entrecubiertas, al menos en términos argumentales, de esta Ur-fórmula primigenia para la acción-aventura.

Y, si a eso vamos, también lo son el Libro del Éxodo, el Nuevo Testamento, el Bhagavad Gita, las leyendas del Rey Arturo, Robin Hood, Sigfrido, Barbarroja y Musashi Murakami, las vidas de Alejandro el Grande, Napoleón, George Washington, Simón Bolívar, Tokugawa Ieyasu, Lawrence de Arabia y Fidel Castro, por no mencionar Una tragedia norteamericana, El conde de Montecristo, David Copperfield, El hombre que podía hacer milagros (1) y Superman.

Por tanto, es obvio que nos enfrentamos a algo más profundo que una simple fórmula de ficción comercial: se trata de una historia arquetípica intercultural que parece surgir del inconsciente colectivo de la especie, presente allí donde se cuenten historias, e incluso hay quienes aseguran que es la historia arquetípica.

En su obra The Hero With a Thousand Faces (El héroe de las mil caras), Joseph Campbell ofrece la explicación probablemente más exhaustiva, sutil, sofisticada y consciente de esta tesis. Es lectura obligatoria para todo el que quiera captar el significado interno, con abundantes precisiones interculturales.

El Héroe de Campbell, al igual que el héroe del Emperador de Todas las Cosas, comienza la historia siendo ingenuo, consigue un mentor y una misión, se abre camino peleando hasta el centro del inframundo, vence en una batalla culminante en la que consigue aquello por lo que había emprendido su viaje, a menudo consigue una princesa, y se alza triunfante como Portador de la Luz.

Puede que no sea la plantilla formal para toda la literatura de ficción, pero desde luego es una de ellas, junto con la tragedia, la odisea picaresca, el romance, la historia del burlador y la farsa de dormitorio.

Porque el Héroe de las Mil Caras, a diferencia del héroe del Emperador de Todas las Cosas, es un ser humano prototípico embarcado en una búsqueda mística.

Su guía es su maestro espiritual shamánico. Su viaje es la historia de su despertar espiritual. Libra batalla con las facetas más bajas de su propia naturaleza, ya sea de forma abierta o transmutadas en una imaginaría de villanos o monstruos. El inframundo o centro en el que por fin consigue penetrar, es el Vacío que hay en el centro de la Gran Rueda, el nivel de la mente donde el ego y la conciencia emergen de la base colectiva de la creación.

Y la batalla definitiva en el centro es la lucha por conseguir la fusión mística de su espíritu con el mundo, el clímax triunfal mediante el que obtiene una trascendencia espiritual con la que puede volver al mundo de los hombres como Portador de Luz e inspiración heroica.

Eso es lo que hace que esta historia pueda tanto atraer a un público ávido pese a las veces que se ha contado ya, e inspirar más obras maestras de la literatura sin importar el número de grandes escritores que ya la han narrado en el pasado.

El Héroe de las Mil Caras es, después de todo, la historia de nosotros mismos, o al menos la historia de nuestras vidas que todos escribiríamos si pudiéramos poner las manos sobre el teclado del Procesador de Textos del Cielo, y por eso los narradores profesionales nos la siguen contando una y otra vez por todo el mundo a lo largo de los milenios, y por eso siempre estamos dispuestos a vivirla indirectamente una vez más.

Y si se cuenta de forma sincera y sin trucos, como ocurre con los fomas (2) de Vonnegut, puede hacemos sentir valientes, fuertes y alegres, y ello puede animarnos a realizar hazañas de valentía espiritual en nuestras propias vidas. Tomemos por ejemplo ¡Tigre, tigre!, de Alfred Bester, recientemente reeditada en tapa dura por Franklin Watts tras una imperdonable estancia en el inframundo del limbo editorial (3). Esta novela es generalmente reconocida como una de las seis mejores novelas de ciencia ficción jamás escritas, y es el fruto más soberbio producido durante el florecimiento del género en los años 50.

Gully Foyle, último mono de un carguero espacial, Hombre Corriente en pleno nadir kármico, comienza la novela atrapado entre los restos de su nave, a punto de expirar. Otra nave espacial se aproxima hasta la distancia suficiente para rescatarle, pero pasa de largo, encendiendo el fuego de la venganza en las profundidades de su adormilado espíritu.

El odio le impulsa a grandes hazañas. Sobrevive, escapa, comienza su búsqueda para encontrar y destruir la «Vorga», la nave espacial que le abandonó a su destino, y pronto descubre los poderes corporativos y las maquinaciones subyacentes que se ocultan tras lo ocurrido, para acabar siendo arrojado a lo que literalmente es un inframundo, el Gouffre Martel, una profunda caverna en la que los prisioneros se ven sometidos a una oscuridad y aislamiento absolutos. Allí conoce a la Princesa/Guía Espiritual, Jisbella McQueen.

