La Conquista Mágica de América (2003)

por Jorge Baradit

Perdido en un sucio y oscuro zaguán entre los laberintos de la ciudad de Sevilla, hundido entre papeles y pergaminos reblandecidos por el asfixiante calor del verano, un cabalista llora abrazado a su pequeño escritorio de caoba. Interminables cálculos tan intrincados como la propia ciudad han desembocado finalmente en una solución que brilla ante sus ojos con la luz de todo un coro de ángeles: la fecha propicia para invadir América esplende ante sus ojos limpia y perfecta bajo complejas series numéricas borroneadas una y otra vez. Es el año 1227, hay un largo camino que recorrer y mucho que preparar.

La existencia de este nuevo mundo había sido descubierta sólo un par de siglos antes. La red de mediums que vigilaban el mundo conocido habían intuído presencias de un nuevo tipo de consciencia colonizando áreas importantes del plano astral y dieron la alarma. Descubrieron que mecánicas desconocidas y poderosas levantaban estructuras ciclópeas entre los pliegues de la mente del planeta, como si otro continente emergiera con inusitado ímpetu.

De inmediato un selecto equipo de videntes fué asesinado y enterrado en una línea recta apuntando hacia las nuevas señales. Todos eran signo géminis, todos cargaban una roca de cobre en el estómago. Los mediums comenzaron a recibir las transmisiones de los videntes asesinados, haciendo puente casi de inmediato. Las señales eran difusas y afloraban como débiles imágenes en blanco y negro, adhiriéndose llenas de estática a las retinas de los mediums como recuerdos de infancia: un olor desconocido, el multicolor del manto de una madre, la certeza en la existencia del Tamoanchán. Colores y animales extraños, edificios de piedra, escalinatas ensangrentadas brillando a través de nieblas de incienso, plumas y piel oscura; otro zodíaco cosido a la piel de la noche, cuchillos de obsidiana y brujos poderosos.

Manipularon, influenciaron y tiraron de todas las redes y cuerdas invisibles que sostenían los imperios en su afán de alcanzar las nuevas tierras. Pero lo hicieron delicadamente, pacientemente. Invisibles.

En una de las tres naves viajaba un representante de las logias oscuras. América se estremeció cuando su planta tocó las arenas del Caribe. Todos los chamanes del continente giraron los rostros hacia ese punto con el corazón encogido por una repentina angustia, como si una piedra negra hubiera caído sobre el lago tranquilo de la América astral.

Después, vino la expedición definitiva.

No era oro lo que buscaban los que venían escondidos tras la marea de sífilis que avanzaba como una tormenta de dientes a través del Atlántico.

Detrás de los ejércitos y su ferretería, aún detrás de la cruz y la hoguera, venía la verdadera peste . Magos, cabalistas, guardianes del grial, alquimistas y sus golems se arrastraban escondidos entre los arcabuces, regurgitando conjuros y venenos que clavaban como alfileres sobre la piel de la Pachamama.

Ellos no buscaban el oro que rodaba por los ríos, «el oro es paga de espadas e ignorantes» su oro no era oro vulgar.

La operación de conquista y sus detalles eran antiguos. Antes de sus propios nacimientos se habían previsto todos los detalles. Por eso, cuando el Consejo de los pueblos Rojos intentó reaccionar ya era demasiado tarde, la Conquista Mágica de América estallaba en sus rostros como una tempestad arrasando el continente, como una coreografía mil veces ensayada y representada a la perfección.

El nombre de Jehová fué un terremoto abriéndose paso a través del estómago del continente como el cuchillo de un carnicero. Nadie alcanzó a invocar protección porque la daga castellana degollaba en la cuna el grito y cortaba las lenguas de los que sabían las palabras adecuadas. Quemó los signos de poder, destruyó las máquinas para comunicarse con los dioses; aisló a los pueblos y les devoró la memoria antes de arrojarlos como rebaños perdidos al desierto de la amnesia.

