Editorial Especial Años Luz – Mapa Estelar de la CF en Chile

No fue sino hasta que Marcelo Novoa comenzó a alborotar la adormilada escena santiaguino-porteña con su proyecto Años Luz: un mapa estelar de la ciencia ficción chilena, que supe de mi pertenencia a un gueto. Marcelo lo ha dicho en reiteradas ocasiones, en público y en privado: los escritores de literatura fantástica estamos encerrados en un gueto del cual él mismo nos invita a salir como leerán en la entrevista realizada a mi amigo y editor por Daniel Guajardo: quisiera decirles a los autores del fándom que saquen un poco sus cabezas de las madrigueras y asomen un pie fuera del gueto: les haría bien ser parte de la literatura chilena.

Pero vamos por partes, primero que nada, ¿Cuál es la definición exacta de gueto? En la Wikipedia dice algo más o menos así:

Un ghetto o gueto (del veneciano ghetto, «fundición de hierro», por la fábrica alojada antiguamente en el barrio posteriormente reservado a los judíos) es un área separada para la vivienda de personas de un determinado origen, o , voluntaria o involuntariamente, en mayor o menor reclusión. El término se empleó, originalmente, para indicar al ghetto de Venecia pero luego se extendió a los vecindarios de otras ciudades donde los judíos eran obligados a vivir. El término correspondiente en alemán es Judengasse; mientras que los ghettos árabes se denominan mellah. Ghetto hoy en día puede aplicarse a cualquier área urbana pobre.

Bueno, en primer lugar yo no creo pertenecer a esa entelequia denominada “fándom” que en el artículo de la revista Qué Pasa dedicado a Jorge Baradit es definido errónea (pero más poéticamente) por la periodista Yenny Cáceres como la abreviación de “fantastic kingdom” cuando en realidad lo es de “fanatic kingdom”. Yo no soy ningún fanático, detesto los fanatismos de cualquier clase y es por ello que no adscribo a ese fándom que ni siquiera estoy seguro que exista. Citando nuevamente a Yenny Cáceres en su nota para QP:

Históricamente, el fándom criollo se ha reunido a través de diversas agrupaciones, como la Sociedad Chilena de Ciencia Ficción o Ficcionautas. La muerte natural de estas asociaciones, sin embargo, no mermó el entusiasmo de algunos por seguir escribiendo. Además, el panorama actual es otro. Los clubes de Toby han desaparecido. Los nuevos escritores de ciencia ficción están lejos de ser un grupo de nerds sin vida que se la pasan discutiendo sobre la rivalidad entre los trekkies y los seguidores de Star Wars. Los de ahora provienen de diversas áreas y, en su mayoría, ya superaron los 30 años. Sus referentes, además, son variados y más allá de la literatura. El cine y la música tienen también su lugar.

Yo no pertenezco ni he pertenecido a ninguna organización como los Ficcionautas, el Fan-club de René de la Vega o el Círculo de amantes de la literatura decimonónica. Tampoco me considero un activista. Sólo soy un tipo que llegada cierta edad consideró que debía “devolver” todo lo que el arte (en general) le había entregado, a través de la creación, la divulgación, la crítica y otras instancias. Pero no soy fanático de nada que no sea mi familia y Dios.

Por lo tanto, y pese a ser el editor de este pasquín electrónico, haber colaborado con el mítico Fobos y escribir regularmente para varios sitios Web especializados, creo estar muy en la periferia como para ser parte de un fándom y mucho menos de un gueto, aunque sí me considero dentro de la descripción proporcionada por Yenny Cáceres sobre los nuevos escritores de ciencia ficción.

El tener cierta exposición pública no garantiza nada, sobretodo en Internet. Pasa con mi otro proyecto, el e-zine de divulgación y apreciación del cómic Calabozo del Androide. Ya voy para los 30 números publicados pero eso no significa que me hayan invitado alguna vez a esas convenciones que se realizan de cuando en cuando, o que me lleguen por correo las últimas publicaciones chilenas para ser reseñadas como Caleuche o Bilis Negra. ¡Sí hasta los amigos de Ergocómics pensaban que mi modesta revistilla era española! Yo sólo me remito a leer y comentar los cómics que tengo a mano, y por suerte hace tiempo que no necesito recurrir a las comiquerías, sitios en que la atención solía ser pésima y donde cualquier ñoño creía estar en el derecho de entablar conversación contigo sobre el cambio de traje de Superman o la enésima muerte de Jean Grey.

Nunca me propuse escribir ciencia ficción, fantasía, horror cósmico, novela detectivesca, poesía metafísica o lo que fuese. Simplemente me puse a escribir, participé en un concurso de literatura de cf y obtuve una distinción. Cómo me había ido bien en ese género, me entusiasmé y escribí otro cuento, y participé en otro concurso, y obtuve otra distinción. En el camino fui conociendo gente sobretodo a través del fanzine Fobos y comencé a involucrarme porqué básicamente no había nadie más dispuesto a hacer el trabajo. Cómo cantaba Chuck Mosley primero y Mike Patton después en We Care a Lot: “Oh it’s a dirty job but someone got´s to do it”.

Según el amigo Novoa nos haría bien a nosotros (y a nuestros escritos que muy pocos leen) ser parte de la literatura chilena. Él contempla “desde fuera” todo este asunto de la ciencia ficción chilensis, y sí dice que somos un gueto, pues probablemente lo seamos.

Después de todo a veces suele ser verdadero aquel viejo adagio que señala que los árboles no dejan ver el bosque. Yo por lo menos he dado un paso fuera de ese supuesto gueto al confiar la publicación de mi primera novela al amigo Novoa y su editorial Puerto de Escape. Creo que no podría estar en mejores manos.

Y esa hubiese sido una excelente forma de rematar esta editorial de no ser porque aún debo informarles sobre los contenidos del presente TauZero dedicado íntegramente a Años Luz y a su autor, el amigo Novoa. Pero antes hablemos de los Beatles.

De seguro los lectores de TauZero han escuchado alguna canción de los Beatles en su vida y es más que probable que conozcan Penny Lane de McCartney o Strawberry Fields Forever de Lennon que versionaran los Fabulosos Cadillacs a dúo con Debby Harry de Blondie. Pues bien, ocurre que estas dos canciones iban a ser incluida en el famoso Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band que saldría al mercado el 1 de junio de 1967, pero la afirmación de Lennon sobre la popularidad de su banda por sobre la de Jesús unida al descenso en las ventas como consecuencia de la retirada de la banda de las giras hizo que la discográfica decidiera lanzar Strawberry Fields Forever y Penny Lane como single anticipatorio del Sgt. Pepper. ¿De quién fue la brillante idea?, pues del llamado no sin justicia “quinto Beatle”: George Martin, quien alguna vez tuviese el dudoso privilegio de presidir el jurado en el Festival de Viña, y que declaró esto en 1995:

Strawberry Fields y Penny Lane no fueron incluidas en el nuevo álbum porque nos parecía que si sacábamos un single, no debía figurar en un álbum. Era una tontería, y me temo que fui parcialmente responsable. Hoy en día nadie piensa en eso, pero por aquel entonces intentábamos dar algo a la gente a cambio de su dinero. Realmente, la idea de una doble cara A surgió de y de mí. Brian sólo pensaba en recuperar la popularidad, así que queríamos asegurarnos de que fuera un bombazo. Vino a verme y me dijo: “Necesito un single realmente magnífico. ¿Qué tienes” “Bueno, tengo tres temas —le dije—, y dos de ellos son los mejores que haya grabado nunca. Podríamos juntarlos y sacar un single sensacional. Lo hicimos, y tuvo un éxito increíble…, pero también fue un terrible error. Hubiéramos vendido muchos más discos y subido mucho más en las listas si hubiésemos sacado un single con, digamos, When I’m Sixty-Four en la cara B.

Y así como Strawberry Fields y Penny Lane no fueron incluidas en el que es considerado el mejor LP de la historia del rock (pero sí en el siguiente álbum), Marcelo Novoa dejó fuera dos cuentos de Años Luz que ahora nos entrega para deleite de nuestros lectores. Además
tenemos una entrevista inédita al amigo Novoa realizada por nuestro periodista y apicultor residente, Daniel Guajardo; el comentario de Omar E. Vega (que no es un Nexus-6) a la antología: la impresiones empíricas de Jorge Baradit: y las divagaciones usuales y sinsentido de quien escribe.

Excelsior!

Sergio Alejandro Amira
Editor Tauzero
Santiago de Chile, 13 de junio, 2006

Juegos de video son negocio redondo

por Santiago Elordi (*)

A la memoria del sacerdote Bartolomé Las Casas.

Mi amigo J.P.F. me llamó un día por teléfono para ir a jugar video. Teléfono se llamaba un aparato de comunicación a distancia. Fue un domingo cuando mi amigo me llamó. Domingo se llamaba a la séptima sucesión de días que formaban una semana. Una medida para dividir el tiempo indivisible.

El local de juegos estaba invadido de máquinas supersónicas. Invadido por humo de cigarrillo y un olor entre chicle de menta y colonia inglesa. Ubicado en la esquina de Providencia con Lyon. En la ciudad de Santiago. Una ciudad ausente y pálida a los pies de la montaña.

El local de juegos estaba invadido de niños y niñas con cara de mujeres atrevidas. Vigiladas por guardias de traje azul con revólveres a la cintura. Así juegan los niños a los pies de la montaña. De pronto una de las máquinas se tragó la ficha. Mi amigo entraba en una descomunal batalla.

En un helicóptero volaba disparando ráfagas de ametralladora hacia un camino de tierra roja donde avanzaban los blindados enemigos. Sobre el difuso horizonte aparecieron de improviso aviones rusos a la velocidad del rayo. Hábilmente el piloto esquivó los proyectiles en el aire, y disparó unos teledirigibles hasta liquidar parte de la escuadra enemiga. ¡Cuidado! Por entre palmeras el helicóptero sorteaba la pesada artillería. El viento movía los árboles y mi amigo continuaba con vida. Al pasar sobre los ramajes de una tupida selva, tiritaron algunas luces, eran soldados camuflados que comenzaron a disparar recostados en el fango… Fue entonces cuando me di cuenta de que mi amigo se encontraba en la guerra del Vietnam.
Desde lo alto fue matando a todos los hombrecitos amarillos, uno a uno. Monos y pájaros también se desplomaban de los árboles. Cerca de la costa a un costado de un campo de plátanos, bastaron unos nuevos teledirigibles para que una aldea entera explotara en fuegos púrpuras sobre las aguas.