Ambos escapan del Inframundo, y Foyle se convierte en Fourmyle de Ceres, hombre rico y poderoso capaz de perseguir y dar caza a los poderes que apoyaron al «Vorga» desde los más altos niveles políticos y sociales.

Foyle no se limita a amasar una fortuna y asumir la identidad de Fourmyle de Ceres; pasa por un proceso de educación mundana y espiritual durante el que le vemos madurar hasta alcanzar una auténtica humanidad, y contemplamos cómo su búsqueda de venganza se convierte en una búsqueda de justicia social.

En el clímax de la novela Bester utiliza una genial sinergia de prosa y algo semejante a la ilustración para hacer que Foyle y el lector pasen por lo que sólo se puede describir como una auténtica culminación psicodélica. Foyle acaba viéndose atrapado en el infierno llameante de otro inframundo. Sus sentidos se funden y se mezclan en una sinestesia, y Foyle se teleporta enloquecidamente por el espacio y el tiempo mientras se debate con el dilema moral de qué hacer con la sustancia secreta llamada PyrE.

El PyrE es un explosivo termonuclear que se puede hacer detonar sólo con la fuerza del pensamiento. Cualquiera es capaz de hacerlo. Durante su evolución hacia el Héroe de las Mil Caras, Foyle ha conseguido el poder de «espaciojauntear», de teleportarse hasta cualquier lugar de la galaxia. No cabe duda de que se ha convertido en el Emperador de Todas las Cosas. Literalmente, posee el poder de abrir el universo al hombre. Tiene un secreto que, de propagarse, dará a quien lo conozca el Poder de destruir la civilización. Para bien y/o para mal, en sus manos está el fuego de los dioses.

¿Qué debe hacer un auténtico héroe? ¿Conservar el secreto del PyrE y apropiarse del poder definitivo? ¿Dejarlo en manos de los «responsables» del poder?

La grandeza moral de ¡Tigre, tigre! radica en el hecho de que Gully Foyle no hace ninguna de las dos cosas.

Foyle, convertido en avatar del Hombre Corriente que ha llegado a la plena consciencia de sí mismo, le entrega el fuego de los dioses a todos los Hombres Corrientes y pone el PyrE en manos del pueblo.

«Todos estamos en el mismo barco. Vivamos juntos o muramos juntos —le dice al mundo de los hombres—. ¡De acuerdo, que Dios os maldiga! Yo os desafío. Morid o vivid y sed grandes. Volaos en pedacitos o venid a buscarme, venid a Gully Foyle y yo os convertiré en hombres. Os haré grandes. Os daré las estrellas.»

El Hombre Corriente transformado en el Portador de la Luz, como el auténtico Bodhisattva, rehuye la cima de la trascendencia ególatra y vuelve al mundo de los hombres no como un avatar de la divinidad, sino como un Hombre Corriente renacido, como avatar democrático del dios que hay en el interior de todos nosotros. Y ésa es la verdadera luz del mundo, no la magnificencia de algún ungido Enchufado del Destino.

Ésta es la historia tal y como debe serle narrada al mundo moderno, una versión que, en cierto sentido, habría sido literalmente inconcebible antes del advenimiento de la moral democrática, aunque aparecen indicios de ella en el budismo y en el mito de Prometeo. Cierto, es un mensaje espiritual que la mayoría de la gente sigue pareciendo no estar muy dispuesta a escuchar: por lo menos, el público que devora ávidamente los clones del Emperador de Todas las Cosas no parece tener muchas ganas de escucharlo.

Las repúblicas degeneran en imperios, los caminos para conseguir la iluminación en religiones jerarquizadas y los líderes inspirados por una idea en tiranos; y lo mismo le ocurre a la historia del Héroe de las Mil Caras, que tiende a degenerar en la del Emperador de Todas las Cosas, y por razones muy parecidas.

Gully Foyle es un auténtico héroe, no por sus proezas, aunque las haga y muchas, ni por los poderes divinos que obtiene, sino porque al final alcanza el heroísmo moral y la lucidez del Bodhisattva.

Pero pocos héroes, ficticios o no, rechazan el trono del poder trascendental. Incluso el noble César, republicano de corazón, aceptó la corona del imperio cuando se la ofrecieron por cuarta vez.

Paul Atreides, el abiertamente trascendente héroe de la saga de Dune (o sea, de Dune, Mesías de Dune e Hijos de Dune las novelas de la serie que relatan su vida), superhombre presciente, se enfrenta a ésta, la misión definitiva del auténtico héroe y, en última instancia, fracasa.

