Fin del viaje

–¿Marlow? Marlow no era un marinero típico, lo definiría más como vagabundo que como marino. Entre nosotros era el único que «seguía el mar». Era alguien admirable. Desde que me asomé al abismo, entendí mejor el significado de su mirada, incapaz de ver la llama de la vela pero amplia como para abarcar el universo y penetrante como para meterse en los corazones que laten en las sombras. Después de su travesía por el río Congo en busca del señor Kurtz se marchó al fin del mundo, literalmente. A una maestranza junto al Estrecho de Magallanes. El inmenso complejo mecánico de una cuadra se llamaba Minerva y su personal de ingenieros, técnicos y profesionales tanto ingleses como chilenos, era de reconocida competencia. Debo decirle que este taller nada tenía que envidiarle a los mejores de Europa porque en sus pabellones se modelaban, reparaban y construían piezas difíciles y complicadas de los mecanismos de las naves regionales, nacionales y extranjeras. Allí se fundía hierro y bronce; se reparaban buques, máquinas y calderas; se aplicaba soldadura eléctrica y autógena. Se fabricaba las prensas para lana «Ferrier-Minerva», estanques de todos los tamaños, molinetes a vapor, bombas de alimentación, chimeneas y ventiladores de buques, volantes, poleas, émbolos…

–¿Y que hay de Marlow?
preguntó el agente de la Compañía, Silvester Fugellie.

–Descansos, machones, engranajes, ejes de transmisión, hélices –continúo el anciano ignorando a su interlocutor–. Ofrecía catalinas para molinetes, roldanas patente de guarnes, repuestos de prensas, aceites para máquinas marinas, cilindros, motores semi-diesel y de gas pobre, motores eléctricos, de automóviles Ford y de tractores y una cantidad surtida de implementos y accesorios de ingeniería naval. Aquel viejo taller era el orgullo de la industria magallánica, si señor. Y allí trabajaba Marlow y seguíamos sabiendo de él ya que de ese complejo se hablaba en los lugares más remotos del mundo, dónde jamás faltaba alguna embarcación que había recurrido a sus servicios, durante su tránsito por el Estrecho de Magallanes.

–¿Qué función cumplía Marlow allí?

–Era el administrador o algo por el estilo, Minerva como sabe era de la Compañía, prácticamente todo era de Leopoldo II por aquel entonces. Marlow no era más que otro Kurtz pero en una situación más cómoda por decirlo de alguna manera. Fue un hombre notable sin duda, en su voz había candor, convicción y rebeldía, la horrosa imagen de una verdad que apenas intuímos…, la más curiosa mezcla de odio y deseo. Cómo Kurtz él había dado el útlimo paso, traspasado el umbral…

El anciano hizo una pausa para recargar su pipa de tabaco negro, y continuó su relato:

–El mar es más fuerte, por supuesto, y no pasó mucho antes que Marlow se embarcara nuevamente en una fragata británica que para mala fortuna terminó encallando en el archipiélago Guayaneco, en las costas de la Patagonia Occidental. Alrededor, por un lado y por el otro los fuegos de la muerte bailaban a la noche; el agua, como óleos de una bruja ardía blanco, verde y azul… Meses más tarde, cuando fui a rescatar los restos de Marlow supe cómo había encontrado la muerte mi viejo amigo. Tras el naufragio él y unos pocos sobrevivientes, entre los cuales se encontraba el capitán Cheap y unos marineros de apellido Hamilton y Campbell, se vieron forzados a convivir con los salvajes de la zona, unos indígenas llamados aónikenk que como la mayoría de los patagones poseían un modo de vida cazador-recolector, durante los inviernos se encontraban en las zonas bajas y durante el verano ascendían a las mesetas centrales de la Patagonia o a la cordillera de los Andes. Las mujeres confeccionaban unas mantas llamadas quillangos de hermosas formas y coloridos de hasta doce pieles. Tras el contacto con el hombre blanco habían incorporado la costumbre de fumar tabaco y era frecuente verlos fumando con el uso de pipas de tubo corto, en un recipiente de madera. El caso es que el cacique de la tribu que albergaba a Marlow había ido con su mujer en la canoa a corta distancia de la costa, donde ella buscaba erizos, pero no habiéndoles ido con provecho, regresaban de bastante mal humor. Uno de los hijos de del cacique, de unos tres años de edad y a quien parecían querer mucho, al verlos se echó al agua para ir a encontrarlos: el padre puso una canasta de mariscos en manos del chico, pero, hallándolo éste muy pesada, la dejó caer: a esto, el padre saltó de la canoa y, cogiendo al niño por los brazos, lo estrelló con la mayor violencia contra las rocas. La pobre criaturita quedo sin movimiento y desangrándose, hasta que su madre fue a recogerlo; pero luego murió. La mujer parecía inconsolable, pero el bruto del padre no manifestó ningún pesar. Y es aquí dónde Marlow pareció perder lo poco de cordura que le quedaba y con un remo golpeó al cacique y siguió apaleándolo hasta matarlo mientras los salvajes lo miraban pasmado. El hijo mayor del cacique oyó los gritos y trató de detener a Marlow con una lanza que le atravesó los omóplatos. La gente huyó hacia el bosque temiendo represalias y los señores Hamilton y Campbell tomaron una canoa y huyeron de allí. Hasta mi llegada al parecer a nadie le importó mucho recuperar los restos de Marlow. Cuando di con sus huesos, la hierba crecía por entre sus costillas y era tan alta que tapaba los restos intactos. Ese ser sobrenatural no había sido tocado luego de morir. La aldea estaba abandonada, y las chozas se caían con los techos podridos. Evidentemente, había ocurrido una catástrofe. La gente aterrorizada, se internó en la selva y no regresó…

El anciano exhaló el humo de su tabaco y apagó la pipa. Fugellie se puso de pie muy calmado, desenfundó su pistola y dijo:

–No le creo una sola palabra. Marlow no murió, usted es Charlie Marlow.

El viejo marinero alzó la cabeza y observó una densa franja de nubes oscuras cubriendo el mar, la tranquila corriente que llevaba a los confines de la Tierra fluía bajo el cielo cubierto, parecía conducir directamente hacia el corazón de las inmensas tinieblas.