– ¿Para qué diablos disparas contra el pueblo?, le pregunté al piloto.
– Me equivoqué, contestó.

Y fumó. Y giró el helicóptero en 180 grados y apareció sobrevolando el mar. Y siguió avanzando y avanzando. A su paso iba destruyendo caminos, puentes, estaciones de radio, fábricas…

¡Qué águila! ¡Qué precisión de águila! ¡Un halcón en la batalla! Cualquier pestañeo le hubiese costado la vida. Hubiese dejado sus plumas reales aplastadas en la tierra del oriente. Mientras volaba, el piloto me iba explicando las técnicas de combate:

– Para aviones y construcciones debes utilizar las bombas dirigibles, para blindados menores la ametralladora movible. Mira, fíjate bien… «Tratataratratatatratrata…».

Y continuaba mi amigo disparando invicto por el cielo. De pronto detuvo el avance y descansó. La hélice quedó sonando sola en las alturas. Comenzó a oscurecer en el mundo, y entonces yo encendí un cigarrillo. Abajo, navegando en el Índico un escuadrón de naves apareció por entre las nubes… El piloto soltó el aliento y volvió al combate:

– Jamás ataques a estos barcos de frente, me dijo.
Y desobedeciendo el consejo, como un kamikase se lanzó contra un submarino que emergía de las aguas… Encaminándose en medio de la noche, un rayo fulminó su helicóptero. Millones de pedazos esparcidos por el cielo. Su gran combate había terminado.
-¿Por qué lo hiciste si sabías que ibas a morir?
– Para que aprendas a jugar, me contestó el piloto.

Luego, apretando unos botones, escribió su nombre en la pantalla.
La guerra es un juego, la música atronadora del aire enrarecido. Algo así corno un alarido salvaje que sube y baja por los resbalines de una noche furiosa.

¿Frente al irresistible silbido de las balas, quién llora los exterminios, las soberbias y antiguas construcciones en ruinas? La sangre de los muertos pinta un soberbio paisaje. La guerra entre los hombres: único gran espectáculo donde las entrañas se emocionan. Portentoso, salvaje, profundo, incontrolable, donde el arrepentimiento llega demasiado tarde.

Esos juegos importaba el Imperio a las colonias. El gran negocio de asomar las vísceras al aire. Y entraban niños a gastar sus ahorros en el gran show de los soldados con estrellas.

Cuando llegó mi turno introduje la ficha en la ranura de la máquina. Silbando, inmutable y olímpico, como un Dios de la guerra, como un diestro asesino que corta flores del jardín con aire inocente, con el encanto de una bailarina que salta de hoja en hoja mientras la sangre pasa bajo los puentes moví las piernas y los brazos. Estaba listo para comenzar…

Y apreté el botón verde de la partida y me fui disparando como un ángel furioso por los dilatados cielos. Apreté los comandos de la izquierda y derribé diez aviones cazabombarderos, los tanques explotaban fulminados en el suelo. Sonaron sirenas de alarma por largos caminos entre la selva y volé esquivando las descargas antiaéreas. No pasaron dos segundos y asomé mi vuelo sobre el océano. Pero camuflados contra el fondo de los acantilados una tropa de artilleros atravesó mi vuelo sacándome del juego.

Todo había terminado… Para el combate hay que tener entrenamiento. De lo contrario se cae, se cae desde siempre, como un pequeño aprendiz que no sabe remontar el vuelo. Se cae hasta «el duro cementerio reservado a los verdaderos aviadores y sobrepoblado de muertos amortajados en sus paracaídas, como momias o larvas que esperan en país de infieles el sol de la resurrección».

Se cae hecho polvo de metales por los huecos del aire. Pájaros, paracaidistas, pilotos, helicópteros, aeroplanos, mariposas, se cae. Ángeles perdidos siempre volando hacia un sol eterno. Alas malditas revelándose ante la muerte.

Muertos entonces abandonamos la sala de juegos, mi amigo piloto y yo. Junto a las tiendas de Providencia, subimos por la vereda. En cámara lenta parecían caer las hojas del otoño.

Pasado el tiempo en mi casa una noche tuve un sueño. Un sueño que ningún hombre de otra época pudo haber soñado nunca. Un escuadrón de máquinas jóvenes como legiones de ángeles salvadores avanzaba por la ciudad.

* * *

¡Ah!, yo pertenecía a otro mundo, se me olvidaba. Venía de la era de los flippers: mastodontes de madera dibujados, pacíficas y lentas bolas de acero chocando con flores de colores. Bares tropicales, cantinas del lejano oeste, monos trepando por palmeras y aullando bajo la luna. Ese tiempo se estaba yendo y yo no me daba cuenta encerrado entre el mar y las montañas. El tiempo, como una cicatriz enorme por el consumo de tecnología, se abría ante la nueva edad de las naves y la guerra.

Entre los niños de la sala jugaba una niña. Era una «lolita», preciosa. No tenía más de 15. Ceñida a su delicado cuerpo traía una corta minifalda. El pelo teñido de rojo le caía disparejo hasta los hombros. Del bolsillo de la campera sacó una petaca de pisco. Mientras hundía los botones, fumaba y tomaba del gollete. Yo tenía apenas 25 y me sentí muy viejo.

El combate de «lolita» era fantástico: encendidos colores metálicos que se esfumaban en el espacio. Formas concéntricas girando, émbolos detonantes casi transparentes en órbita para destruir su nave madre. Minúsculos asteroides que explotaban sembrando el espacio de veneno. Engendros galácticos tejiendo redes de luces en la bóveda celeste. Sirenas aladas huyendo de espanto. Huracanes, ciclones de polvo de estrellas cubriendo las ciudades como una tempestad de arena. Hoyos negros y silencio. Y la nave comandada por la preciosa «Iolita», triunfante salió a la luz desde los intrincados y lúgubres laberintos celestiales.

Mi amigo piloto le ofreció un cigarrillo. Displicente, como quien mira un bicho raro lo tomó entre sus labios; y sin comentarios se instaló a jugar en otra máquina. Entró a la sala un tipo mayor, venía borracho, y del pelo la arrastró por las baldosas hasta afuera. Tras los ventanales los vimos que de pronto se besaban y abrazados se alejaban. Pensamos que en la esquina se pondrían a volar, pero doblaron caminando como lo hacían todos los hombres en el año de 1985.

Esa misma tarde los guerreros sacaron sus máscaras y bailaron una ronda. Faunos rabiosos arrojaban piedras a las niñas del mundo. Al otro lado de una ventana donde posiblemente no haya nada.
En mi ciudad, repetían las personas instruidas y los anuncios:

«Quien no sepa computación en el año 2.000 será un analfabeto». Y el orgulloso anciano que persistía en pasear en su Ford del cincuenta sería volado por el aire. El maquinista aferrado a su lenta locomotora, abriéndose paso entre los bosques, sería volado por el aire. Los relojeros suizos y todo ese delicado mundo de chocolate, sería volado por el aire. El pintor con caballete pintando paisajes estivales, los platos preparados a fuego lento, los bailes de la patria y los vinos viejos serían volados por el aire.
Sin embargo el año dos mil llegará a la tierra. Los pastores seguirán viajando con sus ovejas por los valles. El agua seguirá brotando de los pozos bajo tierra.

La escalada de la técnica. La industria está diseñando una fuente de felicidad y de respeto. El futuro que algunos persisten en creer que nos traerá el paraíso. Poder viajar a la esquina del planeta en fracciones de segundos. Soplando un fermento nos llenaremos la boca de comida. El trabajo lo harán los androides de acero. Nosotros jugaremos al golf, al ajedrez, por fin al amor y al ocio en parques y jardines…Mi país estaba habitado por grandes manadas de cándidos consumidores. Son buenas personas en el fondo. ¡Castillos de barro en las orillas del mundo! ¡Miserables sueños del hombre acomplejado de progreso!

Y abandonamos la sala de los juegos. Esas guerras artificiales. Esos combates de la imaginación y del espanto en lejanos países y constelaciones. La ciudad con sus enormes empalizadas de concreto y letreros girando en lo alto, parecía un signo de un tiempo inanimado, antiguo, columpiándose en el aire, como el paisaje inmóvil de las cumbres nevadas del fondo, a la espera de algún mago que les devuelva el soplo de vida.

Y de vuelta a casa nos fuimos corriendo. A orillas del Canal San Carlos llegamos agotados, con la lengua afuera. Y sobre el puente nos sentamos a fumar, a mirar la corriente. Cartones, diarios, botellas de plástico arrastradas por la corriente, en su gran recorrido al mar y quién sabe si de allí a las estrellas. Y sobre ese puente nos imaginamos muchas cosas, corno por ejemplo nos imaginamos una nueva sala de juegos. Donde niños jueguen con máquinas nuevas. En una máquina donde, en vez de naves, estuviéramos nosotros dentro, con todo lo que estábamos mirando, con el puente, la corriente de las aguas pasando y todo lo que la vida se lleva.
Y sobre el puente pensamos en el viejo sueño de los poetas. Ese de que algún día el juego se juntará con la vida. Y abrimos un libro y leímos: «…Pronto llegó la nave a la isla de las sirenas…Entonces tomé trozos de cera que ablandé un poco al sol y fui tapando el oído de mis compañeros a quienes pedí que me ataran al mástil».

Y sobre el puente seguimos soñando; nada menos que el gran juego de la vida. Ya no escuchábamos el ruido de la corriente, de los autos, de la ciudad. La cera de Ulises nos había tapado los oídos… Y sobre el valle cayó la noche y el reflejo de la luna sobre el agua. Si al menos en el cine uno pudiera besar a la heroína, pensamos.
¡Oh, milagro donde lo leído pueda ser vivido! ¡Alquimia del verbo y la vida! Donde el que cuenta, y la historia, y el que lee la historia serán un solo cuerpo y la misma vida revelándose.

Juegos de video, y estas palabras escritas de vuelta a casa después de un domingo: Palabras que bien pudieron no haberse escrito nunca. Si los pensamientos mueven el mundo, algo asombroso está sucediendo en el patio de mi casa. Miro por la ventana, la hija de mi hermano juega con tierra en la boca, con las piernas colgando de la pandereta, sentada frente a un árbol se pone a cantar:

Qué linda en la rama la fruta se ve.
Si lanzo una piedra tendrá que caer…

por Santiago Elordi

(*) “Cambio y Fuera. Cantos y Visiones” Ediciones Hachette, Colección Arte y Literatura, 1992.