Paul, perseguido por sus enemigos, es el heredero legítimo del ducado de Arrakis. Se somete a toda una serie de misteriosas iniciaciones bajo la instrucción de numerosos maestros y maestras espirituales, y acaba convirtiendo a los Fremen en un Ejército del Pueblo que liberará al planeta de los malvados Harkonnen. Por su herencia genética, Paul está destinado a convertirse en el Kwisatz Haderach, un ser con poderes prescientes de tal nivel divino que será adorado como dios y la jihad emprendida invocando su nombre asolará los mundos de los hombres. En el final triunfal de Dune, no sólo destruye a los Harkonnen, sino que es revelado en su calidad de avatar de la divinidad y, literalmente, se autocorona Emperador de Todas las Cosas.

Superficialmente, Dune parece la fantasía de poder definitiva para adolescentes acomplejados. Se nos presenta una figura con la que identificarse, el joven muy especial que es el yo soñado de uno mismo, lo seguimos a través de sus batallas, aventuras espirituales y hazañas, y al final nos convertimos en el objeto de adoración de todos los mundos y nos coronamos Emperadores de Todas las Cosas. La paja definitiva, o eso parece.

Pero no para Paul Atreides. La droga llamada melange ha hecho presciente a Paul, así que no tarda en tener visiones de la cruzada que está destinado a desencadenar. Y la idea le resulta aborrecible. Todo lo que hace, al menos a cierto nivel de autoengaño, tiene el objetivo de impedirlo, pero todo lo que hace acaba llevándole de vuelta a la línea temporal de lo inevitable. Al final de Dune, lo único que puede hacer es rendirse a su inevitable destino, asumir la divinidad, coronarse a sí mismo emperador y convertirse en el icono de la jihad.

Así pues, la conclusión aparentemente triunfal de Dune en realidad es una tragedia. El héroe lo consigue todo, hasta la corona de dios—rey del universo. Pero, a diferencia de Gully Foyle, no puede trascender su trascendencia, no puede alcanzar la gracia del Bodhisattva, no puede poner el cetro del conocimiento y el poder en manos del Hombre Corriente y ni tan siquiera puede detener su propia jihad.

Y su tragedia personal es que lo sabe. De hecho, lo ha sabido desde el primer momento. Paul se pasa la mayor parte de Mesías de Dune en el papel del mesías entronizado en cuestión, convertido en una figura amargada y gruñona que preside la institucionalización burocratizada del culto a su propia personalidad. Muere en Mesías de Dune, y renace en Hijos de Dune como un Jeremías del desierto, para volver a morir sin haber destruido su propio mito.

Esto es lo que convierte los tres primeros libros de la serie de Dune en auténticos logros literarios, en vez de en fantasías de poder masturbatorias, aunque los elementos de estas últimas se hallen presentes elevados a la máxima potencia. En las tres primeras novelas Herbert usa la ironía, al igual que su Héroe arquetípico. En cierto modo, las novelas son un ácido comentario a la historia del Héroe de las Mil Caras. Puede que Paul se haya convertido en dios-rey del universo, pero no logra escapar al destino que le ha elevado hasta esta cima, no puede abdicar en favor de la república del espíritu y no puede escapar a las terribles consecuencias de su divinidad. Es un dios capaz de conseguirlo todo salvo alcanzar su propia iluminación final, y sin ella su vida es un fracaso y esta nueva versión de la historia, una tragedia.

Esto explica también por qué el resto de los libros de Dune, los que tienen lugar tras la desaparición definitiva de Paul, degeneran hasta convertirse en una serie de nuevas versiones del Emperador de Todas las Cosas donde las figuras mesiánicas y las conspiraciones jesuíticas luchan por controlar un poder espiritual sin sentido durante el largo, larguísimo período pseudomedieval que sigue a la desaparición de Paul.

Tomada como un todo, la serie de Dune es un ejemplo casi perfecto de cómo y porqué la historia del Héroe de las Mil Caras evoluciona tan fácilmente hacia su desdichada imagen en el espejo, el Emperador de Todas las Cosas. Superficialmente hablando, tanto la una como la otra son fantasías de poder, pero la auténtica historia tiene también una dimensión moral y espiritual. Despojado de sus hazañas, el Héroe de las Mil Caras es un mito de iluminación, como Siddartha, La Montaña Mágica o Los vagabundos del dharma (4) en los que el lector se ve recompensado con una trascendencia mística y una elevada consciencia moral vividas de manera indirecta.

Pero, despojada de su corazón espiritual, despojada del clímax de democracia mística vivido por Gully Foyle o de la atormentada presciencia irónica de Paul Atreides, la historia sólo puede convertirse en lo que Hitler hizo de Nietzsche.

Porque, por desgracia, el Principio Führer es el lado oscuro de la historia del Héroe de las Mil Caras. Sin la visión moral de un Bester o la ironía trágica de un Herbert, se pierde la luz interior de la historia, y en vez de un paradigma de madurez moral nos queda la pornografía del poder, con la egoísta fantasía masturbatoria faustiana de la mística fascista, con las manos del lector en sus ajustados pantalones de cuero negro mientras se ve a sí mismo como el superhombre todopoderoso instalado en el podio definitivo.

