Volar, por Soledad Véliz

Camila observa a la pequeña máquina que descansa ante ella. Está hecha de finas piezas que parecen huesos de seres imposibles. Un resto de té en el extremo del escritorio brilla con la luz de la tarde y le sugiere un ojo expectante. Siente frío en los pies. La habitación se ha teñido de sombras.

A unos pasos de ella, justo frente al ventanal, su hija se baña con la opaca luz del atardecer. Su delgado cuerpo tiembla de vez en cuando arrancándole chillidos a la silla de ruedas, el caracol mecánico que la sostiene. Sus ojos miran a un punto indefinido del cielo y Camila se imagina que la luz se convierte en luciérnagas al llegar a su cabeza.

El departamento cruje como si se estirara y la mujer se sobresalta al sentir algo que camina por sus pies.

-Este gato anda tristón- le comenta a la niña que se estremece y babea.
El animal se rasca largamente contra una de las patas de la silla y bosteza. Camila lo imita casi al mismo tiempo.
-Que bueno que la pena no se contagia- piensa, mientras mira al gatito dirigirse hacia el balcón. El gruñido de los poddles, amos y señores del otro extremo del departamento, se cuela hasta la sala.

Camila estira los brazos y enciende la luz de la lamparita de mesa. Estudia por unos segundos la máquina, contiene el aliento y ajusta un engranaje tembloroso que emite un solemne ¡crack!. El dispositivo emite un zumbido de mosca, vibra, y se calla. Solo el parpadeo azulado entre los engranajes le indica que está activo. La mujer restituye rápidamente las piezas que cubren el esqueleto metálico. Al observarlo en su forma definitiva parece una ordinaria pulsera de plástico, prueba evidente de la precariedad de su talento artístico. Con el el artefacto en la mano se arrodilla ante la niña.

-Javiera – susurra– te tengo un regalo. Balancea la pulsera delante de su rostro infantil y delgado. No lee su reacción ya que teme verla decepcionada por el aspecto de la pulsera. El brillo azulado destaca enfermizo contra la piel casi transparente de la niña.
Los diamantes, recluidos en una enorme jaula en la esquina de la sala, comienzan a piar como si el monólogo de Camila los molestara. Ignora la protesta de los animales y le muestra el funcionamiento del dispositivo.
-Mueves esta palanquita para la derecha y se prende. Para la izquierda y se apaga- La niña la imita con dificultad. Camila lee la comprensión en el rostro de su hija. A lo largo de los años habían inventado un alfabeto íntimo basado en los ojos y dedos de Javiera. El resto de su cuerpo permanece siempre en silencio.

La invade un nerviosismo que reprime por poco profesional. Se pone de pie y le abre la puerta a los poddles. Estos, que aguardaban junto a la puerta, ruedan por el suelo mordiéndose y ladrando. Los diamantes explotan en alegatos idénticos y revolotean dentro de la jaula. Camila se pone detrás de su hija y le acaricia la cabeza. Sus dedos tropiezan con la cicatriz que continúa a lo largo de su columna y cruza casi todo su cuerpo, cristalizándolo sobre esa silla de ruedas. “No por mucho tiempo”- piensa. Una brisa penetra por el ventanal. La ciudad de Concepción comienza a vestirse de luces.

-Concéntrate Javiera- le susurra al oído- Pasan unos minutos eternos. Va a repetir la orden pero se le quiebra la voz. Uno de los poddles, que segundos antes corría en círculos alrededor de la sala, suspende abruptamente su carrera y la mira fijamente. Camila observa con creciente excitación al perrito que se sienta torpemente y emite extraños gruñidos. Arruga el hocico en una mueca que bien podría ser una sonrisa y comienza a moverse como un niño que aprende a gatear. Camila se arrodilla y el perrito se acurruca en sus brazos.

-¿Eres tú, nena?- le pregunta y el poddle lanza un gruñido ahogado. – No tengas miedo, éstas piernas sí se mueven. Mira la pulsera de la niña. Emite un brillo verdoso, evidencia de que está en funcionamiento. La niña tiene los ojos abiertos pero ausentes, la lengua sobresale entre sus labios. Aún incrédula le susurra al animalito:
-Si eres tú trata de volver ahora.- Pasan varios minutos hasta que el poddle chilla, como si hubiera despertado de una pesadilla. Se reúne con su hermano lanzando miradas nerviosas que pronto se transforman en ladridos juguetones y juntos muerden un chal abandonado. El brillo vuelve a los ojos de Javiera y Camila lee el asombro en su rostro. La inunda, por primera vez en mucho tiempo, un sentimiento de salvaje orgullo.

-Funciona…pero claro que funciona– rectifica en voz alta y la niña se lo confirma cerrando los ojos con fuerza, intentando concentrarse.

Los diamantes pian con furia, como si los acechara un depredador. Camila corre a la jaula intentando calmarlos pero los pájaros se han convertido en un remolino de colores que se golpea contra los barrotes de la jaula. Solo uno ellos, sobre un palito, conserva la calma y bate las alas en forma estudiada, como si las ocupara por primera vez. La mujer abre la puerta de la jaula y los diamantes se precipitan hacia la salida, perdiéndose por el ventanal abierto. Solo el pajarito que estrenaba sus alas se detiene en el umbral. Después de un par de intentos, y animado por Camila, consigue elevar el vuelo y ser tragado por la noche de Concepción. Camila grita de emoción y la niña responde emitiendo píidos cortos y sobrenaturales, forzando su garganta a soltar notas imposibles. Entonces, la máquina vuelve a emitir el brillo azulado y la niña abre los ojos.
-Deben ser unos 5 kilómetros de radio de acción.- Piensa la mujer en voz alta mientras anota en una libreta.

El gatito le maúlla desde el suelo, la mira largamente, como suplicando pero Camila no le responde, aún mira a su hija. Javiera tiene los ojos brillantes. ¿Que será lo que sintió al volar sobre Concepción en el cuerpo de un pájaro? Jamás lo sabrá. Pero sí se imagina sus sentimientos al volver a la silla de ruedas. Desecha la idea tomándole la mano. Cree ver un atisbo de tristeza en el rostro de la niña pero pronto vuelve a ser el mismo, pálido, impenetrable.

Camila comprende y sonríe por ella.

-Voy a buscar más animales, te van a aburrir los poddles- dice, pensando en la iguana y los conejos que esperan en la otra habitación. El gato ya dejó de maullar y no se ve por ninguna parte. Evalúa la posibilidad de comprar animales que no hagan ruido, como los peces. No había considerado lo perturbador que era escuchar al animal en el cuerpo de su hija.

Al darse vuelta tropieza con el chal que los perros han arrastrado hasta el centro de la sala. Detiene la caída afirmándose en la enorme cómoda que le legara su suegra. El mueble tiembla y la mujer suelta garabatos mientras se incorpora. Su reflejo la alcanza desde el espejo de una de las puertas. Le sorprende su aspecto salvaje y la golpea lo mucho que ha cambiado desde el accidente. A través del reflejo ve la fotografía de su esposo y le sonríe, pensando que ha restituido algo de la vida que tenían antes. Ve a una sombra moverse al fondo. Distingue la figura del gatito que se columpia sobre el balcón ycruzan sus miradas por un segundoy luego desaparece lanzando un aullido que le eriza la piel. Camila corre y se inclina sobre la baranda. Ya es demasiado tarde y el animal ha cruzado los 9 pisos que lo separan del suelo. La silla de ruedas cruje tras ella.

– Miau- dice la niña.

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