Cuando se apagaron los incendios y el polvo de las masacres se hubo posado sobre las piedras, vino la cruz recogiendo el dolor de los huérfanos, encadenando las almas a su rosario de esqueletos.

América yaciendo herida de muerte, expuesta a los escalpelos del que venía detrás, el verdadero depredador mágico que se inclinaba sobre los campos de batalla desolados, hurgando en las entrañas abiertas de los hijos del Sol, buscando sus augurios y su paga de cuervo. Buscando señales en los mapas que leía en los intestinos tiernos de la gente roja.

Lo que habían descubierto en Europa bien valía cien operaciones de conquista como ésta.

Años antes de zarpar, hundieron clavos de cobre a través de los ojos de un vidente eslavo y luego de muchos intentos consiguieron penetrar en las líneas de comunicaciones de los chamanes americanos. A través de sus ojos pudieron escudriñar cada centímetro de las intrincadas construcciones rituales con que modulaban las portentosas fuerzas que emanaban de los pezones de esa nueva tierra. Asistieron al levantamiento de arquitecturas que continuaban hacia el plano astral en complejas urbanizaciones mentales. Vieron prodigiosas máquinas voladoras de piedra planeando a baja altura, operadas con gemas preciosas y mantras bellísimos. Vieron enormes pirámides de roca girando sobre su eje para calibrar la vibración energética de ciertos valles. Fueron testigos atónitos de portentos que no podían tener otra explicación que una inusual fuente de poder radicada en el territorio.

Penetraron sus redes de datos más profundas, comieron los cerebros de cuatro niños no natos y vieron, a través de los ojos de un sacerdote maya, el códice más santo de todos: el «viento naranja», escrito y primorosamente ilustrado íntegramente en el plano astral por generaciones y generaciones de brujos iniciados.

Supieron de Ce acatl. Supieron de Kallfukura.

Supieron como derrotarlos y arrebatarles la fuente de sus maravillas.

Esa noche lloraron abrazados y mataron a todos sus hermanos que no merecían saber lo que ahora ellos sabían.

Reordenaron el calendario europeo y abrieron una ventana de tiempo falsa, oculta a los ojos de dios, para que Hernán Cortés desembarcara sus tropas en el Anáhuac justo en el año 1519, número 7, con una única palabra murmurada en secreto de boca a oído: serpiente emplumada.

Cuando Cortés desembarcó, subió a su caballo y un representante le indicó el nombre con que debía nombrar el lugar para hacerlo seguro. Le recomendó nunca desmontar antes de renombrar los lugares. De ahí en adelante cada sitio conquistado era rápidamente renombrado con un «conjuro-llave», codificado tras un nombre cristiano, que anulaba la energía opositora y encarcelaba entre las letras al numen protector del lugar. De esa manera avanzaban con seguridad por terrenos incapaces de defenderse. El rito de conquista avanzaba como una infección.

Escondidos a la sombra de los ejércitos, los representantes guiaban a los capitanes en el primer objetivo: bajar a través de la cordillera de los Andes destruyendo un por uno los chakras de América para debilitarla y nublar la visión de sus chamanes guerreros, los únicos capaces de oponerse al objetivo final, oculto allá en el sur más boscoso.

Uno por uno cayeron los pueblos que resguardaban los puntos de poder de la madre tierra. Cada templo mayor era desmantelado cuidadosamente para exponer el «punto blando» y cegarlo con cantos y signos de oscuridad. Siempre se construía una iglesia encima, como llave ritual obstruyendo la respiración del territorio.

Los restos de las civilizaciones que florecían como hongos en torno a cada punto energético, servían de carroña para la jauría de la Corona. Mujeres y oro, niños y sangre para sus cálices.

Pero los representantes no buscaban oro vulgar.

No todos los representantes sabían cuál era el real objetivo de la operación de conquista. Sólo los guardianes del grial conocían la verdad y eran los encargados de «mantener secreto el secreto» hasta el momento indicado.