Leonardo Da Vinci en Los Infiernos

Santiago de Chile es una ciudad hispánica de índole o corporeidad muy singular. Día a día sobre su cielo inmensamente azul aparece el sol por detrás de la grandiosa cordillera de los Andes que; a un costado, la protege como una muralla trazada por los cíclopes. Otras veces esta montaña se nos presenta como una ballena gigantesca, varada en tierra verde, que toma diversos colores a la hora del atardecer y que en su lomo tuviese espumas -nieblas-, o bien que en invierno le hubiesen espolvoreado nieve por su lomo. Todo el año se ven desde la ciudad las nieves eternas, pero su altura no sobrepasa los cuatrocientos metros sobre el nivel del mar. A treinta kilómetros están las canchas de esquí de Farellones y a cien, por una carretera plana, entre colinas y montañas, se desemboca en el océano Pacífico. Debiera ser tan calurosa como la Ciudad del Cabo (en Africa), pues tiene su misma latitud, pero un ángel frío e invisible: la corriente marina de Humboldt, que viene del Polo Sur, le otorga cuatro estaciones, frutas y los más bellos durazneros en flor. En primavera el espíritu se confunde y uno se pregunta si está en Tokio.

Pero, como toda ciudad hispánica es de corte irregular y confuso. La calle Alonso Ovalle corre paralela a la gran avenida O’Higgins -su Alameda de las Delicias-, pero es estrecha y a menudo se pierde. Hay muchas calles cerradas, sin continuidad, que de pronto se ocultan, pero vuelven a aparecer, como esos ríos subterráneos, unas cuadras más allá… En la calle Alonso Ovalle está el templo de San Ignacio de los jesuitas y en ella conocí a Roberto Osborne, un hombre demasiado singular, hace algunos años. Era un chileno de origen inglés, entonces tendría unos sesenta años de edad. De elevada estatura y cara rojiza, muy bien rasurada, daba la impresión, incluso por sus cabellos grises, rebeldes y como disparados, de que el tiempo lo hubiese quemado un poco o tal vez, chamuscado.

Sus ojos eran negros y muy vivos. Tenían un raro resplandor de piedra mágica e invicta. Un amigo que por aquel entonces era profesor de Historia me llevó a su casa y, de inmediato, debido al nombre de la calle ya mentado se trabó en una disputa con él. En efecto, afirmaba Osborne que el jesuita Alonso de Ovalle en las descripciones que había hecho de Chile, durante la Colonia española, había afirmado que no muy lejos de Santiago de Chile, las viñas daban unos racimos gigantescos. El profesor negaba el aserto, rotundamente, diciendo que se trataba de «narraciones fabulosas del padre Ovalle, sin ningún fundamento plausibIe». Pero ante mi asombro creciente, Osborne, con un dominio de la química geológica, que me pareció la de un sabio, fue haciendo una descripción acerca de cómo se empobrecían los suelos, después de unos cuatro siglos de cultivos incesantes, hasta dejarnos maravillados. Pero el fuerte de sus conocimientos no era la composición de las tierras sino el esoterismo egipcio, de los grandes sacerdotes y ciertos problemas matemáticos relacionados con la física. Ante el espanto de su familia y sus hijos, había consumido gran parte de su vida en estos estudios, sin ejercer la profesión de abogado. A duras penas se había ganado el sustento en negocios más o menos desconocidos y como calígrafo y químico (en asuntos de medicina legal), en el más importante de los juzgados criminales de su ciudad natal. En esa primera entrevista nos habló largo de Demócrito, el millonario y sabio griego, que según los poquísimos datos que de él aún quedan, vivió en el siglo V, antes de Cristo y que fue, según sus fragmentarios cronistas, el gran visitante de los esquivos sacerdotes e iniciados de Egipto.

Volví varias veces a casa de Roberto Osborne, por las tardes, sin el funesto profesor de Historia, por cierto, que en nuestra primera entrevista había producido esa tan encarnizada y absurda discusión sobre los racimos de uvas, de tamaño gigante descritos por el padre Ovalle. Pero siempre me inquietaban los ojos de Osborne, y su aspecto rojizo, sollamado, como si se tratara de una arcilla que la habían puesto a cocer en un horno de alfareros. Pensaba en Heráclito de Efeso y en su teoría del fuego. Pensaba si el tiempo era, acaso, una expresión invisible de fuego, o de un raro fuego que va quemando a los hombres y los hace envejecer. Nunca tuve el coraje de decírselo y hoy me arrepiento de ello. A menudo interrumpía nuestras veladas su hijo mayor, un joven de mi misma edad, muy práctico y aventajado en sus estudios de medicina, sin ninguna probabilidad de que, algún día, el pájaro azul morase en su cerebro. Entraba sigiloso, le daba a Osborne un beso en la frente con gran prestancia juvenil, y le decía:

-«Padre, cómo nos hemos empobrecido mientras tú sigues buscando la piedra filosofal y vives tan plácidamente «dentro del círculo»…
Esta última frase era una alusión del muchacho a un poema de Osborne -pues había cultivado con esmero la poesía lírica- en que decía:
«Me encuentro donde siempre se es, no estando;
en el instante fijo, que no existe,
siendo en la esencia universal presente».

(Dentro del círculo).

Si bien éstos eran los versos que inquietaban a Javier (el hijo primogénito de Osborne), por mi parte yo pensaba en estos otros:

«Dispongo cuanto indica el manuscrito;
jamás titubearé al interpretarle,
que a la luz interior todo es legible.
Al terminar, cumpliendo con el rito,
sin pena, ni alegría he de quemarle
las fibras en el Fuego inextinguible»,

Entonces, yo me decía para mí mismo: «si, el Fuego inextinguible -el Tiempo- ese que lo está quemando a él…» (Ese que lo está quemando a él, requemándolo terriblemente…).

En una de las veladas, con toda sencillez, un día impensado me dijo:
-«Antonio, a «la luz interior todo es legible». (Utilizaba un verso suyo sin darse la menor cuenta). Anoche he soñado que en el bloque de mármol en que esculpió Miguel Angel su «David» memorable, trabajó antes otro artista…, Estoy seguro que abandonó la obra. . . Luego se le ofreció a Leonardo de Vinci proseguir la tarea, pero rehusó la oferta (vi un caballo colosal…). Finalmente, Miguel Angel tomó el gran bloque de mármol y esculpió su «David». Yo se lo aseguro».

Sentí un germen de fábula en sus palabras. Me intrigó aquello de un trabajo superpuesto, en un mismo bloque. Sentí un raro impacto. Aquello no podía ser como esas catedrales levantadas en parte por una generación y luego concluidas por otra, u otras.

«-De ser efectivo -le repuse- usted lo ha leído en algún libro o alguien se lo ha contado… De ahí viene su confusión…»
Me pareció que su rostro tomaba un aspecto más enrojecido y que sus ojos eran muchísimo más negros. En sus manos me pareció ver el ademán litúrgico y severo de algún sumo sacerdote, para luego responderme con increíble presteza:

«-No, no; no lo he leído en ningún libro, ni nadie me lo a contado nunca,., Estoy seguro, segurísimo. Desde hace algún tiempo estoy recogiendo estas valiosas experiencias de telepatía onírica, ¿Sabe…? Son modestas revelaciones que las capto durante el sueño, en forma imprevista, sobre temas diversos. Algunos no son de mi especialidad, me interesan poco… Hace algunos meses que le conté el asunto relativo a Demócrito, el monumento en su ciudad natal. Pude captar mucho de lo conversado por un círculo de helenistas del Pireo…

Al día siguiente, pese a mis muchas ocupaciones y preocupaciones, tomé contacto con un rumano que actuaba como crítico de arte de cierto diario de mucha circulación. El individuo era calvo como una calabaza y usaba unos gruesos lentes, con armaduras negras, muy especiales. Los usaba de ese tamaño y grosor para lograr una índole o personalidad especial. Después supe, por mi oculista, que dichos lentes le estaban produciendo una afección nasal… La armadura pesaba demasiado. Lo interrogué acerca de las afirmaciones de Osborne, pero no sabía nada, absolutamente nada sobre el particular. Se limitó a decirme:

-«¿Qué quiere que le diga..? Otro juguete esotérico d Osborne … Algo así como el monumento a Demócrito… o esos avances en los cálculos matemáticos para desintegrar el átomo …»
-«El monumento a Demócrito se levantó en su ciudad natal. He visto en el periódico la noticia respectiva. ¿O es que todos estamos alucinados?».