Después de todo, muy pocos de nosotros somos Bodhisattvas; a casi todos nos gustaría sentirnos mucho más poderosos de lo que en realidad somos y, por lo tanto, un número excesivo de nosotros se siente atraído por el Principio Fuhrer, siempre que podamos imaginarnos como der Führer en cuestión .Y por eso, en una versión razonablemente hábil, el último clon del Emperador de Todas las Cosas seguirá vendiéndose como churros, sobre todo si va bien empaquetado con músculos abultados, armamento fálico y la adecuada parafernalia fetichista. Quita la luz interior de los ojos del Héroe de las Mil Caras, y la cara que te mirará burlona tendrá un mechón de pelo sobre la frente y un bigote a lo Charlie Chaplin.

Eso también explica porqué Adolf Hitler se ha convertido en un arquetipo tan poderoso como el Héroe, porqué la imaginaria nazi sigue teniendo un lamentable atractivo para algunos después de cuarenta años y, en cierto modo, cómo fue posible que Hitler hipnotizara a toda Alemania; y también el porqué la versión desespiritualizada de la historia es tan peligrosa para la salud mental del lector y del cuerpo político.

En mi novela El sueño de hierro, traté de exorcizar a este demonio tan abiertamente como me fue posible. Aquí aparece el Emperador de Todo en el máximo de su pútrido esplendor. Feric Jaggar, nuestro Héroe, destinado genéticamente a gobernar, se abre un ensangrentado camino desde el exilio en las tierras de mutantes y mestizos hasta alzarse con el poder absoluto en la patria de los Hombres Verdaderos, después de lo cual libra con éxito una Guerra Santa para limpiar la tierra de mutantes degenerados, y envía clones de sí mismo para conquistar las estrellas.

Pero El sueño de hierro es una novela dentro de una novela, y la novela interior es algo llamado El señor de la esvástica escrito por un tal Adolf Hitler. Feric Jaggar es el sueño que tiene Hitler de sí mismo, un superhombre ario alto y rubio, y El señor de la esvástica es la fantasía de Hitler sobre el triunfo del Tercer Reich en un mundo alternativo después de que la guerra nuclear haya contaminado el banco genético, escrita en otro mundo alternativo donde la Alemania nazi nunca existió y el mismo Hitler era un mal escritor de ciencia ficción.

El señor de la esvástica empieza pareciendo una fantasía científica con palizas y acoso a pequeña escala a los mutantes, pero la paresia va pudriendo el cerebro de Hitler a medida que la escribe: empieza a desvariar, la violencia se vuelve surrealistamente espantosa y generalizada, la tecnología militar avanza a saltos de gigante, y para cuando el lector lleva ya dos tercios de la novela, se encuentra enfrentado a la desagradable revelación de que ha estado cayendo en la trampa del racismo, el Sturm und Drang (5), el fetichismo militar y la imaginería psíquica del mismísimo Tercer Reich, repleta de svásticas, grandes actos de masas en Nuremberg, divisiones de SS Panzer recorriendo Europa, alfombras de bombas sobre los centros de población, genocidio, campos de concentración y hornos de gas…

Hitler termina su novela clonando a superhombres rubios de dos metros diez en la taza del retrete, y enviándolos en inmensos cohetes fálicos que escupen chorros de fuego para que exterminen a los mutantes, monstruos y extraterrestres de toda la galaxia. Cada división de héroes Hombre Lobo de la SS va dirigida por un clon de der Führer en persona.

Por supuesto, la intención era atraer al lector a la fantasía heroica estándar del Emperador de Todas las Cosas, y luego mostrarle sin muchas contemplaciones a dónde había conducido esta dinámica en nuestro mundo alternativo, poniéndole ante las narices la simbología nazi y sirviéndole toda su repugnante violencia a paletadas. En realidad el Emperador de Todas las Cosas es der Führer, so gilipollas, y le habéis estado siguiendo el juego.

Para asegurarme al cien por cien de que hasta el lector históricamente ingenuo y totalmente inconsciente captaba la idea, añadí un falso análisis crítico de El señor de la esvástica, en el que la psicopatología de la saga de Hitler era aclarada por un pedante tendencioso, con palabras de una sola sílaba.

Casi todo el mundo lo entendió…

Pero, aun así, en un fanzine apareció una reseña que me hizo vacilar. «Es una aventura espléndida y me ha gustado un montón —venía a decir—. ¿Por qué tuvo Spinrad que estropearla con todas esas tonterías sobre Hitler?»

Y el Partido Nazi Norteamericano puso el libro en su lista de lecturas recomendadas. El final feliz les había gustado una barbaridad.

La conclusión es que la atracción del Emperador de Todas las Cosas para los hambrientos de poder que todos —excepto el auténtico Bodhisattva— llevamos dentro, es tan poderosa que algunos lectores pueden disfrutar con ella, incluso cuando eso significa tener que chapotear en el genocidio e identificarse con Adolf Hitler.