Ningún representante aparecía en registro alguno, ninguno recibió cargos o haciendas, nadie tenía derecho a mirarlos o discurrir sobre sus oficios. Los que habían escuchado una sola palabra de boca de un representante, eran borrados del libro de la vida y sus huesos eran polvo arrojado a algún desierto.

La verdad no es para todos.

-La verdad no es para todos- dijo el de la barba color fuego, cerró los ojos y el tercer congregado de la izquierda se desplomó estrellando su rostro contra el suelo. Una profunda herida manaba sangre a borbotones desde la zona de la nuca, justo en el centro de un tatuaje ritual representando al ouroboros.

-La muerte vive a nuestras espaldas todo el tiempo, esperando el momento para sacarnos a vivir-.

-El asiento peligroso- murmuró uno que debía sentarse de costado para no herir su pierna tullida. Alguien, en las sombras, limpió un cuchillo y tomó el cadáver por las pantorrillas para arrastrarlo hacia la oscuridad.

-Su camino concluía hoy- continuó el de la barba color fuego -pero el nuestro continúa.

La obra es un bajel que cruza los siglos y hoy somos nosotros los que afirmamos su timón, aunque somos menos que el polvo entre sus tablas-.

Todos asintieron en silencio.

Todos eran sobrehumanos.

-Ahora es el momento para escuchar la verdad- dijo con voz queda, desprovista de toda solemnidad.

-Lucifer, después de su derrota, fué arrojado hacia la materia con toda la violencia que la ira divina pudo descargar. Cayó durante eones hasta alcanzar los fondos más profundos del océano de la eternidad: nuestro Universo. Cayó de cabeza a través de las órbitas celestes como un proyectil desconsolado. Cayó hacia nuestra Tierra, atravesó la atmósfera y el casco polar con un estruendo como de muchas aguas en gran disgusto, como muchos ejércitos gritando el nombre de Yavé al unísono.

Ahora yace enterrado, encadenado a los abismos, crucificado de cabeza y lamido por el magma, aullando su dolor eterno de belleza perdida y poder arrebatado.

Al momento de encallar en nuestro mundo, la hermosa diadema que embellecía su frente cayó a perderse en el instante mismo en que se abrían las carnes de la madre y «el que trae la luz» nacía hacia adentro destrozado, hundido de regreso a la matriz.

La piedra azul, venus. Ese es el secreto más secreto que nos mueve en peregrinaje hasta estos yermos perdidos de toda misericordia-. Concluyó hundiéndose en el silencio. El silencio que todo lo rodeaba como incienso consagrando la revelación.

-Maran atha- murmuró emocionado el más joven.

-Mañana morirán dos más- continuó el de la barba color fuego -luego levantaremos el campamento y nos iremos en silencio. Es menester que este poblado sea destruido por los naturales, para que la matemática de los eventos nos sea propicia-.

Talcahuano, Tralkawenu, el trueno del cielo.

La piedra azul estaba alojada en el interior del cráneo de una machi que, en su juventud, se había hecho arrancar los ojos para «poder ver». Había cosido sus párpados con tendones de cóndor y huemul, para que su visión corriera veloz entre los bosques de araucaria y volara alta sobre los lagos y volcanes de la Meli Witran Mapu.

Ngenechén estaba con ella.

Una noche, convertida en halcón, había sobrevolado el campamento de esos extraños hombres de piel blanca como la muerte, los winka. Le había dolido el olfato la hediondez que emanaba de esos cuerpos fajados en telas inmundas y tuvo que huir. La espantó el olor de sus barbas machadas de comida, la deslumbró el brillo de la luna adornando sables y yelmos.

Hace mucho tiempo que los venía sintiendo arrastrar sus metales sobre la piel de los valles. Había escuchado llorar a la Pincoya y quejarse a los traukos cada vez que esos brujos blanquecinos como pollos sin cocer destruían un poco más el corazón de la mamita que nos cuida.