En lo que concierne a Demócrito he omitido decir que Osborne me relató que había escuchado lo «esencial» -fue su palabra exacta- de una reunión habida, no recuerdo bien si en el Pireo o en Atenas, en sueños, por medio de su telepatía onírica acerca del monumento que se había acordado erigirle a Demócrito. Lo que más me inquietó al darme la noticia no fue su autenticidad, sino acerca del hecho de si se podría ubicar o no, después de veinticinco siglos, la cuna terrestre del sabio griego Pero en torno al bloque de mármol nadie pudo decirme nada. Como Osborne insistiera en la verdad de su revelación, me adentré, por mi cuenta, en investigaciones sobre el gran Leonardo de Vinci. Supe que fue el hijo natural de un señor importante. Conocí su desafecto por las mujeres y su amor por los efebos. Entonces comprendí por qué su estampa de Cristo no era varonil. Me impuse de las intrigas históricas en torno a su Gioconda y su sonrisa de esfinge; dicho sea de paso, pese a su maestría; esta Gioconda siempre me resultó poderosamente antipática. Una vez, por el periódico, supe que había sido robada del Museo del Louvre. Compadecí, secretamente, al hombre que verificó su hurto. Después me inquietó esta frase suya: «El hombre posee gran razonamiento, pero en su mayor parte vano y falso. Los animales lo tienen en menor grado, pero útil y verídico». Varios días repetí: «vano y falso» como quien se mece en una silla de balancín: «vano y falso». Todo lo contrario de lo que nos decía el sacerdote que nos hacía clases de religión y que negaba, a pie juntillas, la inteligencia de los animales. Cuando niño yo siempre me resistí a creerle lo que afirmaba el padre Marambio, pues Ludovico, mi gato, según mis experiencias, era un genio. Después hallé otra frase de Leonardo que me pareció inmensa: «La vida bien aprovechada es larga». Yo entonces quería vivir mucho, muchos años. Ignoro para qué. Pero luego hallé otra, maravillosa: «iFatiga, primera muerta! Yo no me canso nunca de servir». Entonces, no me di cuenta de que quien amase esta última sentencia, siempre sería pobre. Es lo que me ha sucedido y no lo deploro. Yo sé que mi coraje es más alto que los montes Himalayas. Avancé por sus palabras y leí lo siguiente: “El ambiente de una pequeña habitación reajusta el espíritu. El ambiente de una grande, lo extravía». Yo entonces dormía en un cuarto muy pequeño y me causó cierto orgullo haber coincidido con Leonardo. Pero sus afirmaciones y estudios eran una cascada interminable (iqué hacer!): «El corazón es el más poderoso de los músculos». Leonardo fue el primero en descubrirlo y afirmarlo. Dibujó corazones maravillosamente. A fines del siglo XV conoció su funcionamiento como el más moderno y afamado de los médicos de hoy. Seguí avanzando por sus escritos, mejor dicho por los restos de sus manuscritos, pues los confió a un individuo que los puso en un granero y las lluvias los destruyeron, en gran parte, después de su muerte. Pensé que los papeles de los hombres que aman a los efebos siempre tienen mal fin. Sólo las mujeres sirven para guardar tesoros. Sólo ellas. Pero proseguí leyendo. Supe que había descubierto la ley de la gravitación universal y que el que hizo los cálculos fue Newton. Luego estudiando el mar Adriático hasta Montferrat, en Lombardía, contradijo a la Biblia en sus afirmaciones sobre el Diluvio. Sus estudios de las capas de conchas de las montañas daban otros datos muy diferentes. ¡Dios mío, pensé, cómo no lo alcanzaron las llamas de las hogueras del Santo Oficio! ¿Fué procesado o perseguido? No. Los hombres que aman a los efebos tienen pocas responsabilidades familiares. Sus afirmaciones no son muy tomadas en cuenta. Además, fue amigo de príncipes, cardenales y prelados preciaros. Entonces mi infra yo se dijo: «el papa Borgio tenía hijos; ¡ésos sí que eran Papas!». Finalmente, me encontré con el pintor. Leonardo decía en un párrafo muy especial: «La pintura va declinando de edad en edad y se va perdiendo cuando los pintores no tienen por maestra más que la pintura que los precedió»: (Y proseguía): «El pintor producirá una obra de escasa calidad si toma por maestra la pintura de los demás” (pensé en el pobre Portinari); pero si se inspira en la naturaleza dará buenos frutos». (Vi a Goya con su maja desnuda, que no era tal maja sino que una noble española que le gustaba recostarse desnuda). Pero el texto seguía: «Nosotros vemos que desde los Romanos (lo escribió con mayúscula) los pintores se han imitado el uno al otro y así, de época en época, provocaron siempre la decadencia de ese arte». (iPobre Portinari .. .!). Y el texto terminaba así: «Después, vino Giotto: ese florentino nacido en solitarias montañas, habitadas solamente por cabras y parecidos animales, y mirando la faz de la naturaleza como equivalente del arte, se puso a dibujar sobre las rocas las actitudes de las cabras que guardaba y continuó dibujando todos los animales que encontraba en la región (sin duda que no amaba a los efebos, pensé) y esto, de tal modo, que después de mucho estudio, superó no solamente a los maestros de su tiempo, sino que también los de muchos siglos pasados».

¡Por fin creí estar cerca de lo que buscaba! Leonardo también había sido escultor y planeó un monumento ecuestre, con un caballo gigante, hecho todo de cera, para Francisco Sforza. ¡Cuán grande era Leonardo de Vinci y cuán ignorantes somos nosotros! Dicen los cronistas que el caballo estaba listo para fundirse en bronce (y leonardo ya había hecho los estudios para fundir doscientas mil libras de ese metal, una tarea casi imposible para la época), cuando llegaron los franceses, sitiaron a Milán y los soldados empezaron a ejercitar la puntería en la cera del caballo utilizándolo como blanco… Pero pronto me di cuenta de que la verdad no era ésa… Tras esa inquietante fábula se ocultaba la incuria y el descaro de todas las épocas -incluso el Renacimiento- frente a los prodigios del arte y los artistas. La intemperie y el olvido, no las ballestas de los soldados franceses, meros alfileres frente al colosal caballo, destruyeron, para siempre, a esa octava maravilla del mundo. Milán lo sabe.

Osborne me había dado mucho trabajo, es cierto, pero, ¡cuánta alegría! Pude saber tantas cosas. En ciertos momentos tuve varios presagios. Osborne era reputado por algunos -los menos, por cierto- como un hombre peligroso: debido a su curiosidad insaciable (un poco Leonardesca, pensé…), una cierta vez se había puesto (él mismo me lo relató), a revisar en uno de los juzgados del crimen, en donde trabajaba, unos objetos de valor de un caballero que había sido asesinado en condiciones muy misteriosas (amores extraños, me agregó) y fue detenido, algunos días después, pues los detectives, tras de muchas averiguaciones hallaron sus impresiones digitales en ellos y creyeron haber dado con el verdadero asesino. Osborne, rara vez recordaba este lamentable suceso, pero, cuando lo hacía, se reía a carcajadas. ¡Demonios -pensé-, ir a ver a Osborne sirve sólo para salir cargado de problemas raros y más que todo, enciclopédicos! ¡La cosa había empezado por los racimos de uva, gigantes, del padre Alonso de Ovalle y ahora había estado embobado y enfrascado en el colosal monumento ecuestre a Francisco Sforza!

Pero toda búsqueda al fin se corona con la decepción o el júbilo y todo lo relativo al David de Miguel Angel, ya estaba aclarado: Decía el texto: «En los primeros años del siglo XVI existía en las proximidades de Santa María del Fiore, un gran bloque de mármol en el cual se había esbozado en parte la imagen de una figura gigantesca. El artista que por incapacidad hubo de abandonar este trabajo cuando apenas estaba iniciado fue Bartolomeo di Pietro». Pronto supe -Vasari lo dice- que el gonfaloniero Pietro Soderini tuvo «la idea de confiar a Leonardo de Vinci la terminación de la estatua que debía ser la de un David blandiendo su honda». Todavía existen no pocos dibujos de Leonardo, en los cuales ha quedado el testimonio gráfico de que intentó realizar esta obra. Pero todo parece indicar que su preocupación por fundir el colosal caballo de Francisco Sforza lo hizo desistirse de este proyecto y él pasó, de lleno, a manos de Miguel Angel. El asunto estaba claro y yo sentí una ínfima impresión deslumbrante. Me imaginé el gran bloque de mármol blanco y al saberlo todo sin duda que debí encarnar una mínima cuota de esa impresión maravillosa que vivió Roald Amundsen cuando colocó su bandera noruega en el polo Sur. ¡Eran las inevitables exploraciones bibliográficas a que nos conducía Osborne! Recuerdo que ese día me encontré con Mardoqueo Mardones, un compañero de estudios de derecho, al cual le conté la ubicación del aserto.

-«¡Lindo hallazgo!» -me dijo-. «¡Cómo pierdes el tiempo tratando de confrontar las pedanterías mágicas de Osborne! Cualquier auditor de ondas cortas,… mira, para ser más concreto… cualquier individuo que posea un buen receptor Hallicrafter, sabe más que Osborne y toda su majadería de la telepatía onírica…»

Aun hoy recuerdo que me imaginé a todos los encarnizados auditores de ondas cortas como a vampiros invisibles pegados a todos los muros, los techos, las azoteas y todas las casas del mundo, escuchando, espiando, sabiendo miles de cosas. Vi las pequeñas islas griegas con sus palacios y a los monjes budistas de Bangkok con sus túnicas amarillas a la hora del crepúsculo. La hora en que las ondas cortas se escuchan mejor durante el invierno. ¿Era compatible una audición de este tipo con esos interminables cálculos matemáticos en que estaba sumido? Por mi parte, tampoco nunca le atisbé instalaciones de este tipo.

Cuando volví a verle y le conté que había podido comprobar sus aseveraciones, después de no pocas búsquedas, se mostró algo frío y ausente. Ya le preocupaban otros asuntos muchísimo más complicados. Después de unos largos minutos su rostro tomó una rojez más intensa (es el fuego de Heráclito, el tiempo que lo está consumiendo y quemando, pensé para mí mismo), y experimentó cierto gozo de que yo hubiese comprobado su visión.

-«Antes de contarle -me dijo- aquello que yo llamaría la metamorfosis del «David» de Miguel Angel, lo único especial que sabía de él es que estuvo por largo tiempo en un patio de Florencia, pero al fin se dieron cuenta que la lluvia lo estaba gastando… (la lluvia también gasta las cosas, me insinuó) y, entonces, hasta los días de hoy fue colocado bajo techo».

Pero bien sabía yo que sus inquietudes ya eran otras. Mientras miraba sus antiguos libros -casi quemados por los años, víctimas ya de una amarillez insalvable, me habló largamente del “almoducto». En un principio no pude entenderle bien de qué se trataba. Me explicó que la palabra venía de «alma» y de “conducto» y que ya era una creación familiar a los mejores arqueólogos mexicanos. Que era el tubo o el orificio que habían dejado los egipcios y todos los pueblos antiguos -incluso los mayas y aztecas- en las tumbas y sarcófagos para que las almas de los difuntos pudiesen circular libremente. Le escuchaba con atención, pero subrepticiamente lanzaba algunas miradas para ver el susodicho aparato de ondas cortas que si no era una testarudez, al menos era una obsesión en la mente de mi amigo Mardoqueo Mardones.

Confieso que siempre me inquietó esa especie de lobreguez aristocrática de su sala escritorio. Era estrecha, algo oscura, recargada de papeles y de mapas. Había un globo terráqueo, demasiado amarillento, con los tonos del marfil antiguo, pero con una maravillosa escala para medir distancias, longitudes, latitudes, horas, segundos. A veces su sala me parecía el despacho de un piloto náutico, pero un cuarto que quedase bajo la línea de flotación del barco, aunque tenía dos pequeñas ventanas a la calle. Esta, aunque decente y bien situada, pero con veredas estrechas y sin árboles, dejaba en el corazón un dejo de enclaustramiento, de opresión e Irremediable tristeza, porque todo en Santiago de Chile resulta terroso e insignificante comparado con un cielo siempre azul y su gigantesca cordillera de los Andes.

