Cómo ser científica y no morir en el intento

Me pidieron que escribiera un artículo científico divulgativo para un especial dedicado a las mujeres, así que me tomé la libertad de dejar a un lado la divulgación por un momento para reflexionar un poco acerca de la condición de mujer, pero sin apartarme de la ciencia.

Algunos de ustedes quizás encuentren estas líneas algo polémicas. Debo aclarar que todo lo que diré aquí está basado exclusivamente en mi experiencia personal y no debe en ningún caso tomarse como un caso general. Ni como otra cosa que una opinión personal.

No me interesa repetir hasta la saciedad ese tema tan explotado en el pasado y que se relaciona con las vida profesional de una mujer dedicada a la ciencia. Para eso pueden leer multitud de ensayos. Al contrario, hoy quiero pensar un poco en voz alta sobre la vida personal del científico y, más allá, la vida personal de la científica.

Cuando uno empieza a estudiar una ciencia pura en la universidad, la vida es muy parecida a la de cualquier estudiante de otra carrera. Hay clases, hay tareas, hay exámenes, pero también hay (siempre según la personalidad de cada quien) fiestas, amigos y amigas, novios o novias, juegos de video, libros… en general, diversiones. Pero llega el momento de la tesis de grado. Y empiezas a quedarte hasta la noche. O a ir a la universidad los feriados y fines de semana. Allí empieza a perfilarse el carácter del científico. Yo recuerdo haber ido a entregarle a mi tutor la versión final de la tesis un 24 de diciembre a las dos de la tarde. Lo más difícil fue convencer al vigilante de la universidad de que iba a eso, y que no me movían oscuras y aviesas intenciones.

Y es que la vida de un científico está marcada por una investigación tras otra, en la que uno piensa todo el tiempo, en la que uno se deja absorber hasta la saciedad… o hasta que mamá te obliga a salir de allí. Lo malo es que luego llegas a una edad en la que ya no hay mamá que te saque del pozo. Suele ser el caso cuando creces. Entonces, suerte y que consigas una esposa que te mantenga “vivo”, aunque sea a base de alimentación intravenosa. ¿Y la científica? A buscarse un esposo que haga otro tanto. ¡Problema! ¿De dónde sacamos un hombre así?

Veamos cómo han vivido algunas científicas importantes a lo largo de la historia.

Aspasia (siglo II A.C.), doctora especializada en obstetricia, fue mujer de Pericles (famoso orador y político ateniense). Émilie de Breteuil (1706 – 1749), autora de un libro de física, se casó por conveniencia con el Marqués de Châtelet y tuvo numerosos amantes, entre los que se cuenta Voltaire. María Agnesi (1718 – 1799), la creadora, entre muchas otras cosas, de la curva matemática conocida como “bruja de Agnesi”, nunca se casó. Marie Anne Paulze (1758 – 1836) trabajó durante 23 años en química con su esposo Antoine Lavoisier. Mary Fairfax (1780 – 1872), matemática y astrónoma premiada por la Royal Society, se casó con un hombre que no aprobaba su formación intelectual, por lo que tuvo que esperar hasta enviudar tres años más tarde para poder dedicarse a la investigación. Ada Byron Lovelace (1815 – 1852), la madre de la programación informática, se casó con un hombre de carácter débil, pero existen rumores que dicen que fue amante de su tutor, Charles Babbage (el padre de la computadora). Sofía Kovalevskaya (1850 – 1891), matemática premiada por la Academia de Ciencias de París en 1888, estuvo casada con Vladimir Kovalevsky, paleontólogo. Marie Curie (1867 – 1934), Premio Nóbel de Física en 1903 y de Química en 1910, estuvo casada con Pierre Curie, físico francés. Gerty Cori (1896 – 1957), médico y Premio Nóbel de Fisiología en 1947, estuvo casada con su colega, Carl Cori, con quien compartió el premio. Irene Joliot-Curie (1897 – 1935) ganó el Premio Nóbel de Química en 1935, conjuntamente con su marido. María Goepert-Mayer (1906 – 1972), Premio Nóbel de Física en 1963, estuvo casada con un químico. Dorothy Crowfoot (1910 – 1994), Premio Nóbel de Química en 1964, se casó con un historiador, Thomas Hodgkin, quien fuera Director del Instituto de Estudios Africanos de la Universidad de Ghana. Gertrude Elion (1918 – 1999), Premio Nóbel de Fisiología y Medicina en 1988, nunca se casó.

Como ejemplos más cercanos y contemporáneos: en el CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas) de España, la mayor parte de las físicas están casadas con físicos de su mismo instituto o de institutos afines. Más aún, en un proyecto de investigación cualitativa realizado por el RAGCyT (Red Argentina de Género, Ciencia y Tecnología) en 1996 se realizaron una serie de entrevistas, que muestran mujeres solas y sin hijos, o casadas con colegas.