Desde luego, admito que es el ejemplo más extremado posible del fenómeno, y la inmensa mayoría de los lectores de El sueño de hierro entendieron la idea.

Pero lo más corriente es que ni el mismo escritor sea enteramente consciente de lo que hace, porque es demasiado fácil perder de vista el significado interno del Héroe de las Mil Caras. En ese momento, la entropía y la presión comercial suelen hacer que la historia degenere en el Emperador de Todas las Cosas, como le sucedió incluso a Frank Herbert con las últimas novelas de Dune. Otro ejemplo es el descenso de Robert Silverberg, desde su genial versión de Hijo del hombre hasta la narración hábil pero desapasionada de El castillo de Lord Valentine; o la trayectoria de Orson Scott Card desde Maestro cantor y Esperanza del venado, pasando por El juego de Ender, hasta llegar a La voz de los muertos.

En Esperanza del venado y Maestro cantor, Card demostró sin lugar a dudas que comprendía el significado interno de la historia del héroe arquetípico, y que era capaz de transmitirla al lector con energía y claridad.

Esperanza del venado es una novela de fantasía que se desarrolla en un entorno pseudomedieval cargado de simbolismo, fruto en buena parte de la imaginación de Card. Es una nueva versión abiertamente mística de la historia del Héroe, en la que el sacrificio se eleva sobre el triunfo egoísta, y funciona muy bien.

Maestro cantor contrapone al Emperador de Todas las Cosas contra el impulso artístico, en este caso la música, y Card se decanta sin dudarlo por el bando de la estética, del espíritu humano contra el poder mundanal.

Entonces, ¿cómo es que un escritor de esta altura acabó produciendo El juego de Ender y La voz de los muertos? ¿Y por qué con estas obras posteriores obtuvo las ventas, premios y lectores que no consiguió con libros artística y moralmente superiores como Esperanza del venado y Maestro cantor?

La cronología sobre cómo fueron escritas las dos primeras novelas en lo que parece ser la saga inacabada de Andrew «Ender» Wiggin, puede ser muy instructiva. Card empezó publicando El juego de Ender como novela corta. Al parecer, después escribió el perfil argumental de La voz de los muertos, como secuela del mismo, pero decidió convertir antes El juego de Ender en novela, quizá porque cuando estaba a media faena comprendió que, sin saberlo, había empezado a escribir una trilogía.

Y, estructuralmente, se nota muchísimo. El último capítulo de El juego de Ender parece completamente disociado del resto de la novela, y da la sensación de que existe solamente como puente para La voz de los muertos, que a cambio se toma ciertas molestias bien torpes para establecer el telón de fondo de El juego de Ender, cosa que Card podría haber evitado por completo si hubiera concebido cada libro como novela independiente.

El extraño efecto que esto produce es el de que en la serie falta una novela fantasma que debería estar colocada entre El juego de Ender y La voz de los muertos, una novela a la que se hace alusión en La voz de los muertos como si el lector hubiera podido leerla, y de la que el último capítulo de El juego de Ender parece un esbozo argumental.

De hecho, a juzgar por el esbozo argumental, la novela que falta habría sido mucho más interesante que las que Card ha llegado a escribir, y podría comprender la mayor parte de la historia contada.

El juego de Ender toma al Héroe desde la infancia, a través de juegos de combate que le sirven de entrenamiento, hasta su apoteosis para la que está destinado como comandante vía máquina de juegos de la flota humana que extermina a los incomprendidos alienígenas insectores, un genocidio que comete por ignorancia, pero del que aun así se siente culpable y que debe expiar.

Gracias al efecto de dilatación temporal, La voz de los muertos nos lleva a una época siglos después, una época en la que Ender, que ahora se aproxima a la edad madura, se ha convertido en «portavoz de los muertos» errante, diciendo la verdad sobre las vidas de los difuntos por petición (un personaje santo, o al menos eso se nos dice), al mismo tiempo que la oscura leyenda de Ender el Genocida se extiende por los mundos como advertencia contra la xenofobia.

Entretanto se ha descubierto otra raza alienígena en el planeta Lusitania, los llamados cerdis. Los cerdis apenas tienen tecnología, y creen que ciertos árboles son reencarnaciones sabias y trascendentes de sus antepasados muertos. El exterminio de los insectores a manos de Ender ha hecho que los colonos humanos aprendieran la lección, por lo que levantan una valla para aislarse en una reserva y dejan en paz a los cerdis. Sólo el equipo antropológico compuesto por Pipo, Libo y Novinha tiene permiso para estudiarlos bajo un acuerdo restrictivo de no interferencia. Pipo es el padre de Libo. Novinha y Libo se quieren, y tienen intención de casarse.