-«La sabiduría de los antiguos -volvió a decirme Osborne- está en esos «almoductos». Porque el espíritu es algo material… ¿cómo explicarlo? Es algo así como un circuito electrónico, un fluido, tiene ondas. Sólo puede expresarse en Dios o en otros cerebros. Porque nuestro espíritu es material, jamás podrá entender la materia ni el mundo que nos rodea. Estamos muy demasiado por debajo de Dios. El lo sabe».

Ese día lo encontré más inquietante que nunca. Su rojez me pareció satánica, ligeramente mefistofélica. Reconozco que no logré asir profundamente su pensamiento. Las inquietudes de nuestro siglo eran otras y, en esos días, más que un piloto de altura con tantos mapas, Roberto Osborne me pareció más bien un náufrago. Sólo algunos años después -tal vez demasiados- cuando tuve en mi casa un ídolo chibcha auténtico con tres «almoductos», volví a meditar en sus palabras y me produjeron un cierto deslumbramiento. No era propiamente un ídolo sino que un retrato funerario. Casi una urna.

* * *

Prolongados viajes y estancias en diversos pueblos de Latinoamérica me distanciaron de Osborne. Cada seis o siete mese recibía alguna carta suya. Viví en Buenos Aires después de terminada la Segunda guerra mundial y alcancé a percibir como quien dice las últimas mareas o terribles oleajes del espantoso conflicto. Recuerdo que Osborne me escribió dos o tres veces, pidiéndome detalles raros, de testigos presenciales, relacionados con la batalla naval que culminó con la caza del acorazado alemán de bolsillo «Almirante Graf von Spee», no muy lejos de Montevideo, por una escuadra británica cuyo barco guía creo que fue el «Exeter», que después del combate llegó a puerto con muchos muertos y heridos a bordo. Yo tenía demasiadas preocupaciones y me resultaba muy duro complacerlo en una ciudad tan llena de automóviles y con un tráfico urbano tan complicado como el de Buenos Aires. En cualquiera diligencia se gastaba un día entero y no había nadie que me reemplazara en las faenas. Por eso, cuando estuve en Bogotá no le hablé una sola palabra sobre mi estatuilla chibcha. ¡Qué iba a decirle, si tiene tres almoductos!

Ignoro si los datos solicitados sobre el acorazado von Spee tenían algún sentido esotérico o fueron meras inquietudes de germanófilo oculto, pese a su apellido inglés. Confieso que nunca aclaré la duda, pese a los rumores que entonces circularon ce que mi amigo Osborne se habría dedicado al espionaje para cierta potencia europea. Todo me pareció una gran calumnia incluso cuando me decían y repetían que los peritajes de los juzgados eran una mera pantalla incapaz de producir las entradas para alimentar a los peces de un pequeño acuario.

* * *

Hoy vivo en La Habana y confieso que el aire siempre tibio o cálido y el cielo profundamente azul, acelera la imaginación con espirales de vértigo. Las cabezas humanas siempre colocadas a una temperatura de treinta grados ven el mundo de otra manera y el sexo es un diamante interior que ilumina el rostro de Afrodita, con meridiana intensidad. Las palmas reales sellan con una naturaleza muy propia de ellas el horizonte, tanto de las tardes como de las noches ligeramente rosadas. Natalia Navia nuestra poetisa y amiga, las ha definido con mucha pulcritud e ímpetu de amor, en una especie de letanía. Dice de las palmas:

«..Antífona del puerto.
Flauta del huracán.
Arquitectura siboney.
Vértebra zodiacal.
Pedestal del relámpago.
Hélice agraria.
Garza encantada.
Radar de la libertad».

Dice esto y mucho más. Su enumeración es encendida y larga. En sus veladas hemos consumido muchas palabras y la levadura de muchas noches del Caribe. La casa de Natalia Navia está cerca de la Calzada de Columbia, perdida, aparentemente, entre los árboles y las estrellas. Noche a noche también está con nosotros Isaías del Val, con su rostro tan parecido al de Federico García Larca. Caballero de la Orden de Malta y profesor sin cátedra, mira hacia el pasado y el futuro con una serenidad grandiosa. Mi imaginación a veces lo ve deambulando por palacios del medioevo italiano o tomando parte en una procesión de Siena, en los días de hoy, vestido con sus ropas soberanas y portando los más finos estandartes medievales. Porque así es el Caribe, encendido y brillante como las escamas de sus peces multicolores y las plumas de sus pájaros maravillosos. En ciertas veladas nuestra obsesión es América y a veces hablamos de ella como si la hubiésemos perdido para siempre.

Pese al tiempo y a la distancia Osborne ha vuelto a escribirme. Me hace recuerdos históricos del conquistador Hernando de Soto. Me señala que fue el primero en tomar el camino de Miami, ante la inseguridad de las defensas españolas en el puerto de La Habana. Los contertulios pensamos que huyó inútilmente, pues pronto fue asesinado en La Florida. Pero Osborne me pide datos sobre las viejas murallas de La Habana, hace tanto tiempo derruidas. Me siento abrumado y le paso todo el pedido a Isaías del Val. Pienso que estará feliz recorriendo las arcaicas murallas invisibles. Pero todavía hay mucho más. Le interesan oscuros e ignorados imagineros del Caribe. ¿Cómo los ha descubierto? Todos los ignoran. Recuerdo que Natalia Navia posee un retablo de Juan de Juanes y, humildemente, le pido una investigación. Finalmente, me explica sus nuevas experiencias sobre la telepatía onírica. Me cuenta que ha visto a la Gioconda de Leonardo de Vinci, sonreír en La Habana. En su carta me dice, textualmente: «En el último mes he hecho grandes progresos en la telepatía onírica. En dos noches sucesivas he visto, en La Habana, sonreír a la Gioconda. Su perfil es muy hermoso. Créamelo, amigo mío». Luego pasa a explicarme sus dolencias reumáticas, pero yo ya temo más por su mente que por sus músculos. Han pasado no pocos años. No me atrevo a contarle a mis amigos de las «Veladas de la Calzada de Columbia» -llamémoslas así, estas últimas aseveraciones”. Siento un profundo pudor por la salud mental de mi amigo. No conviene exponerlo a críticas inquietantes. Isaías del Val está de buen humor y nos dice:

-«Ustedes saben que nosotros los Caballeros de la Soberana Orden de Malta primero perdimos la isla de Rodas, luego la de Malta y ahora la de Cuba.. ,»
-«A propósito de islas -acota el escultor Tobías Taboada (mientras roza con su dedo índice su pequeña barba blanca)- Huidobro dijo lo siguiente: «Napoleón era una isla, nació en una isla, murió en una isla. Su historia es un archipiélago».

* * *

Cada vez que Natalia Navia nos llevaba al taller de Tobías Taboada en su pequeño automóvil inglés de color marfil y verde, siendo ella uno de los pocos conductores con que yo me siento absolutamente seguro, tengo el tiempo suficiente para ver sus rasgos tan parecidos a los de la princesa Margaret Rose, de Gran Bretaña. Toma la carretera, casi siempre por la misma ruta, hacia el pueblo vecino en que Taboada tiene su taller en una bella colina ondulante, con un bélico y bíblico horizonte sitiado por las palmas reales. Poco antes de llegar a la casa del escultor, una especie de chalet o mágica barraca para duendes rodeada de árboles y flores tropicales. Natalia saca lentamente su dedo índice izquierdo por la ventanilla del coche nos dice:

-«En esa otra colina vivió Ernst Hemingway. Allí escribió “El viejo y el mar»…

Apenas entreveo la casa. Las palmas como -soldados infatigables velan la colina y hay demasiados árboles, Parece que fueran mangos.
La entrada a la mansión de Tobías Taboada es hermosa, acogida por la penumbra. Bajo dos hileras de árboles y arbustos, a ambos lados de la senda que conduce a la casa taller, están sobre sus plintos no pocos retratos. Lincoln con su rostro de inventor paciente más que de político, nos atisba desde un ángulo. A la izquierda está en mármol una mujer cubana cuyos labios (aunque blancos) parecen vivos. Creemos que los de Afrodita no fueron más agraciados. Y en una pequeña fuente Alicia Alonso hace un paso de danza. Mira hacia el Este. Finalmente hace contrapunto con la puerta de entrada su gran San Francisco, de pie, con una unción como levitada. Pienso que debiera estar en la capilla de una base de cohetes para astronautas. Parece que por su propia fuerza fuese a elevarse. Aquí hemos proyectado nuestras veladas desde un nuevo ángulo. Recuerdo que un día hablamos de Victoria Macho. Les conté haber visto su estupendo monumento a Belalcázar en una colina de la ciudad de Cali. Muchas veces el sol se ha puesto bajo el peso de nuestras palabras, lentamente, en la casa taller de Taboada.

Una tarde soleada e idéntica a tantas otras los escasos cuatro contertulios de nuestras veladas llegamos a su mansión ajenos a todo enigma. Taboada tenia los ojos visiblemente más negros y su fina nariz ligeramente rojiza -es demasiado blanco-, daba un margen más pleno a una invisible sonrisa. No dije nada, pero empecé a inquietarme: ¿Ouién habrá llegado o estará en su casa? ¿Algún escultor contemporáneo ideador de artefactos o adefesios de hierro y hojalata? ¿Un González cualquiera de la pobre y vapuleada escultura del siglo XX? Seguí observando. Taboada estaba un poco aéreo, como su San Francisco. Avanzó hacia el fondo de su taller y nos dijo que iba a mostrarnos algo, Levantó cuidadosamente los trapos mojados que tenía sobre la arcilla de un busto grande con esa seguridad propia de los que tienen educadas sus manos como si fuesen los más finos instrumentos de precisión. Nuestros ojos chocaron, mágicamente, con lo imprevisto. Era la Gioconda de Leonardo de Vinci llevada a la escultura. En el primer instante nos quedamos silenciosos, pero pronto surgieron las exclamaciones de asombro. ¡Al fin veía yo una Gioconda fina, aérea, antillana! Aunque idéntica a la otra era algo más joven, tal vez mucho más joven. Hoy pienso que de ahí, tal vez, procedía su arrollador encanto. Pasaron unos nuevos instantes y pensé en la carta de Osborne… ¿Dónde la había guardado…? Difícilmente recordé su frase: «Su perfil es muy hermoso». Ahora la comprendía cabalmente: sólo en una escultura podría verse ese perfil. Todos le preguntaban a Taboada cómo la había hecho y no me dieron la menor oportunidad para decir una sola palabra sobre Osborne. El escultor nos mostró dos reproducciones pictóricas del célebre cuadro de De Vinci y nos aseguró que la había esculpido sin ningún dibujo previo. Era lo cierto. Para ver el equilibrio de todas sus partes nos trajo un espejo veneciano y nos pidió que la mirásemos a través de él. Realmente, era perfecta. Yo me sentí liberado. La pesada Gioconda de Leonardo, esa parecida a Benito Mussolini por el mentón tan fuerte, había dado paso a esta otra, viva, triunfalmente antillana. Pensé en los milagros que puede hacer la espuma de las islas situadas en mares verdes. Ahora supe por qué Natalia Navia había llamado a la palma real: arquitectura siboney. Pronto debíamos partir de la colina y ya no era posible hablarles de Osborne. Además, ¿si hubiera perdido su carta? Pensaba en su telepatía onírica y en su teoría de los «almoductos». Durante todo el camino me fui meditando en Osborne. Como hablase tan poco me preguntaron si me sentía enfermo. Llegué a intuir que mi amigo Roberto Osborne había sido durante toda su vida un inquieto dramático, una enredadera que había lanzado zarcillos y tentáculos hacia todos los conocimientos… en suma, algo así como un micro-Leonardo de Vinci . .. perdido en esa sórdida y estrecha calle de una capital latinoamericana sita al pie de Los Andes.