La machi Alerayén era ya muy anciana, a pesar de ello nunca se había asomado a semejante negrura como aquella noche en que decidió espiar a través de la pupila de un winka. Casi perdió la razón. Todo su paisaje de ríos, montañas y helechos se hundió en un pozo espeso, giratorio, repleto de cárceles oscuras, pestes, hogueras, cruces, clavos, espacios cerrados, ciudades hediondas a mierda y látigos. «Su dios cuelga clavado de un tronco, como un trozo de carne para asar», su corazón le gritó en la cara y la machi cayó aturdida, rodando entre los matorrales.

La machi Alerayén tuvo que mantenerse despierta durante siete días y siete noches, recibiendo las penas de cientos de refugiados que arribaban cargados de desolación a la tierra mapuche.

Todos seguían el último mandato del ya desaparecido Consejo de Ancianos de las razas rojas: -Cada hijo de la mama tierra que sobreviva a la jauría blanca y pueda cargar una lanza, deberá encaminar sus pasos hacia el sur para unirse contra la barbarie. El corazón de nuestra tierra corre peligro-.

Guerreros-águila del Anáhuac-México, mocetones quechuas, mujeres cocodrilo del Amazonas, jóvenes shwar capaces de hacerse invisibles, chamanes jaguar del desierto de Atacama, soldados maya conocedores del combate en los sueños; hombres de piel roja medio muertos de hambre, en harapos, desfallecientes.

La machi sentía que el día de las lágrimas se acercaba y pidió consejo a las plantitas que hacen ver. Quemó hierbas en torno a su rehue de canelo que se elevaba 2 metros sobre el suelo y se hundía 200 bajo tierra para enterrarse en la cabeza de la serpiente que podría perderlos si no era controlada de ese modo. El chamico (planta alucinógena) habló con ella sobre los tiempos que vendrían y la machi lloró tanto que todas las vertientes de Tralco se amrgaron para siempre llorando con ella. Gotas gruesas como la miel manaron desde las cuencas vacías de la última chamana capaz de hablar con las plantas de poder.

El chamico le habló sobre la pérdida de la memoria y la vergüenza, sobre la necesidad de mantener oculto el corazón de América hasta mejores tiempos, la Kallfukura, la piedra azul. Le contó en voz baja, mirándola desde adentro, acerca de infinitas cruces que se clavarían en el continente siguiendo un exacto diagrama de acupuntura negra para debilitar la tierra y mantenerla adormecida, alimentando al vampiro que se solazará en su leche. Le especificó la palabra que los mapuche deberán pensar como protección cuando los retraten para el archivo de almas que usarían los gobernantes para su magia negra. Le rogó que no capitularan en su defensa de la entrada a la ciudad bajo la cordillera.

La anciana suspiró, cansada y triste bajo su piel gruesa y oscura como corteza de araucaria.

-Madre machi!- gritó un joven guerrero que corría entre los árboles.

La anciana dejó de mirar a los ojos al chamico y la construcción cayó hacia arriba como agua estallando contra el cielo.

Todas las aves dejaron de cantar.

Un escarabajo salió por el oído de la machi y ésta recuperó los colores y la definición de su imagen.

Giró la cabeza y murmuró -Llegó el momento. No pensé que demorarían tan poco en encontrarnos-.

– Madre machi- dijo el kona cayendo de rodillas, acezando -El comedor de Sanpedro se comunicó con la red de vigilancia. El chamán de Curacautín dice que una bandada de tordos apareció sobre los campos del lonco y las aguas de todas las acequias se enturbiaron como la sangre. Asegura por su linaje que ésto no es cosa de kalkus o wekufes-.

-Lo sé- interrumpió -ayúdame a ponerme de pie y corre a decirle a nuestro lonko que haremos una rogativa-.

-Pero, un nguillatún requiere preparativos demasiado lentos y…-.

-Nadie preguntó tu opinión, impertinente. Tenemos sólo dos días, por eso te pedí que corrieras- insistió ásperamente. El kona hizo una grosera mueca de molestia frente a los ojos vacíos de la vieja y saltó entre la espesura separando enormes helechos y espantando una infinidad de aves de colores, que volaron hacia los árboles como frutos regresando a sus ganchos.