Quedan consternados cuando su cerdi favorito, figura respetada en la sociedad cerdi y que al parecer acaba de obtener un ascenso de estatus, aparece medio descuartizado y con un retoño de árbol plantado en el pecho por sus compatriotas. Peor aún: Pipo, el antropólogo mayor, recibe el mismo tratamiento después de que, aparentemente, lo único que haya hecho fuese portarse bien con los cerdis.

Ender es llamado para actuar como portavoz del muerto: objetivamente, el viaje hasta el planeta durará décadas, pero no le envejecerá de manera significativa gracias al efecto de dilatación temporal.

Durante este largo hiato argumental, Card tiene que obligar a la pobre Novinha a comportarse como una auténtica imbécil. Novinha sabe que el motivo por el que los cerdis mataron a Pipo está enterrado en el banco de datos, al cual Libo tendría acceso legalmente si se casaran. Como antropóloga experta que es, ¿investiga en el banco de datos para descubrir la verdad?

Nanay, porque si lo hiciera no habría novela. Descubriría fácilmente el secreto que Card quiere sea averiguado por el poderoso Ender unos cientos de páginas más adelante como clímax de la historia, un secreto que probablemente ya ha sido descubierto por cualquier persona que haya leído algo de ciencia ficción. (Pista: ¿no será que los primitivos cerdis realmente comprenden su propio ciclo de vida? Después de todo, los osos saben cagar en el bosque, ¿no?)

Así que, para que se desarrolle la historia, Card hace que Novinha se niegue a casarse con Pipo con el objetivo de evitar que descubra algo que podría hacerle sufrir el mismo destino que Libo. En vez de eso se casa con alguien a quien no quiere, y durante décadas mantiene un asunto secreto con Libo, tiene hijos de él y destroza las vidas de todos los implicados.

Y todo para nada. Ender llega después de que los cerdis se hayan cargado a Libo.

El resto de la novela, o sea, la parte principal, consiste en cómo Ender descubre que Novinha y Libo están liados y la verdad sobre el ciclo de vida de los cerdis, su poco convincente enamoramiento de la desagradable Novinha y lo que parece la preparación para otra novela de la saga en la que Ender, tras resucitar a los insectores y hacer las paces entre los humanos y los cerdis, se verá obligado a defender Lusitania de todo un nuevo grupo de malos.

Aquí habría habido material para un relato sólido, una obrita de enigma xenobiológico como las que tan bien supo montar Philip José Farmer en su recopilación de relatos Relaciones extrañas. Pero, en ese caso, el largo asunto entre Novinha y Libo no tendría motivación alguna, y Ender Wiggin estaría totalmente de más en la historia.

Pero, ¿qué hay de la «novela fantasma» cuyo esbozo argumental formaba el último capítulo de El juego de Ender? Paradójicamente, este último capítulo contiene más material novelístico que La voz de los muertos; hablando en términos del Héroe de las Mil Caras, la novela no escrita es el auténtico final de la historia de Ender Wiggin.

En sólo veintipocas páginas, Ender viaja al planeta de los insectores, establece contacto psíquico con la última reina, descubre toda la verdad sobre el malentendido mutuo que llevó a la guerra genocida humano-insectora, crea el mito-más-religión del Portavoz de los Muertos, rescata a la reina de la colmena, la mete en un frasco y comienza su largo viaje por los planetas como primer Portavoz de los Muertos, buscando un lugar adecuado en el que resucitar a los insectores a los que casi exterminó.

En términos generales, el Héroe adolescente desciende al inframundo de su propia culpabilidad, adquiere el verdadero conocimiento gracias a la comunión psíquica con el espíritu guía alienígena que encuentra allí y emerge como el Portador de la Luz completamente maduro para resucitar la conciencia superior que ha destruido involuntariamente, y transmitir la sabiduría que ha adquirido durante el proceso a los habitantes de todos los planetas.

¡No es de extrañar que Card tuviera que recurrir a un argumento estúpido para meter a Wiggin en La voz de los muertos! Su auténtica historia había terminado antes de que empezara el libro.

Pero, ¿por qué Card no escribió la novela central, que si hubiera estado tan bien realizada como El juego de Ender, por no mencionar Esperanza del venado o Maestro cantor, habría sido sin duda la mejor de las tres? ¿Y por qué se sintió obligado a meter a Ender en el material temático de La voz de los muertos, cuando el libro habría funcionado mejor si se hubiera centrado en la historia de Libo y Novinha?

Nuestra posición actual sólo nos permite hacer conjeturas. Quizá Card pensó que ya había contado dos veces la historia de cómo su Héroe alcanza la mayoría de edad espiritual en Esperanza del venado y en Maestro cantor, que con eso ya era suficiente y se daba por satisfecho. Quizá la relativa indiferencia con que fueron recibidas estas dos obras excelentes y llenas de apasionada sinceridad le convenció de que debía emplear la misma estrategia de éxito garantizado que Silverberg usó en El castillo de Lord Valentine, limitándose a la tramoya básica del formato de la serie comercial. También es posible que sus capacidades de escritor bastaran, para que el truco de la identificación del lector funcionara con él mismo, hasta el punto en que Ender Wiggin se convirtió en el otro yo del escritor tanto como en el del lector, un personaje del que no podía liberarse y al que no podía investigar con demasiada profundidad porque se había convertido en un portavoz de las pasiones políticas y filosóficas del mismo Card.