Llegué a la casa al anochecer, un poco obsesionado, con mucha prisa en hallar y releer la última carta de Osborne. Ella sería un título preciado y único. Se la leería a Taboada y los contertulios. En otra visita, a no dudarlo, sería el eje invicto de la reunión. Causaría tanto o más sorpresa que el propio busto de la Gioconda. Abrí gavetas, hojée libros, pero… no estaba. Cené decepcionado e intranquilo. ¡Por fin el subconsciente me dio la pista. Repentinamente recordé que la había dejado junto a un libro con reproducciones de Leonardo de Vinci!.

Dos o tres días después tomé la carta con su sobre y sus correspondientes sellos de correo y me dirigí a la habitual velada para mostrársela a los contertulios. Iba a tomar la palabra para exhibirla, cuando Natalia Navia, con un aire preocupado y sombrío, me dijo sorpresivamente:

-«Ha pasado algo horrible. Ayer estuvimos en el taller de Taboada y nos contó que al día siguiente que fuimos nosotros, como a eso de las seis de la tarde, el busto de la Gioconda se hundió y, al parecer, cayó al suelo de cabeza. Como la arcilla todavía estaba húmeda, se destruyó totalmente. Jamás en toda su vida de escultor, en treinta años de trabajos, le pasó algo semejante… Jamás, a pesar de que en su catálogo figuran más de trescientos retratos de patricios cubanos y celebridades de otros países. Taboada está enfurecido y profundamente amargado… No es para menos».

Escuché a Natalia atentamente y sentí una decepción casi irremediable. La noche estaba encendida por los élitros de los grillos con una música insaciable. Hacía un leve calor. No pude reponerme del todo, pero les leí la carta de Osborne. Isaías del Val miró los sellos del sobre con toda atención y trajo una lupa. Comprobó las fechas de los timbres de los correos y exclamó:

-«El señor Osborne vio el busto desde Santiago de Chile. Las fechas coinciden exactamente. Llamaré por teléfono a Taboada inmediatamente…»

Desde el corredor oímos, veladamente, la lectura de la carta y las exclamaciones que hacía, mientras Taboada, ajeno a todo, de seguro, lo contrainterrogaba… Volvió a su asiento en la velada y nos relató que el escultor, furioso y apesadumbrado había vuelto a modelar otra Gioconda, pero que «la sonrisa no le salía» y que, por minutos, se estaba desesperando (Por todo comentario le dije:
-«Leonardo de Vinci mora en los infiernos. Ahora me lo explica todo…»

Mis palabras tuvieron la virtud de catalizar ese clima mágico, casi ritual, que había logrado crear la carta de Osborne. Creí estar, otra vez, junto a los papiros e inscripciones egipcios de su esotérico escritorio de la calle Alonso Ovalle. Los muchos años que había estado separado de Osborne, las lagunas del tiempo, a decir verdad, en esos instantes, ya no las sentía. Asocié, de inmediato, la destrucción de la Gioconda a la del caballo gigantesco a Francisco Sforza, modelado en cera. Ví a los ballesteros franceses, bulliciosos y fuertes, con los bíceps prominentes, disparar sus ballestas contra el coloso, como si fuesen los rayos de una luz siniestra. Y vi pequeñas hebras de cera, resbalar como lágrimas por la pulida superficie del colosal caballo.

Al día siguiente llegamos al taller y mansión de Taboada para ver la nueva Gioconda. Todos, sin exceptuar ninguno de nosotros, nos quedamos mudos. La nueva Gioconda era pesada; carecía de énfasis vital. («Es una italiana cualquiera, sin luz, dijo mi infra yo, en su tono interior más bajo y deprimido que era posible»). Taboada nos miraba a todos un poco consternado. Como si fuese un náufrago presa de la fatiga, no se atrevía a interrogarnos. Tomé el espejo veneciano y me puse a mirar las palmas de la colina de enfrente. Luego volví al estudio y escuché a la madre de Natalia que decía:

-«La boca de la otra era muy distinta… Debió ser más grande…»
Como la arcilla estaba fresca, Taboada avanzó hacia el busto y dio algunos toques… Mejoró bastante, pero no era la otra… Imposible. No era todavía la otra… Sin embargo, comprobé que nuestras memorias podrían reconstituirla. Con una audacia que casi me pareció desparpajo, manifesté:
-«Tiene los ojos demasiado abiertos. La otra miraba en forma distinta…»

Taboada avanzó nuevamente e hizo algunos retoques. Ahora sí que reía..: Era otra, pero volvía a ser la Gioconda. Los ojos de Taboada también se iluminaron como si dos coleópteros muy negros se hubiesen, súbitamente, incrustados en ellos, en un vuelo muy rápido como de prestidigitadores diminutos. Natalia e Isaías dieron nuevas instrucciones. Taboada parecía un autómata teleguiado. ¿Ahora éramos nosotros los escultores? Estábamos llevando a la arcilla a la otra, a la Gioconda entrevista por Osborne, a tantos miles de millas de distancia?

-«Ignoro por qué -le dije a Taboada-, pero hoy creo que fue Leonardo de Vinci el que destruyó a la otra…»

Mientras el ángelus cubría de invisibles rosas la colina de enfrente, abandonamos el taller. Cuando el automóvil ya estaba en marcha, la madre de Natalia nos dijo con pleno énfasis:

-«¡Qué va, su ángel lo abandonó y la de ahora es otra…!”
Efectivamente, la primera Gioconda ya no se podía reconstituir jamás. Era la Gioconda Siboney con la más pura gracia de las mujeres del Caribe. Era la que irritó a Leonardo y volvió a Taboada supersticioso. La nueva Gioconda era una Gioconda que sonreía tristemente. Taboada, varias veces, por indicaciones nuestras, esa misma tarde, trató de superarla, pero fue en vano. Las instrucciones eran erradas y había que borrarlas. En esa forma quedó definitivamente esculpida. Cuando la arcilla estuviese seca, una semana o más, sería llevada al gran horno de cocción para luego ser trasladada al bronce para siempre. Se usaría la técnica de los moldes de arena ante la imposibilidad de utilizar los de cera.

Una semana después recibí una llamada telefónica de Taboada. La noche estaba serena y veía desde mi casa -muy elevada por cierto, en un edificio de veinte pisos- cómo la constelación de Sagitario iba descendiendo sobre el mar. Un clima de magia envolvía a Taboada. Me hablaba de Osborne y de los almoductos con un brío desconocido. De la teoría de éste en el sentido de que el espíritu debe ser un fluido, una onda. Hacía acotaciones o comentarios y me decía que a él, como escultor, lo había impresionado extraordinariamente, pues de los miles de almoductos que dejaron abiertos, desde los días de los egipcios los escultores del pasado, por muy pocos tal vez pasaron almas de elegidos, ondas que sólo pueden traducirse, para siempre, en el polifacético ser de Dios. Esos debían ser los inmortales. Los salvados. Y que Leonardo de Vinci, de seguro, era uno de ellos.

Pero sus sobresaltadas y afiebradas palabras ahora tenían un nuevo y raro antecedente real. En una semana la arcilla de la nueva Gioconda se había puesto negra, cosa que nunca, ja más, le había sucedido en su ya larga vida de escultor con casi sesenta años de edad… Luego me decía que este suceso inesperado lo había hecho ver que sería una imprudencia llevar el busto al horno de cocción donde podría hacerse mil pedazos y que había optado por sacar una copia en yeso para evitar nuevas zozobras y fracasos inesperados. Sólo me limité a decirle, con cierta ironía:

-«Ya lo ve, ahora se puso negra. . . Dígame si Leonardo de Vinci no mora en los infiernos…»

La Habana 7, 8, 9 y 11 Feb, 1962.

por Antonio Undurraga(*)

(*) “El Eclipse de Narciso y otros cuentos” Editorial del Pacífico, 1973.

Simulacros

por Jorge Baradit

Jueves 25 de Mayo y salgo raudo de la pega. Voy al lanzamiento del libro AÑOS LUZ, de Marcelo Novoa, el primer acercamiento serio a la historia de la ciencia ficción chilena.

Ese día amenazaba lluvia y la enkeli, mi adoradísima esposa, se aferraba con más fuerza que otras veces a mi chaqueta de cuero, mientras cruzábamos Santiago en dirección a la Biblioteca. No era un arranque de súbito amor extra sino el riesgo real de sacarnos la cresta. Moto y suelo húmedo nunca han combinado bien.

Los adoquines mojados reflejan la luz de manera tal que obran el milagro de hacerte sentir volando a través de alguna calle parisina, transmutando nuestra sucia capital en un acuario lleno de reflejos transparentes y temperaturas templadas. Súmale los mp3 modulando la realidad dentro del casco, los 600 cm3 de la moto y tienes el espejismo que venden todas las películas: la felicidad no es más que una escena bien producida.

La lluvia, el enorme cajón neoclásico siútico y pretencioso, reflejo de un Chile de antaño ansioso y afrancesado, se ve imponente; rodeado de edificios acristalados sin gusto a nada, reflejo de un Chile que ahora quiere ser agringado. Las escalinatas, los enormes portones de pino queriendo parecer nogal, el bronce, el mármol, los corredores amplios y el olor a burocracia estatal. El simulacro de querer ser Europa en una colonia rasca a miles de kilómetros de distancia. El portero con rostro indígena. El mural de un pintor que pensaba que ser creativo significaba ser el primero en llegar a Chile con la última novedad, la escultura del artista que pensaba que nuestros próceres también se merecían algún oscuro tipo de penosa inmortalidad en ese mausoleo de la cultura que es nuestra pomposa Biblioteca Nacional.