-No creas que no te ví, justifyraru!- gritó la anciana agitando su bastón en el aire.

El nguillatún convocó a todos los loncos de la Meli Witran Mapu. También llegaron brujos de la cordillera, antiguos pillanes y espíritus de los volcanes, también vinieron célebres guerreros reencarnados en pumas, árboles o destellos de luz azul.

La machi habló fuerte, tan fuerte que hasta el Sol se detuvo para escucharla. Comenzó hablando sobre el doloroso llanto de la mama tierra. De cómo la cruz que el europeo clavara allá en el norte la ancló para siempre al mapa y ya no fué libre nunca más. Advirtió que si la resistencia fracasaba, vagarían perdidos para siempre, ciegos y sordos tanteando el suelo como niños buscándose el alma entre las piedras. Insistió en la necesidad de mantener la fé y la esperanza en el regreso de los verdaderos dioses blancos, que yacen dormidos en la ciudad bajo la cordillera. Recordó que el pueblo mapuche tiene la dignidad de «Guardianes de la Entrada» de esta ciudad y que no tienen otra alternativa que combatir hasta el final protegiendo la llave que abre las montañas. Llorando les confesó que habían pasado ya dos lunas desde que escuchó hablar por última vez, en susurros incoherentes, a la mama tierra y que desde entonces sólo un gran vacío llenaba su mente y las montañas ya no le respondían. Les cuenta que teme lo peor. Los aliados mágicos se desvanecen de pena, las aves sólo cantan y el paisaje comienza a olvidar quién es.

Informa que ya huele la marea infecta que se acerca por el horizonte, con sus corazones extraviados y la espada presta. Que no tardarán una noche en estar a la vista, que deberán avanzar de inmediato para evitar que crucen el río y contaminen el suelo de la Meli Witran Mapu con sus pies afilados y su violencia sin sentido. Los conmina a retenerlos con buenas y malas artes porque no son humanos. Les revela que hay un antiguo pacto con la oscuridad viviendo en sus corazones que los impulsa y los pierde. Ruega que no retrocedan porque la verdadera batalla es mágica, que hay unas nubes negras arrastrándose detrás de la jauría que no alcanza a distinguir. Les confiesa que necesitará tiempo, quizás unos cientos de años, pero que confía en encontrar la manera de despertar a la mamita de nuevo.

Luego del rito, cientos de konas avanzaron entre gritos de trueno encabezando los ejércitos. Más atrás caminaban, cansados pero decididos, los restos de las orgullosas castas guerreras de toda la América roja, sus emblemas llenos de cicatrices en el cuerpo y en el alma, pero con la mirada de piedra aún embelleciendo sus semblantes.

Cientos de brujos montados en cóndores obscurecieron el cielo a su paso. Abajo, traukos e invunches brotaban de la tierra para sumarse a la resistencia. Vino el alerce. Las piedras y los riachuelos se levantaron hombro con hombro contra el brujo europeo.

Una cruz se clavó en Loncoche.

El continente entró en estado de coma.

La machi ruega a viva voz, pero sólo el eco le devuelve la plegaria.

[FIN]

Jorge Baradit

Santiago, enero de 2003

Esferas de Carey

por Luis Saavedra

Para Michael Ende. El que avisa no es traidor.

Antoinette lleva un vestido largo y negro de encajes. El vestido es suave y reluce con brillos vinosos cada vez que ella hace un movimiento, la tela se extiende a sus pies hasta el infinito de la habitación y sube por las paredes, allá a lo lejos. Seguramente, cuando levantes la cabeza la verás por todo el cielo hasta donde la vista te alcance, envolviéndote. Sin embargo, hay luz como si fuera de día y eso es algo que no puedes explicarte porque no hay sol ni luna que alumbre, ni foco o incendio que arda. También corre una brisa, como de la tarde, fresca y rebosante de buenos presagios que mueve las cosas frágiles con delicadeza, mientras crecen las espigas de un pasto sin color. Si escuchas bien podrás precisar los sonidos de una gaviotas lejanas graznando y un violín murmurando una dulce melodía eslava. Hay dos sillas barrocas y esbeltas, orgullosas de su origen, de una caoba acaramelada y respaldar de cuero repujado en la figura de un dragón chino. Junto a las dos sillas hay una mesa de cristal de tres patas y en la mesa un conjunto de platería fina para tomar el té.