No sería la primera vez que un escritor pierde la separación psíquica existente entre él y su héroe. Mickey Spillane acabó interpretando a Mike Hammer en una película. Hal Mayne degeneró hasta convertirse en portavoz de las teorías sociopolíticas de Gordon Dickson en The Final Encyclopaedia. Se sabe que Marion Zimmer Bradley ha dirigido el Juramento de las Amazonas en convenciones de aficionados a la serie Darkover. Barry Malzberg describe el proceso de manera insuperable en la hilarante pero al mismo tiempo inquietante Herovits’ World.

Que yo sepa, nadie ha visto a Orson Scott Card cargando con un capullo misterioso ni actuando como Portavoz de los Muertos en las convenciones, pero los peligros de escribir El Emperador de Todas las Cosas pueden ser mucho más sutiles.

Como he señalado antes, a muchos de nosotros nos gustaría sentirnos más poderosos de lo que realmente somos. Sobre todo, a un escritor cuyos excelentes trabajos todavía no le han proporcionado la fama y la fortuna que se merece…. así que, ¿por qué no dejarse atraer por el Principio Führer, cuando le resultaría tan fácil escribir sus propios sueños realizados en una figura que sería der Führer en cuestión?

El primer Ender de Card, el de la novela corta original, vive la fantasía heroica estúpido-adolescente del Emperador de Todas las Cosas y derrota a los malos, pero sólo para que el triunfo se transforme en una tragedia moral. Si eliminamos de la versión alargada toda la paja y el argumento secundario del incesto, nos encontramos ante el Card de Esperanza del venado, y obtendríamos una buena historia contada con auténtica acidez.

El segundo Ender de Card, el de La voz de los muertos, ya ha degenerado hacia una figura típica, un «héroe» como Conan, Perry Rhodan o Doc Savage: «heroico» sólo en el sentido de que es la figura con la que identificarse, la que sale vencedora de las batallas y se queda con la chica.

En realidad, como ocurre con la mayoría de las encarnaciones del Emperador de Todas las Cosas, ese segundo Ender es un santurrón gilipollas y engreído y un auténtico monstruo moral, una fantasía heroica de la más pura estirpe sin luz interior que sólo se diferencia de Feric Jaggar por una cuestión de grado. Ender es el único hombre vivo que tiene acceso a todos los bancos de datos de la galaxia a través de «Jane», una Personalidad Artificial que ha evolucionado dentro de ellos y que sólo es conocida por Ender. «Jane» también le da el poder mágico de manipular toda la maquinaria electrónica, lo que viene a ser la fantasía heroica definitiva del pirata informático…

Casi siempre tiene razón, y sus palabras sabias (que, por extensión, son las del autor), tienen el poder de aliviar los corazones y curar neurosis arraigadas porque así nos lo dice Card.

Es un héroe porque es listo, porque posee poderes y conocimientos secretos, porque acaba quedándose con la chica y es un orador de tres pares de narices. Pero, ¿qué hay de la luz interior del verdadero héroe?

Card ha elaborado una precaria ecología trucada para Lusitania en la que sólo cuatro especies (sí, cuatro, cuéntenlas) sobreviven en todo el planeta. Esto se debe a un virus del que son portadores ahora todos los habitantes de Lusitania. Dejando aparte el absurdo científico, el problema está en que cualquiera que abandone Lusitania y viaje a otros mundos puede devastar ecosistemas planetarios enteros.

Las autoridades se enteran de esto, decretan una cuarentena y envían una flota para obligar a cumplirla. Pero nuestro benevolente héroe, impulsado por razones personales, consigue arreglárselas para enviar a su contagiosísimo hijo adoptivo lisiado fuera del planeta. Al final de la novela los humanos, los cerdis y los insectores están a punto de unirse bajo el mando de Ender para combatir a la malvada flota de cuarentena que, comprensiblemente, destruirá Lusitania si ello llega a ser necesario para proteger las ecoesferas de los mundos humanos.

Espacio vital para los cerdis, los insectores y los humanos de Lusitania bajo el liderazgo del gran héroe, a riesgo de exterminar toda la vida en otros muchos planetas…

Y en eso está a punto de degenerar siempre el auténtico mito heroico bajo la presión de las realidades comerciales, que se resisten a disipar las fantasías del público al cual toman por objetivo con ambigüedades morales, o a finalizar las historias de figuras con las que identificarse dándoles una conclusión espiritualmente sofisticada. Cuando empieza a pulsar todas las teclas de las fantasías de poder del lector, el escritor del Emperador de Todas las Cosas suele acabar con demasiada frecuencia pulsando sus propias teclas.