No es tarea fácil encontrar detalles de la vida personal de las científicas contemporáneas, pero yo puedo hablar un poco acerca de las doctoras en física de mi universidad. Una soltera. La otra casada con un físico. Una tercera también casada con un físico. La cuarta que recuerdo, también casada con un físico. Por cierto que los doctores que conozco se reparten en casados con científicas, casados con amas de casa, solteros y divorciados. Hablo de que lo más usual parece ser que las mujeres que se dedican a la física suelen buscar, cuando buscan, hombres que trabajen en ciencia también, preferiblemente física, a juzgar por mis observaciones. Y los físicos hombres rara vez, por no decir nunca, se casan con mujeres profesionales y competitivas, a menos que sean científicas también.

Dacil Cruz, en su artículo Historia de la participación de las mujeres de mi país en ciencias e ingeniería, dice que una relación de pareja sólo puede durar si ambos comparten los mismos intereses, y que es por ello que la estabilidad de la relación puede depender en gran medida de que ambos sean de carreras afines. Pero ella horada un poco más en esta idea para concluir que “debe ser un hombre que tenga una mentalidad abierta pues sabe que es posible que puedas sobresalir más que él y que es posible que no seas la típica ama de casa”. Y Dacil termina diciendo que esos hombres existen y que, usualmente, son ingenieros e investigadores.

Mi planteamiento es que un hombre puede dedicarse a la ciencia y más o menos llevar una familia, siempre y cuando tenga una esposa “a la vieja usanza”, es decir, un ama de casa o incluso una profesional, con un carácter más bien tirando a sumiso y comprensivo. O una mujer que también se dedique a la ciencia. ¿Por qué? Pues por lo que dije más arriba: Porque la ciencia es tremendamente absorbente. La mujer lo tiene un poco más difícil, porque los hombres sumisos y comprensivos no son muy comunes. Y menos en nuestras sociedades latinas, las cuales, por mucho que nos duela decirlo, siguen siendo bastante machistas. Por cierto que está además un detallito adicional, y es el de los celos: Lo más probable es que los compañeros de investigación de nuestra dama científica sean hombres.

Hay un punto adicional que se relaciona con la discriminación de género, de la que ya dije que no iba a hablar, pero que influye en lo que pretendo mostrar aquí. Y es que una científica querrá ser reconocida por sus trabajos, resistiéndose a que su vida personal sea conocida por otros. Comentarios como “sí, ella es muy buena investigadora, pero vieras cómo descuida a sus hijos”, que generan crítica destructiva, o “sí, ella es muy buena investigadora, pero claro, no tiene una familia de la que ocuparse”, que tácitamente amalgaman el éxito a un dudoso exceso de tiempo libre, son justamente los que ellas pretenden evitar guardando celosamente los detalles de su vida personal. La verdad es que yo, como mujer, no las culpo.

Emilce Dio Bleichmar, en su artículo titulado Dos, tres, muchas Curie: Subjetividad de la mujer científica, menciona, basándose en estadísticas obtenidas de trabajos anteriores, que las mujeres casadas publican más artículos científicos que las solteras, y las que tienen hijos lo hacen más que las que no. La autora del artículo analiza estos datos que aparentemente contradicen mi tesis, y termina por darme la razón. Ella dice que el 80% de las mujeres entrevistadas en ese estudio estaban casadas con científicos, y que ellas publicaban un 40% más que las que estaban casadas con profesionales no científicos. Y va más lejos: Emilce asegura que la maternidad cumple un papel concentrador, en la forma del sacrificio del tiempo dedicado al ocio. Cito a la autora: “La maternidad les exigió una dedicación tal que les llevó a abandonar cualquier actividad distinta del trabajo y del cuidado de los hijos.” Así, al abandonar las actividades “superfluas” de su vida, la mujer se concentra en los hijos y en el trabajo, redundando en una mayor productividad científica.

Lo que yo afirmo, coincidiendo con Dacil Cruz y con Emilce Dio Bleichmar, es que una mujer puede dedicarse a la investigación científica y tener una familia feliz, incluso en Latinoamérica. Pero eso sí, sola o con un compañero que sepa de qué va el tema de la ciencia.

He dicho.

Referencias

Emilce Dio Bleichmar, Dos, tres, muchas Curie: Subjetividad de la mujer científica, Ciranda Internacional de Información Independiente.

Dacil Cruz, Historia de la participación de las mujeres de mi país en ciencias e ingeniería, IEEE Región 9 – América Latina.

Elvira Moya de Guerra, Juana Bellanato, Araceli Flores, Mª José García-Borge, Beatriz Gato, Marta I. Hernández, Andrea Jungclaus, Isabel Márquez, Josefa Masegosa y Ascensión del Olmo, Mujeres en ciencias y tecnologías físicas en el CSIC, Consejo Superior de Investigaciones Científicas – CSIC.

Diana Mafia, ¿Es sexista la ciencia? (Cómo probar la discriminación en las comunidades científicas con las mismas herramientas de la ciencia), Hannah Arendt Instituto de Formación Cultural y Política.