Tomamos el té con Antoinette.

Ella se sienta muy derecha, mirándome fijamente, esperando que yo haga alguna pregunta o responda alguna respuesta, ya no lo recuerdo claramente. No es que sea importante, pero si ustedes preguntaran cuánto llevamos en este sitio yo no sabría qué responder y Antoinette ni siquiera les miraría. En realidad, el tiempo no importa aquí puesto que no pasa como lo hace en las oficinas o en el amor; sencillamente languidece en grandes gotas escurriéndose por el vestido negro y suave y se acumula en grandes charcos que se evaporan para condensarse de nuevo. En cuánto a ella, no podría describir ser más bello. Las manos de Antoinette contrastan violentamente contra el género de su falda porque son blancas y finas con unos dedos delgados y ahusados con bellísimas y casi invisibles filigranas azules y rosadas con uñas traslúcidas, dando al conjunto una sensación de improbabilidad y desaparición. Su rostro como un gajo de uva estilizado comparte la misma cualidad de las manos y sus ojos son grandes y negros, tanto que resultan azabaches, pero no como su vestido sino con un ligero brillo de vivo fuego; en ellos es fácil encontrar tu reflejo y fácil perderte, también. Su pelo negro cae hacia atrás hasta un lugar en su espalda que no puedo ver, y solo un mechón ralo se enrosca sobre sus pechos pequeños como palomas durmientes. Tiene unos labios curvos y ligeramente rosados que dan la apariencia de una sonrisa, pero no irónica sino pacífica como diciéndote «No tengas miedo, confía en mí». Yo acato esa orden sin ningún reparo y tú también deberías hacerlo.

Es fácil enamorarse de Antoinette.

Toma la taza más cercana y se la lleva a los labios y bebe un pequeño sorbo. Se lleva una mano al pecho como si el esfuerzo de degustar el líquido fuera demasiado; me preocupo innecesariamente porque al otro instante se recupera y ya todo está bien. Le pregunto si alguna vez ha estado fuera de la habitación y me contesta que ya esa pregunta la he hecho antes, muchas veces antes, pero yo no me acuerdo y estoy condenado a hacerlo muchas veces después. Me disculpo y le hago otra pregunta. Cuando sea necesario, me responde y sonríe e inclina la cabeza, ocultando un albur sobre sus mejillas. Siento que la amo más que nunca y yo también bajo la cabeza. Bebo un sorbo de mi taza para no tener que tomarme las manos en un gesto de impaciencia.

Antoinette tiene un bolsillo amplio.

Ella pregunta y yo le respondo que nunca ha sido así, que en realidad no me preocupa morir siempre y cuando la última imagen sea ella. Antoinette pregunta y yo le respondo que no tengo mucha fé en nada y que hace tiempo que dejé de vivir en el mundo de la gente normal y que ahora llevo una ligera melancolía encima. Ella pregunta y yo le respondo que me gustaría volver a tener 10 ó 5 ó nada de años, hasta ser solo una mota de polvo que ella respire.
A continuación, ella introduce su mano en un pliegue de su vestido y saca una esfera que flota y gira en la palma y emite un albedo que se difumina en el espacio. Ella extiende el brazo para ofrecérmelo y yo lo recibo con ambas manos ahuecadas. Me dice que las esferas son tan frágiles que el solo soplar sobre ellas las despojaría de su luz y se congelarían, de modo que la atraigo hacia mí con el mayor de los cuidados y la observo detenidamente.