Peor todavía, en terminos skinnerianos (6) esto suele recibir un refuerzo positivo en forma de ventas y premios, haciendo mucho más difícil que un escritor de valía diferencie el éxito de su héroe del suyo propio y que recobre la claridad de la luz interior necesaria para intentar escribir algo como Esperanza del venado, Maestro cantor o la novela «fantasma»de Ender Wiggin.

Pero al menos Orson Scott Card parecía estar lo suficientemente bien enterado de esto como para damos un esbozo de la novela «perdida» de Ender Wiggin en el último capítulo de El juego de Ender, quizá como una especie de mensaje espiritual dirigido a sí mismo enviado por el autor de Esperanza del venado y Maestro cantor.

Y ahora tenemos Séptimo hijo, la primera novela de Dios sabe cuántas en «Las Historias de Alvin Maker », una fantasía que se desarrolla en una América alternativa de principios del siglo XIX, donde los Estados Unidos jamás han llegado a existir y cierta clase de magia funciona. Alvin es otro de los jóvenes alevines de héroe de Card, y El séptimo hijo sólo le sigue hasta el encuentro con su primer guía espiritual y el inicio del viaje de su vida, así que es demasiado pronto para saber si evolucionará hasta convertirse en otro Emperador de Todas las Cosas o en un auténtico Portador de la Luz.

Hasta ahora, lo que hemos visto es bastante prometedor. El telón de fondo es mucho más rico y mejor realizado que cuanto encontramos en El juego de Ender o en La voz de los muertos, y las relaciones entre los personajes son más ambiguas y complejas, y eso es una buena señal de que Card puede estar regresando a Maestro cantor y a Esperanza del venado.

Por otra parte, parece seguro que Alvin Maker está destinado a Grandes Cosas. Está por ver si serán las Grandes Cosas del Héroe de las Mil Caras o las Grandes Cosas del Emperador de Todas las Cosas. Orson Scott Card ha demostrado que tiene en su interior ambos potenciales. Quizá el asunto siga siendo una duda para él mismo, ya que la historia completa de Alvin Maker aún está por escribirse.

Si el peligro de escribir El Emperador de Todas las Cosas radica en que el autor puede perder de vista su propia luz interior en el proceso, el premio para el que consigue llevar a cabo con éxito El Héroe de las Mil Caras es el reencuentro de la misma.

Orson Scott Card parece estar embarcándose en otra versión de esa búsqueda de visión literaria, peligrosa pero potencialmente llena de grandes recompensas. Será interesante ver qué avatar surge de esto.

Notas:

  • (1) Escritas respectivamente por Theodore Dreiser, Alejandro Dumas, Charles Dickens y H.G. Wells. Volver
  • (2) Mentiras benéficas que en el fondo son formas más elevadas de la verdad o la verdad tal y como debería ser (véase Guampeteros, fomas y granfalunes, de Kurt Vonnegut). Volver
  • (3) Las paradojas de la sincronicidad han hecho que ahora también esté en nuestro más pequeñito pero igualmente nebuloso limbo editorial, pues tanto la vieja edición de Dronte (donde tenía el título Las estrellas, mi destino) como la de Martínez Roca se encuentran descatalogadas. Volver
  • (4) Escritas respectivamente por Herman Hesse, Thomas Mann y Jack Kerouac. Volver
  • (5) La divisa de emoción y heroísmo acuñada por el romanticismo alemán, llevada a su máxima expresión por Wagner y a su máxima parodia por el nazismo. Volver
  • (6) Según B.F. Skinner, fundador del conductismo, la conducta humana puede ser modificada casi todo lo que se quiera mediante la aplicación de estímulos positivos y negativos, vulgo recompensas y castigos. Volver

Título original: «Emperor of Everything»
(c)1987 Norman Spinrad
(c)1991 Ediciones Gigamesh, por la presente edición
(c)1991 Cristina Macía y Albert Solé, por la traducción
Publicado originalmente en Isaac Asimov’s SF Magazine

2 thoughts on “El Emperador de todas las cosas

  1. Es bastante triste darse cuenta de como hemos tragado el mismo esqueleto argumental por tanto tiempo. La gran pregunta es ¿Podremos escribir historias diferentes a este «Itinerario de viaje» común? ¿o nos quedaremos bebiendo de esta fuente por toda la eternidad? Después de todo, las historias que se nos presentaron en este artículo como buenas, tienen el mismo esqueleto pero con finales o motivos que se salen de lo habitual, nada más. Creo que la solución no es reinventar la rueda para desplazarnos en la aventura, sino algún otro concepto. No sería seguro, ni sabríamos en que terminaría y eso es precisamente lo que le haría divertido.

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