Segundo piso, a la derecha. Sala Ercilla (Don Alonso, otro simulador descarado inventando un Chile que no existía). “Jorge, dónde estabas! Ya empezó todo”, me dice la Jovana Skármeta. Entro. Sala llena. “La raja”. Miro a la testera y veo a Marcelo, un poco tenso; a Sergio Meier, gentlemen decimonónico y perfectamente afeitado como ya pocos saben hacerlo; y a un diminuto señor de avanzada edad que se frotaba las manos con una mirada de cansado y de “por qué no estoy en mi camita viendo las noticias” tremenda. Por la cabeza se me cruza como un destello la posibilidad de que ese caballero sea…no… imposible… él se murió… al menos eso dicen todos… aunque… No, no puede ser.

La sala Ercilla es preciosa. Parece la locación perfecta para un cuento steampunk o para filmar una película que se supone transcurre en alguna biblioteca londinense. Siempre “se supone”. Las ventanas tampoco son ventanas. El simulacro de un país acostumbrado a creer que “pareciendo” la tarea está hecha.

Luis Saavedra nos hace una seña desde la primera fila y nos sentamos a pelusear con la enkeli junto al glorioso mártir, al que sólo le falta morirse para ser canonizado.

Marcelo Novoa abre tímidamente los fuegos, se le ve menos ganoso y más recatado que en Valparaíso, donde se hizo el primer lanzamiento; comenta algunos de sus pensamientos favoritos en torno al tema y le cede la palabra a Sergio Meier. Nuestro personaje steampunk saca un tono de voz acorde con su imagen decimonónica y se embarca en una historia personal que bien puede ser leída como la historia de cualquier fanático de la cf nacional, es decir, un náufrago golpeado y abandonado con un cajón de libros en una isla demasiado lejos de todo. Sergio está exultante, es la catarsis de años de encierro y la sonrisa sólo es frenada porque tiene orejas. Marcelo retoma el control de la mesa y le cede la palabra al viejito. Lo presenta como a una leyenda viviente, dice que publicó en una revista norteamericana, que Bradbury habría hecho un buen comentario sobre él, que es el padre de la Ciencia Ficción chilena profesional, dice que ese viejito es Hugo Correa. El aplauso es enorme y de pronto ocurre algo: el viejito mira al público con estupor, luego baja la vista y sonríe ante los vítores. Creo que siente que está recibiendo reconocimiento con 40 años de atraso. Su sonrisa es de enorme satisfacción. Hay una abuelita entre el público que lo mira como se mira al hijo en el día de su graduación. Es el secreto develado, la retribución de una injusticia. No sé. Un momento muy bonito.

Lo cierto es que el ancianito es un poco errático, nos habla desde los años cincuenta, nos revela recetas revenidas y hace un par de afirmaciones que hacen doler algunos estómagos. Pero la magia triunfa. Es Hugo Correa. Es chiquitito, tiene un problema articular en una rodilla que le dificulta trasladarse, es un personaje. Es Hugo Correa hablando desde el pasado. El ninguneo y la indiferencia criolla han obrado como una máquina del tiempo y sentimos lo mismo que debería sentir un estudiante de física al que se le aparece ante sus narices Einstein o Heisenberg, o lo que debe sentir un futbolista viendo entrar a Mané Garrincha con esas sonrisas que iluminan las habitaciones. Es nuestro héroe personal y no puedo evitar tomarme una foto con él al final de la velada.

Marcelo toma nuevamente la palabra y habla sobre nuestras deudas, lanza un puñado de nombres de los que sólo retengo un par… que luego también olvido. Bien, para eso elaboró este libro el bueno de Novoa, para que la memoria de nuestro género no dependa de lesos como yo.

Miro alrededor y veo algunas caras conocidas. Pancho Ortega en un rincón (se le ve cómodo en un rincón), Gabo, la naty y la sole (los “pendejos” del club) se ríen en la última fila exhibiendo su desprecio cool hacia tanta ñoñería. Marcelo López y Sergio Amira en la puerta, como directores de orquesta espiando la reacción del público. La pelada nevada de Omar Vega tan llena de fechas y nombres, símbolo de otra época donde no existían los Megabytes y la información debía ser clasificada y procesada al interior del encéfalo de unos pocos talentosos.

Marcelo nos invita a comenzar a escribir los cuentos que integrarán, quizá en cien años más, el nuevo mapa estelar de la ciencia ficción chilena y cierra un lanzamiento más emotivo que potente, pero indudablemente fundacional. Un milestone, como dicen los gringos. Nuestra propia carta de existencia.

Cuando salía del lugar no podía dejar de pensar en la sensación que me había recibido al entrar a la Biblioteca Nacional: simulacros, nada más que simulacros. Y una sonrisa se me dibujó de inmediato, porque entendí que en particular este subgénero tan vilipendiado, tan venido a menos, tan difícil de matar, es un vehículo privilegiado para dejar de intentar “parecer” otra cosa que no somos y comenzar a dibujar y previsualizar todo aquello que queremos ser de ahora en adelante.

Gracias Marcelo, sin memoria no hay futuro.

por Jorge Baradit

Marcelo Novoa, Facilitador Cultural

¿Por qué elegiste el camino de las letras?

Creo que me eligió, en serio, no caminaba y sabía hablar, apenas me paraba y juntaba letras, siempre me gustó leer, además que cuando me puse a escribir no paré más… Descubrir que las palabras esconden mundos que se abren a palabras que ni conocías, ese fue mi pasaporte a regiones inexploradas y aún sigo en pleno viaje.

¿Cómo es la pega del facilitador cultural?
Se parece a la de Bob Esponja, pero sin suspensores… Preparamos Cultur-burguer todo el tiempo, pero siempre hay Calamardos de poca monta que se las quieren afanar, llámense periodistas de a cuarta o malgestores inculturales… La idea es seguir cosechando la “imaginación” en los jardines humanos, sin perder el humor.

¿Hay poesía de CF?

En Chile no mucha, pero se puede seguir una línea a partir del vuelo fugaz de Huidobro, pasando por Oscar Hahn, nos quedamos un buen rato con Maquieira y Juan Luis Martínez, hasta que llegamos a Javier Campos y de ahí a Tomás Harris, donde aterrizamos, pues no han aparecido muchos más… En verdad, me interesa más la “poesía” (riesgo, audacia, rebeldía, acrobacia tanto formal como de contenidos) que encuentro en Bradbury, Smith, Delany, Zelazny, Ballard y algunos párrafos perfectos de Gibson. Continue reading «Marcelo Novoa, Facilitador Cultural»

Les refuses

por Sergio Alejandro Amira

El viernes 28 de abril de 2006 mientras iba caminando por Pedro de Valdivia rumbo a la Universidad donde gratamente ejerzo de profesor recibí una llamada a mi celular. Era Rodrigo Mundaca que entusiasmado me recomendaba adquirir cuanto antes El Mercurio ya que en su suplemento literario incluía una entrevista a Marcelo Novoa a propósito del lanzamiento de su antología Años luz. Mapa estelar de la Ciencia Ficción en Chile. Apenas mi camino se cruzó con un kiosko hice precisamente lo que rmundaca indicaba y complacido leí la entrevista a Marcelo, al que conozco no hace mucho pero a quien he llegado a apreciar considerablemente.

Entrevistado por María Teresa Cárdenas, el amigo Novoa (Poeta y padre de familia en primer lugar, profesor de Castellano y licenciado en Literatura en la UCV, presentador, prologuista, jurado, editor, crítico literario, guionista de cómics, “facilitador cultural”, confidente de escritores rechazados y escritor de ciencia ficción “para más adelante”) expresa que el deseo de realizar una antología de cf le rondaba desde que en 1988 leyera la de Rojas-Murphy ya que esta obra contaba con muy pocos autores, los temas eran “muy fomes”(sic) e incluso faltaba Hugo Correa. El amigo Novoa se preguntó: “¿es ésta toda la ciencia ficción que existe en Chile?” y comenzó a interrogar a sus amigos conocedores del género entre los cuales de seguro estaba Sergio Meier (con quien, tras el lanzamiento de Años luz en Santiago, tuve la oportunidad de compartir una fascinante charla sobre el maestro Lovecraft, el hereje Derleth, Yog-Sothoth, Nyarlatothep y los demás Primordiales).

El caso es que tal y como cuando un niño levanta una piedra o un tablón depositados sobre la tierra húmeda comenzaron a surgir ante el sorprendido amigo Novoa un sinnúmero de nombres y obras que al igual que los insectos y lombrices habrían regresado al fértil pero oscuro amparo de sus escondrijos de no mediar la determinación del poeta por cazarlos y exhibirlos.

De la misma forma en que el amigo Novoa al leer la Antología de cuentos chilenos de Ciencia Ficción y Fantasía de Rojas-Murphy se preguntó si acaso esa era toda la ciencia ficción chilena, algún lector despierto de Años luz podrá formularse la misma inquietud pese a lo exhaustivo y extenso que es este libro en comparación al citado anteriormente. Y es que como el mismo Marcelo mencionó durante los lanzamientos de Años luz (tanto en Valparaíso como en Santiago), muchos escritores quedaron fuera del libro y a ellos, a los escritores ignorados “injustamente” o a aquellos en ciernes, el amigo Novoa invitó a realizar su propia antología. Porque permítanme decirles que no hay nada de justicia en una antología o en una colección de cuentos que reúna la obra de diferentes autores, y no tiene por qué haberla tampoco.

Una antología es primeramente un gesto. Baste recordar la notable Antología del verdadero cuento en Chile (1938) donde Miguel Serrano, además de publicarse a sí mismo, incluye básicamente a sus amigos y camaradas. Cabe recordar también al respecto la antología poética de Eduardo Anguita y Volodia Teiteilboim que apenas adentrados en la veintena de edad no sólo se incluyen ellos mismos, sino que excluyen a poetas como la Mistral, por ejemplo (no hay nada más impresentable que antologarse a sí mismo dice Alvaro Bisama en su columna de la Revista de Libros).