Poder de diez y otros desvaríos

El cosmos, como las posibilidades, es infinito. Determinar el tamaño y la estructura del mismo resulta un proyecto ambicioso y fuera de lugar para el ciudadano de a pie. Sin embargo, tomando en cuenta que el todo es un lugar de grandes expresiones matemáticas y la nada de mínimas, ambos ligados a ese plano atemporal de perro que se muerde la cola, donde nada tiene principio ni fin, ni siquiera lo invisible; no sería del todo descabellado que cada individuo pensara y meditara en torno a la constitución del universo, siendo que cada uno de nosotros es uno per se, únicamente que mínimo, un microcosmos repleto de pequeñas partículas y entidades cargadas de energía.  

      Cada uno, dentro de su propia individualidad, cree erradamente que es el ombligo del universo. Todos creemos que nuestra visión es cosmovisión de por si. Que nuestro mundo y sus circunstancias es el único válido. Y por las calles, o encerrados en las casas, inclusos en la de nuestras propias cabezas, hacemos una simplificación exponencial de nuestro egoísmo, convirtiéndonos en dioses, mártires y perseguidores al mismo tiempo. Creerse todo es sólo un mecanismo de defensa ante la nada.  

      Si se ejercita la mente en contra del egocentrismo nos daremos cuenta que somos como un grano de arena en una bahía sin límites. Ingenuamente, como herramienta hacia el despertar, puede utilizarse el poder de diez: uno, diez, cien, mil, diez mil, cien mil, un millón, diez millones cien millones, un billón, la vía Láctea, las estrellas, el sistema solar, el Sol, los planetas, la tierra, el hemisferio, el país, el estado, la ciudad, la urbanización, la casa, el hombre, los órganos, las células, los átomos, el núcleo, los protones y neutrones… El mundo invisible comienza después de la molécula de hidrógeno. Pero no porque no lo vemos significa que no existe. ¿No existe acaso el pensamiento o, en su última expresión, lo que denominamos conciencia?  

      Creer en la diferenciación y discriminación del universo y sus habitantes es sólo un error de percepción. En esencia todos somos lo mismo y él mismo. Esta conciencia única y fundamental, y no nuestro ego que nos hace desvergonzadamente únicos e importantes en el infinito, es la simplificación correcta y exacta del universo y la existencia. Matar una hormiga por su tamaño es un atentado contra el cosmos y una calamidad inevitable, pues no hay diferencia alguna entre la conciencia de una hormiga, un elefante o un hombre. De tal manera que aunque se argumente que sus funciones intelectuales son distintas, no existe justificación en el acto de matar, pues como dijimos, la conciencia es la misma. Matar una hormiga por tanto no es más que acabar, de alguna manera, con el universo, o al menos con una parte de su existencia. 

      Entender la cuestión de la simplificación exponencial del todo como vía irremediable hacia el pensamiento y la conciencia, manifestaciones estas últimas de la energía, nos sumerge en un terreno que colinda peligrosamente con la ciencia y la filosofía existencialista. Y siendo que en este terreno baldío el mundo de la especulación se agiganta como el Gulliver de la nada, son múltiples y diversas las argumentaciones y diatribas, un cosmos paralelo de ilusiones y de egos.  

      La realidad es que nada tiene existencia independiente y/o intrínseca. Por supuesto que todo tiene una existencia convencional, aparente, pero que las cosas existan o no depende de una base primaria de atribución, de partes, causas, condiciones y efectos, incluso para el vacío. Si nos vemos en un espejo, nuestro reflejo, aunque existente, no es lo que aparenta, pues sin duda no es una cara real. Podemos valernos de esta refracción para observarnos, con lo que entendemos que no es que no exista, sólo que no es real sino aparente: depende de nuestra percepción, de la configuración del espejo y de la luz entre muchos factores, es decir, de un cosmos de probabilidades, posibilidades, causas y efectos. Y este amasijo de variantes que interceden para dar formas a la realidad y a la no realidad, ¿no son en consecuencia la materia prima que le da forma y sentido al universo? ¿Y cuando nos vemos al espejo, no somos nosotros mismos un universo único y al mismo tiempo un cristal de arena en la playa de la existencia? ¿No somos nosotros mismos un espejo en miniatura del cosmos? Sin duda las preguntas son muchas y las disertaciones más aún. Pero con entender que el ego es la prisión que nos mantiene alejados de las posibilidades del mundo exponencial, de la ciencia, la filosofía y la existencia, es suficiente para empezar a entender qué es una galaxia o cómo esta estructurada la gran escala del universo, el infinito y el vacío.   

 

© 2004, Vicente Forte Sillié. 

 

 

Sobre el autor: Vicente Forte Sillié (1975) es un joven venezolano, abogado y escritor, radicado actualmente en la ciudad de Miami por motivos familiares, actualmente desperdicia sus energías en una empresa de cruceros mientras busca tiempo suficiente para escribir, ha incursionado en diversos géneros literarios como la poesía, el cuento, la crónica literaria, el reportaje, la crítica cinematográfica y la elaboración de guiones para radio, cine y televisión. Fue editor de la revista digital Latinoamérica en Vilo y ha colaborado en numerosos medios impresos, radiales y de carácter digital nacionales e internacionales.