Al principio solo se distingue una pálida esfera amarilla que gira sobre un eje muy inclinado, casi horizontal, y desprende una nube de polvillo como iridisado que mancha mis palmas. Antoinette me señala que mire más de cerca o me perdería los detalles. Veo campos de una hierba amarilla infinitos y vías de un agua azulenca lleno de peces de colores eléctricos. Seres parecidos a palmeras se mueven lentamente siguiendo una línea invisible, en manada, dejando tras de sí una herida en el territorio. La herida se llena prontamente de hierba y ya no hay huella del paso de los ciclópeos. Hay muchas manadas en toda la esfera que parecen converger en el mismo sitio: un edificio en forma de pirámide babilónica con incontables mesetas, descansos y escalinatas. Está tallado en una piedra blanca con vetas negras como una cucharada de chocolate disuelta en leche y adornada de estatuas de dioses de cuernos terribles, que adoptan posiciones de tal modo que el conjunto cuenta una historia muy antigua, tan antigua como el mundo amarillo. Pero cada vez que una manada entra en la avenida que lleva a la puerta de la pirámide, ésta desaparece dejando solo el paisaje de hierbas infinitas; inmediatamente aparece en otra parte de la esfera con su misma grandeza. Todas las manadas parecen darse cuenta porque al unísono cambian su dirección y toman otras líneas invisibles y convergentes; todas menos la manada que alcanzó la avenida. Yacen impávidos y desalentados se dejan morir, languideciendo, hasta que el último cae marchito. Ella dice que no hay nada más triste que el tiempo de esperar la muerte; yo no recuerdo si mi tiempo fue precisamente ese, hace mucho. Su mano danza sobre las mías y el mundo amarillo se va con ella hechizado por su belleza, y es tragado por un pliegue placentario.

Uno no puede enojarse con Antoinette.

Uno no puede, en serio. Si tú vinieras con una inmensa furia y te encontrases con ella lo único que lograrías es levantar una mano y tratar de descargársela en la cara, pero en ese momento tendrías que mirarla a los ojos y todo se volvería impreciso y ya no recordarías porqué tienes la mano alzada, ¿quizás para bailar?.. Ella toma un traguito del té y es como si fuera veneno porque arruga el entrecejo y por un momento su faz se transforma con el dolor. Pero nada, vuelve a su pacífica existencia y me regala una sonrisa, viendo mi incertidumbre. Luego dice, a veces es necesario morir un poco. Por supuesto que lo sé, le respondo. Toma una nueva esfera que reluce con una luz negra, un borde de intenso negro que casi no deja distinguir que la bola es tan pulida y sin accidentes que es como una inmensa loza de porcelana, surcada por fracturas perfectas y geométricas que forman diseños desde arriba. Sus habitantes jamás lo han sabido ni lo sabrán porque sus preocupaciones los mantienen en constante movimiento. Me acerco más a la mano extendida de Antoinette y veo una estatua blanca en el paisaje curvo: representa un héroe blandiendo una espada hacia el cielo, mientras que algunos seres, pequeños y sin rasgos definidos debido a que se mueven a mucha velocidad, se detienen un momento y le dan una oración para partir al siguiente; no vuelven más. En su base, hay una placa conmemorativa, pero el agua y el viento han suavizando tanto el bajorrelieve que ahora es difícil adivinar si aquella es una letra «A» o ésa una «K». El mismo efecto ha tenido sobre el rostro del héroe que ahora cada oferente se imagina el rostro que más le acomoda. Sin embargo, está rodeada de racimos de flores marchitas y plegarias escritas con mano presurosa; a todo su alrededor hay monedas de todos los colores y formas y vasijas con órganos de ganado, y en el suelo han dibujado paradigmas con tizas de colores que se entrelazan unos con otros. El héroe sin rostro es esporádicamente visitado, rápidamente como la muerte en una navaja, y cuando está solo baja de su sitial y encaja profundamente la espada en la cerámica negra del suelo.

