Memo


Sr. Director de investigación
Facultad de Ciencias de la Tierra
Departamento de Estudios Antárticos.
Punta Arenas, 25 de diciembre de 2006.

Envío esta carta para dar una explicación al uso injustificado de recursos que he permitido como subdirector del departamento, y para relatar los acontecimientos que nos han impulsado a organizar esta segunda expedición, de la que en unos pocos días tendrá conocimiento.
Lo que nos aconteció aquel día despejado de enero, y que motiva ahora el entusiasmo en los preparativos del regreso, fue más allá del funesto retroceso de los hielos y las grietas. Como sabe recorríamos la costa del mar de Bellingshausen, en una zona llamada coloquialmente “el iglú del diablo” por los militares que comenzaron a colonizar la región en el siglo XX. Arribamos a nuestro objetivo sin contratiempos, pero apenas terminábamos de hacer la última perforación para obtener las, sentimos un fuerte “crack”, y el vehículo oruga que nos transportaba desapareció junto al conductor y uno de los dos militares que nos acompañaban. Luego, un tercer compañero, ingeniero en minas, desapareció junto con el barreno, y pronto yo me vi tragado y cayendo varios metros en un abismo blanco.
Cuando nos detuvimos, solo se me ocurrió mirar hacia arriba, y el panorama no era auspicioso: la abertura estaba casi 20 metros sobre nuestras cabezas, y si habíamos sobrevivido era por la gran cantidad de nieve, reblandecida por el implacable sol, que cayó con nosotros y que amortiguó nuestra caída,.
Reconocimos perdidas. Dos camaradas habían muerto, el ingeniero en minas (que terminó con el barreno atravesándole el estomago) y uno de los militares. Solo sobrevivíamos yo, un suboficial de ejército y mi estudiante de geología, los tres con serias heridas. De hecho, uno de mis pies se hizo puré en la caída. Como pudimos dimos aviso a la patrulla de rescate, que no vendría a buscarnos en menos de 6 horas. Por lo tanto, 6 horas resistimos el frío y nuestras heridas, tendidos de espaldas en el fondo de la grieta, hasta que finalmente un helicóptero trajo el equipo de salvataje que nos rescató.
Arrastrándose sin un brazo uno y sin algo más otro, pudimos juntar nuestras cabezas tendidos en el suelo para observar aquel extraño lugar y compartir opiniones. Discutimos varios minutos y quedamos de acuerdo que las paredes de aquélla grieta no eran de hielo, más aún, eran de una roca de un color azulino que, quizá lapislázuli. La muralla no era una sola masa, sino que estaba constituida por varios bloques cuadrados de aquella piedra azul y de piedras de otros colores, a simple vista más propias de los Andes continentales, cuyas junturas apenas podía percibirse y que eran demasiado simétricas para ser naturales.
La curiosidad era mayúscula hasta ese punto, pero nuestras expresiones de asombro se exacerbaron cuando gracias al paso del día y al desplazamiento del sol, sus rayos incidieron de forma oblicua en los bordes de la muralla ciclópea y distinguimos una variedad de extrañas características: desde largas corridas de almenas en el borde lejano de la grieta hasta pequeñas ventanillas plateadas que relucieron con el inconfundible brillo de la plata, que como geólogo reconocí bien. Nunca imaginé que, con la tecnología desarrollada en esos días, no diésemos con una muralla de estas dimensiones bajo el hielo eterno. Pasamos horas discutiendo el origen de aquella visión, hasta que finalmente nos sacaron casi a la fuerza de la grieta.
Puede usted crea que aquella ilusión fue producto de las hormonas que fluían torrentosamente por mi, pero pese a que quedé lisiado y un implante reemplaza los dedos de mis pies, mi regreso a la zona es irrevocable.

Esperando su comprensión, se despide.

Patricio Humboldt Cariman
Geólogo.
Ex subdirector de depto. de Estudios Antárticos


(ucronía de Pedro Díaz Cartes «Artefacto»)