Santa María


Desde la escuela, el Rucio, obrero ardiente, responde sin vacilar, con voz valiente, sin quitar los ojos de la mirada indiferente y orgullosa del perro de mierda que tiene al frente.

* Usted, señor General, no nos entiende. Seguiremos esperando, escuche bien, así nos cueste. Ya no somos animales – los obreros alzan un “¡NO!” al caluroso cielo iquiqueño.- ¡Ya no rebaños! Levantaremos la mano, el puño en alto.
Vamos a dar nuevas fuerzas con nuestro ejemplo. Y el futuro lo sabrá…se lo prometo.

El pampino le da la espalda unos segundos al militar para mirar a sus compañeros. Decirles que no pierdan el coraje, que no tengan miedo. Qué es mejor morir antes de seguir viviendo en las condiciones miserables que habían sido condenados a soportar. Morir antes de cederles la condena a sus hijos y nietos. Antes de que la gente al poder permanezca ahí, ignorando las dolencias del pueblo y dejando que las necesidades de la gente pobre sea pisoteada por sus intereses de lujo y más, más poder. Todo eso les dijo con sus ojos ígneos, y los obreros y sus mujeres y niños entendieron el mensaje, se fortalecieron de confianza y palmaron la espalda del Rucio con sus espíritus desgastados por el sol en desierto grande y sus rostros secos, quemados por la sal. El hombre volteó hacia el señor Silva Renard, nuevamente y dijo:

– Y si quiere amenazar, aquí estoy yo. Dispárele a este obrero al corazón.

Roberto Silva que lo escucha no ha vacilado, con rabia y gesto altanero le ha disparado, y el primer disparo es orden para matanza y así habría comenzado el infierno con las descargas, si no fuera porque la bala chocó contra el pecho del rucio Olea y cayó humeante delante de sus pies.
Los militares se miran desconcertados. El obrero se quita la camisa y revela una especie de pectoral de acero en donde del disparo solo está el rastro de una mancha grisácea.

* ¿ Que si no acatamos ordenes lo sentiremos?

Luís Olea mueve sus manos señalando a sus compañeros que es la hora. Cada uno de las más de 20.000 personas, incluyendo obreros y sus familias, comienza a armarse de la nada. Aparatos que no caben en la limitada inteligencia militar apuntan a sus cabezas. Los rostros de hombre mujeres y niños han sido cubiertos en segundos por yelmos de color cobrizo y bajo sus ropas también cargan pieles de metal.
– ¡El general es mío!- grita el Rucio, y con su voz se despiertan las de los que han debido callar por mucho tiempo. Luego salta sobre los hombros de Silva y de sus muñecas armadas emergen cuchillas que cercenan sus brazos. Los obreros arremeten contra los uniformados y éstos a su vez, aun confusos, disparan y ametrallan sin dirección ni concierto.
Ruidos metálicos orquestan la tarde en la escuela Santa María de Iquique, como si de una batalla medieval se tratase.
Los niños aguardan dentro y fuera de la escuela. Esperan un llamado que no desean, el de ser utilizados como refuerzos. Ven a sus padres y madres disparar con máquinas doradas que expulsan vapor y llevan sellos en un idioma extranjero grabados en sus costados. Los ven utilizar lanzallamas a petróleo que cargan en pesadas esferas de hierro a sus espaldas bajo mochilas de lana. Ven a unos pocos, al parecer más ágiles y hábiles que la mayoría, manipular largos machetes y espadas. Su movimientos no se ralentizan con las armaduras pues las suyas están hechas para ello, para ser la punta de la flecha obrera. Y el rucio es uno de ellos.
El general apenas puede hablar por el dolor, pero oye cada palabra de su victorioso Némesis anarquista. Y ve sus ojos, esos ojos de furia, de seriedad asesina. No parece demasiado cómodo con lo que hace, pero sabe que debe hacerlo. Y lo que dice se hace escuchar por todo el campo de batalla, por todo Iquique y luego todo el norte del país.

* Esto no es ni será una comedia, jamás inventamos nuestra miseria. Entendemos nuestros deberes, pero no son hacia ustedes, quienes son los verdaderos ignorantes. No perturbamos el orden, nosotros lo somos. Y no hay mal que pueda ya sorprendernos.

Usted, señor, quien nos dice ladrones porque exigimos respeto, dignidad y la vida que por vivir merecemos, quien nos llama traidores por no acatar las ordenes de los que no tienen que trabajar todo un día quemándose la piel oscura para entregarle una mugrienta ficha a sus hijos, usted gran señor, no sabe que su tiempo ha acabado. El suyo y el de sus cómplices, y que nuevos vientos vienen soplando desde todos los rincones del mundo, vientos que borrarán lo sucio, lo viejo y podrido, el egoísmo que se traga al mundo. Quizás, si las cosas no hubieran sido como son hoy, quizás luego de que usted llevara a cabo la masacre que pretendía, conservaría su puesto importante y seria reconocido como héroe y llamarían cobarde a quien le ofendiera o quisiera venganza. Pero no, las cosas no saldrán así pues somos el primer suspiro de la tormenta que se avecina, señor.

Antes que el rucio acabara su discurso, el general había muerto desangrado. Con su muerte, la mayoría de los militares se rindieron y cedieron sus armas ante la obrerada y sus vidas fueron perdonadas, utilizados como rehenes contra las tropas que seguramente llegarían a ese nuevo territorio liberado, el primero de muchos por venir.

El rucio, cansado, miró el tejado de la escuela. Una figura humana y oscura, contrastada por la luz del sol que se escondía de a poco, estaba sentada y parecía sonreír, o eso sintió Luís, quien levantó su mano y saludó al hombre. Su hijo, que descubría su cabeza y caminaba a abrazar a su padre, preguntó quién estaba parado allá arriba.

– Son nuestros sueños.- dijo.

Autor SEBASTIAN GUMERA