Ahora corre un viento más intranquilo con presagios de malos sueños. La luz se ha vuelto crepuscular y siento un poco de frío. Pero eso a ella la tiene sin cuidado: mientras que a mí la atmósfera me ha obligado a ponerme un abrigo y un sombrero, ella permanece inmutada y pacífica.

No hay nada malo en Antoinette.

Ella es el reflejo de las cosas y su totalidad solo puede dar como resultado algo eterno, inmutable… Ahora viene flotando hacia mí una esfera azul, sin intervención de nadie; parece haber venido de ninguna parte, pero sé que algún pliegue de su vestido se ha descorrido como un velo y la ha liberado. Ella parece no notarlo porque ahora parece ensimismada en la observación de una esfera verde que gira muy rápidamente, en su palma. La esfera azul ha tomado un aire muy sereno con un eje un poco inclinado y unas nubes se deslizan por su superficie, el azul se lo dan los mares que ocupan todo a excepción de una isla pequeña pero plagada de seres que caminan en dos patas. La isla no tiene mayor vegetación y los seres se mueven cerca de las playas donde descansan y pescan. Parecen llevar una buena vida, pero la mayoría muere violentamente ahogadas, mutiladas por enredaderas marinas y atrapadas por enormes bocas desdentadas. Sin embargo, hacia el centro de la isla hay una construcción monótona, baja y cuadrada que desentona con el color terracota del terreno. La habitación, que así la podríamos llamar, posee una única ventana sin puertas ni otros accesos y el interior no se divisa bien. Adentro, y si te acostumbras a la oscuridad, verás a un hombre sentado ante una máquina de escribir antigua que teclea lentamente palabras. Parece visiblemente desganado porque tiene los hombros hundidos, la cabeza inclinada y sus movimientos indecisos pesan toneladas. Viste una sencilla tenida de dos partes y del cuello le cuelga una pieza de tela negra y estrecha por delante. Hay silencio en la habitación, a excepción de algunos carraspeos y las teclas que disparan sonidos secos sobre el papel que hacen más alienante la atmósfera. El hombre se acomoda mejor en la silla. No le puedo ver el rostro pero puedo distinguir su complexión delgada y su piel blanca, casi mortecina. Tiene el pelo de un color castaño desvaído que cae en mechones simétricos. De pronto, el hombre se detiene en medio de una frase y se va irguiendo lentamente, toma la posición de alguien que escucha el rumor de un motor lejano, quizás evoca el sabor de un helado a los cinco años. Yo permanezco sin respirar siquiera y presiento que estoy importunando en su tarea, aunque sé que no es así: yo aquí soy menos que un fantasma en esta esfera. Pero la tensión continúa y me veo obligado a alejarme un poco; justo en ese momento, el hombre se voltea y me mira fijamente. Reconozco inmediatamente ese rostro, a pesar que sus ojos y boca están cerrados por unas coseduras de un hilo espartano. Husmea el aire como un topo y me localiza y espera algo de mí. Tengo un momento de revelación y después nada, pero ha sido suficiente para sentir lástima por esa criatura atada a sus trabajos estúpidos… Como no hay nada más que ver lo abandono y él vuelve a teclear en la máquina lo que desde hace eones está condenado a escribir: «Soy y no puedo ser».

Vuelvo a mi asiento y la esfera azul comienza a retirarse hasta el borde donde el vestido de Antoinette cae en un abismo sin posibilidad de ver el fondo. La esfera cae. Me angustia saber que con la bola se va el hombre que escribe y tengo deseos de levantarme y seguir su trayectoria, pero está ella y me mira con ojos que me retienen. Sus manos están sobre sus faldas, con las palmas hacia arriba.

Si quizás tú estuvieras aquí te habrías ido con una pregunta respondida y te alejarías hasta el borde aterciopelado desde donde ya no hay nada, y te lanzarías al espacio hasta convertirte en un punto de luz. Pero ya no sirve para mí, yo no tengo memoria.
Antoinette lleva un vestido largo y negro de encajes y yo estoy con ella.

FIN

Luis Saavedra

Santiago, 07 de Enero de 2003