Nacer muriendo

Una luz deslumbrante, una sensación de felicidad ilimitada y amor omnipresente. Tomado por dos seres luminosos, me arrancan de este estado y me absorbe un túnel oscuro. La luz maravillosa se aleja y siento que lo abandono para siempre. No siento pánico, todo es una deliciosa indolencia.

Los entes me sueltan. Me hallo al lado de mi cuerpo. Estoy quieto, observo. Me muestro desinteresado como si observara un aburrida exposición de museo. Intempestivamente algo me empuja al cuerpo, y entonces mi actitud frente a él se cambia diametralmente. Muero. Estoy tumbado en la acera y siento un dolor fuerte en el pecho. Agonizo. Aparezco en el mundo sufriendo un infarto al miocardio.

Inmediatamente tomo conciencia de toda mi vida, de todo lo que va a ocurrir. Sé todo esto con minuciosidad hasta los tiempos de mi infancia. Sé que durante varias decenas trabajaré como bibliotecario y que no se cumplirá mi sueño de ser un escritor profesional. ¡Qué barbaridad! El hombre aparece en el mundo con plena conciencia de ser nadie, con la perspectiva de pasar muchos años llenos de aburrimiento, insatisfacción y desilusión.

Lo peor es que cada uno va a sufrir la regeneración y la mía sucederá dentro de setenta y ocho años, tres meses y cinco días. Hasta algún punto la disminución de años es como una bendición. Creces en fuerza y no padeces tantas enfermedades. Adquieres capacidad tanto física como mental. Desgraciadamente a los veinte y tantos años, aparecen los primeros síntomas de lo que nos espera. Cada vez cometes más errores. Disminuye también tu nivel de experiencia. Empiezas a ser económicamente dependiente de tus padres. Vas a la universidad donde lentamente vas perdiendo conocimiento y tu inteligencia disminuye. El auge de tu atraso mental lo vives al principio de la primaria cuando sucede la demencia juvenil. Ya no sabes ni leer ni escribir y el estado de tu psique es lamentable.

Mientras evoco la juventud que me sigue esperando, me vienen a la memoria recuerdos de los almuerzos familiares. Éste será un rito casero. Empieza cuando la madre ensucia en el fregadero los platos y los cubiertos, para luego dirigirse hacia la mesa. Luego pondrá todos los platos embadurnados con las sobras, y es cuando nosotros sucesivamente nos sentamos a la mesa. Empezamos a comer. Al principio, vuelvo a masticar la comida que sale de las entrañas, para que, al final de esta acción salga de mi boca un trozo de chuleta que inmediatamente queda cogido del tenedor y devuelto al plato. Después de un rato pongo otro trozo al que ya está allí y durante un cuarto de hora reaparece una chuletita entera, caliente y fresquita.

Tras la comida, cuando ya todo está en los platos, madre los coge a la cocina para después de algún tiempo devolver la comida al refrigerador, repartida en sus ingredientes originales. El destino ulterior de la comida es el siguiente: pasan algunos días y mi madre saca todo esto, lo empaqueta en cartuchos, para después ir con mi padre a devolverlo al supermercado. Cuando vuelven, en la cartera hay mucho dinero. El único defecto de la comida es que luego, durante algun tiempo se tiene hambre.

La niñez es como una pesadilla. Te haces más pequeño y pierdes la razón. Cada vez dedicas más tiempo a juegos tontos como el desmontaje de las construcciones de cubitos o de los castillos de arena. Con el tiempo disminuye el tesoro de las palabras usadas. Después, empiezas emitir unos chillidos raros y no puedes sostenerte en pie.

Estos son los síntomas de la primera infancia.

Paradójicamente esto tiene sus ventajas, por lo tanto no te das cuenta que a pasos de gigante se aproxima el día de tu nacimiento. Y esto al fin y al cabo es el término de tu camino por este valle de lágrimas. Cuando ya estás tan tonto como un flan de frambuesa, vas con tu madre al hospital, en donde te introducen en su útero. Algunos meses más tarde se produce tu concepción y dejas de existir.

Volviendo a mi vida. Ahora tengo setenta y ocho años. Dentro de tres años tendrá lugar la muerte de Ana, mi esposa amada. En la hondura del tiempo, mis recuerdos ya perdieron un poco de color y se pusieron amarillos, pero sé que en cuanto muera se iluminarán de nuevo con fuerza y plenitud. Antes que descienda el alma y llegue el día de su muerte, el cuerpo madurará en las entrañas de la madre tierra. De las cenizas aparecerá el esqueleto, que después se recubrirá de vísceras, músculos y epidermis. Unos cuantos días antes de la muerte el cuerpo estará frío y pálido. Lo desenterraremos. Con el paso de tiempo el alma entra al cuerpo y empieza una vida nueva.

Cuando Ana muera, sentiré como si alguien conmutara algún interruptor y pusiera en marcha otro modo de percibir la realidad. El fin de la soledad. Sentiré una gran amistad y sentimiento de comunidad, como si esta mujer fuera una parte de mí. Me daré cuenta de todas las suertes e infortunios que tendremos que superar. Dentro de cincuenta y cuatro años nos espera un amor apasionado que va a preceder su desaparición de mi vida. Es horrible que algun día tendré que perderla y, peor, dejará de existir en mi conciencia. Es algo tan deprimente que ni siquiera se puede expresar con palabras, pero desgraciadamente así es el destino.

Dentro de poco, apenas unos cuantos años después de la muerte de mi esposa, morirán mis padres. Sus almas decenderán violentamente a sus cuerpos. Serán ellos quienes me acompañen en los últimos momentos de mi vida.

Es muy gracioso cómo la humanidad embrutece. Los hombres usan inventos que luego desaparecen porque son olvidados por sus autores. Nuestra civilización decae delante de nuestros ojos. No sé que hubo antes de mi muerte. A cada instante se nos escapa lo que ha ocurrido hace un rato y lo perdemos irremediablemente. Sospecho que como civilización fuimos más desarrollados. De los estudios que experimentaré en varias escuelas olvidaré que la humanidad degenera lentamente. Habrán dos guerras mundiales. Desaparecerán los computadores, los televisores y los automóviles. Acabaremos como antropopítecos que se rompen las testas con fémures de animales.

Sin embargo, este ya no es mi problema. Delante de mí tengo setenta y ocho años de una vida aburrida y previsible. Me esperan también unos cuantos momentos de dicha y son precisamente ellos los que esperaré con verdadera impaciencia.