Permítanme detenerme un momento en la antología de Serrano que el amigo Novoa reconoce como una de las tres obras que guiaron su camino. En la Antología del verdadero cuento en Chile Serrano pretende asentar un axioma que señalaría al género cuento como la forma precisa y exclusiva del ser chileno y otorga al cuento la jerarquía de una escritura sagrada. Tal y como señala Eduardo Anguita (y teniendo en cuenta toda la exageración del aserto) esta declaración encierra una voluntad metafísica por fundar una suerte de nacionalismo del espíritu, mítico y místico, inspirado en las revelaciones del “paisaje anímico” de nuestra tierra.

Como queda ejemplarmente demostrado en la antología de Miguel Serrano un proyecto de este tipo no sólo “puede”, sino “debe ser” antes que nada un gesto del recopilador y en la medida que se asuma como tal es impermeable a toda crítica debido a la presencia o la ausencia de fulano o zutano. De hecho y como anécdota puedo comentarles que yo no estaba considerado dentro de la selección que para “The Next Generation” realizó el amigo Novoa, pese a contar con un segundo y tercer lugar en dos certámenes chilenos de cuentos de cf, haber sido seleccionado para la antología Visiones en su versión 2005 por la Asociación Española de Ciencia Ficción Fantasía y Terror y poseer cuentos en varias publicaciones de Internet como Aurora Bitzine y NGC 3660 (y para qué hablar de TauZero). De hecho, si usted toma la revista Qué Pasa #1800 (8 de octubre, 2005) y va a la página 56 podrá leer en un recuadro sobre el “fándom local” (inserto en una nota dedicada a Jorge Baradit) lo siguiente: Aunque no está incluido en la antología, otro que ha logrado traspasar las fronteras es Sergio Amira (32). Licenciado en artes visuales, se declara admirador de la saga “Duna” de Frank Herbert y de Dan Simmons…

La antología a la que Yenny Cáceres alude en su artículo, por supuesto, no es otra sino Años Luz del amigo Novoa, mencionado también en la nota junto a Luis Saavedra, Pablo Castro y Gabriel “Ultrón Pospu” Mérida.

No puedo negar que la omisión la tomé como una afrenta (no soy un borg insensible como rmundaca), sobretodo al ver que prácticamente todos mis amigos y camaradas de generación estaba incluidos. ¿Por qué yo no estaba considerado?, simplemente porque cuando Marcelo arrojó su red en aquel mar que recién estaba conociendo yo nadaba a unas cuantas leguas de distancia. Pero mis buenos amigos Jorge Baradit, Pablo Castro y Luis Saavedra lo convencieron de incluirme y fue así como terminé figurando en Años luz aunque por poco y quedara fuera.

Este punto de quienes quedan dentro y quienes fuera es esencial en toda antología y hay muchas que son más célebres por sus omisiones que por sus inclusiones. Basta recordar al polémico El canon occidental de Harold Bloom (1930) que desde su cátedra de Yale asistió al derrumbe de la Nueva crítica (versión norteamericana del formalismo literario) y elaboró su propia interpretación del posestructuralismo (sacralizadora y neorromántica) para avocarse luego a los “estudios culturales”.

Bien hace Bisama al comparar las antologías con las bombas de racimo ya que …hasta la más académica de las compilaciones ha provocado una que otra herida en la piel de los autores nacionales. También concuerdo con él cuando asevera que …nuestras mejores antologías literarias son aquellas que hacen de sus imperfecciones un ejercicio de estilo capturando estados de ánimo, consignando errores o vanidades y valentías para la posteridad.

Por supuesto que este asunto de las inclusiones y exclusiones de obras y artistas no sólo se remiten al ámbito literario. Cabe recordar que yo soy pintor y no sólo desde esta disciplina es que planteo como escritor, sino que también es de allí donde se me vienen primero a la cabeza la mayoría de mis referentes. ¿Podrá alguien hoy en día comprender la ruptura, el desafío, la rebelión que significaron los pintores impresionistas durante la segunda mitad del siglo XIX, por ejemplo? Creo que no. A nuestros ojos contemporáneos el arte impresionista es “bonito” e incluso “decorativo” pero situémonos en el contexto en el cual esta tendencia germinó.

Durante el siglo XIX el principal medio por el cual los pintores conseguían aceptación era a través de los Salones o Exposiciones Nacionales y el no ser aceptado en un Salón suponía la marginación y el fracaso. La decisión de incluir o excluir las obras competía a los jurados formados por autoridades académicas cuyos criterios se basaban en las tradiciones más conservadoras por lo que rechazaban las obras que supusiesen una ruptura con el arte oficial. En 1863 se organizó una exposición con las obras que el jurado no había admitido. A esta exposición se la llamó Salón de los rechazados y entre los artistas allí expuestos se encontraba nada menos que Manet. Algunos años más tarde, en 1874, el Salón de los rechazados da origen a la primera exposición impresionista con Monet, Cézanne, Renoir y Pissarro, entre otros.

¿Quién es el Manet de Años Luz?, ¿Quiénes los visionarios que escaparon a la exhaustiva búsqueda del amigo Novoa?, ¿quiénes serán los grandes ausentes de las próximas antologías a ser publicadas?

Esas son las preguntas que ansioso espero ver respondidas para eventualmente armar mi propia antología que llevará por título (obviamente) El Salón de los Rechazados. Editoriales interesadas en este proyecto ya saben donde ubicarme.

©2006, Sergio Alejandro Amira

Años luz: un faro que rompe las brumas del olvido

“No hay futuro vivo con un pasado muerto”
Carlos Fuentes, escritor Mexicano en “Geografía de la Novela”

Es un hito en la historia de la CF (ciencia ficción) chilena. Por primera vez, después de siglos de olvido, aparece en medio de las espesas brumas de nuestra amnesia un potente faro que nos devela el camino recorrido. Se trata de un libro que de pronto nos abrió los ojos ante la evidencia: la CF chilena no es una invención reciente sino que tiene una larga tradición que vale la pena conocer. Vimos entonces Continue reading «Años luz: un faro que rompe las brumas del olvido»

Novoa en Catalejo

por Sergio Alejandro Amira

Oficialmente conocí al amigo Novoa a fines del 2005, pero tras una amena charla que sostuvimos de regreso a la V región tras visitar a Hugo Correa me enteré que le conocía desde mucho antes. ¿Cómo es eso? Pues bien, ocurre que allá por 1989 yo residía en la austral ciudad de Punta Arenas donde era bastante difícil conseguir algún cómic, chileno o no. Una amiga viajaba a Santiago y le imploré que me consiguiera algunos y fue así como entre otros títulos llegó a mis manos Catalejo, un cómic “made in Valparaíso” cuya portada inmediatamente llamó mi atención. Pasaron los años, mi interés en el cómic descendió considerablemente tras mi partida a Inglaterra y se renovó a mi regreso a Chile. Pero lamentablemente entre tantos viajes y mudanzas perdí todos mis cómics chilenos con dos notables excepciones: El Cuete y la ya mencionada Catalejo. ¿Cómo es que estos dos ejemplares lograron sobrevivir?, no tengo la menor idea pero me alegro que haya sido así tras perder toda mi colección de Bandido, Trauko, Ácido y Matucana.

Pues bien, ya con el conocimiento que el amigo Novoa había participado de Catalejo consulté mi copia al llegar a casa y sí, en el cuarteto editor figuraba un Novoa junto a Ariel Pereira, Bonaparte y Jucca. ¿Era ese Novoa el mismo que yo conociera por intermedio de Luis Saavedra? Al parecer odo indicaba que sí.

En cuanto a Catalejo cabe mencionar que el número en mi poder era el #2 y dentro de los cómics que valían la pena se encontraba el Anarko IV y IV ½ de Jucca (Anarko nunca defraudaba); El otro Valpo de Vitro, donde los objetos del baño tales como el water, el espejo y las llaves del lavamanos intentan disuadir al dueño de casa de no cometer suicidio; Otra visión y La zona de Ariel Pereira; ¿Está Tánax? de Richie, que nos presenta a un simpático y jocoso grupo (si es que puede existir tal cosa) de lo que parecen ser a todas luces neo-nazis porteños; y finalmente Extra, de Ve Jota en lápices y el amigo Novoa en guión. Ni toda la lujuria del mundo conmueve la palidez de tu anonimato, podemos leer en la última viñeta- ¡Esto es poesía, señores!, como la que Marcelo tan hábilmente despliega en el poemario que tuvo la gentileza de obsequiarme aquel día en que no pudimos ver a Hugo Correa tras su post-operatorio a los ojos pero sí intuimos su presencia sentados en el living de su casa mientras charlábamos con su señora.

Arte Cortante se llama el libro de poemas del amigo Novoa que tras leerlo no entrega ningún indicio de sus inclinaciones cienciaficcioneras pero sí una excelente experiencia poética de contemplación infusa. El pincha-libros Alvaro Bisama dijo de Arte Cortante que es un metatexto que recurre a la estética de la estática cuya voluntad poética funciona como el escombro prefecto de una tradición colapsada en el nuevo siglo (¡esa onda!).

Pero más allá de lo que puedan decir los periodistas o críticos, los amigos o ex-amigos, los traficantes de harmalina rebajada, los escritores de sensibilidad telepática, los investigadores de infracciones denunciadas por suaves ajedrecistas paranoicos, los repartidores de autos de procesamiento fragmentarios y escritos en taquigrafía hebefrénica acusando de inconcebibles mutilaciones del espíritu, los burócratas de oficinas espectrales, los agentes de estados policía sin constituir, los vendedores de orgones envasados, los corredores de sueños y recuerdos exquisitos probados en las células sensibilizadas de la carencia de droga y permutadas por voluntad en bruto y los médicos experimentados en el tratamiento de enfermedades latentes en el polvo negro de ciudades en ruinas, hay que dejar que los poemas hablen por sí solos:

Nunca bailé la horrorosa onda disco

juro que vi cuerpos hinchados de tedio, pies lastimados
por ningún rito, insomnes parejas muertas en las cunetas.

tristes luminarias pobres galpones alumbrando su torpe
contento, apenas un delito de multitudes. afuera tierra
baldía donde tirar bajo la luna desvanecida de una
coca-cola.

entonces bebimos licor barato, temprano para retornar a
casa poblada de objetos fantasmales que amaron nuestros
padres. donde soñar siquiera una fosa i domir, al ocupado
mediodía de los demás.

En efecto, el amigo Novoa no utiliza mayúsculas en sus poemas, y su libro tampoco cuenta con números de página. Por lo demás, ¿dónde diablos queda Huanhualí?

© 2006, Sergio Alejandro Amira