Lazos de Organdí, por Ángela González

Ella se acercó a su pecho…El corazón latía lento, muy lento, como si estuviese a punto de apagarse. Pero potente, como si pudiese atravesarla , entrar por sus sienes y quedarse ahí, agazapado en medio de su mente.

-Tu nunca sientes miedo-
-Nunca lo he necesitado- y con un brusco movimiento se desprende de ella, como si quitara una hoja seca de su pecho.

El cielo parecía caerse, un naranja intenso la llenaba por dentro. La ciudad triste, la ciudad como una anciana pidiendo limosna se aparecía ante ellos… Tan sólo una brisa y todo se desvanecería, como ese inútil lazo que los unía a ambos. «La sangre es más fuerte», como si de algo sirviera el haber nacido bajo el mismo cielo, bajo la misma mirada impávida de la madre triste.

Pero el atardecer le acariciaba las mejillas y sentirlo cerca era reconfortante, su misma piel, su mismo aliento que la envolvían como el abrazo de un espejo, la misma agua quieta que tan nerviosa la ponía cuando era pequeña, pero que le cortaba el aliento cuando se convertía en dagas, cuando sus ojos se endurecían hasta atravesar a su padre, sin una sola palabra.

¿Cuándo empezó a desmoronarse todo? Quizás cuando, escondida de todos, besó sus labios fríos y saboreó la misma enfermedad que lo consumía. Repitiéndolo hasta que la fiebre la hizo caer a su lado y sentir que morían al mundo, al mismo tiempo.

-tienes frío?-
-no, aún no…- Aun así el se quitó la chaqueta, robada de algún militar muerto, y la envolvió tiernamente.
-espera aquí- y su mirada fría la paralizó – si te mueves …- y sonrió como siempre, saliendo a la noche fría.

El aire estaba denso,era como si las almas de todos los muertos que pisaba aun vagaran frente a él “Gabriel…” susurraban en su oído, un par de ojos centellearon, como cuchillos lanzados hacia él, pero sólo era el reflejo de las luces del puesto de guardia, destruido pero aún funcionando, como casi toda la tecnología en la ciudad herida.

Ya no sabía por que cada noche necesitaba mirar desde el borde del acantilado, por que necesitaba sentir el olor de la muerte, y la eterna atracción del vacío a sus pies. Por que necesitaba dejarla, sola, como un cachorrito indefenso, tan frágil como cuando era una bebé y su padre trataba de golpearla para que se callara y el corría a cubrirla con su cuerpo, ver a su madre con la mirada perdida en la ventana, y se la llevaba al altillo, donde se dormían juntos, llorando. Pero ahora era distinto. No había padres, no había hogar, tan sólo ellos atados por su sangre, él, pegado a su cabello suave, como espuma de mar, a sus ojos de miel, a la fragilidad de su cuerpo de niña, que cada noche parecía romperse bajo el peso de su cuerpo.

Sintió deseos de gritar, de hacer pedazos su alma y lanzarla al vacío, pero tan sólo cerró los ojos y de un certero golpe penetró con su cuchillo el frágil cuello de laÊ mujer que yacía a sus pies, y le arrancó el corazón, un corazón pequeño y azul, que pendía delicadamente de una cadenita de plata. Y con su pequeño y ensangrentado botín emprendió el camino de regreso.

Siempre amenazada, siempre el desastre pendiendo sobre su cabeza, un ligero temblor le recorrió la espalda y debió reconocer que tenía frío, así que se acurrucó en la chaqueta, sintiendo el olor a almizcle de su hermano mezclado con el aroma a sangre y muerte del cuero. “Catalina…ven” le susurraba aquel aroma, atravesando el recuerdo por el centro de su cuerpo. Cerró los ojos para percibirlo mejor, para abrirse ante la oscuridad de aquel armario, a sus 12 años, al temblor de sus manos y el golpeteo del corazón en su pecho, la esperanza de que su padre jamás regresara.

Sentía que el aire le faltaba, que iba a gritar hasta que los cristales estallaran, cuando en medio de la desesperación surgió su boca, tibia, apagando el grito, suavemente… De donde venía aquella corriente desconocida, que pareció explotar en su pecho, mientras a través de la oscuridad las manos de Gabriel desataban delicadamente los lazos de organdí su vestido, rozando apenas su piel trémula.

-No quiero que acabe, nunca- le susurró el al oído, como una orden, una suave amenaza que la hizo acostarse en el montón de ropa apilada del armario, deseando ella también que aquella lengua que recorría su vientre no se detuviese nunca, nunca..

-Tú te irás, como todos, te vas a ir, siguiendo a cualquiera, me vas a dejar aquí, no me has querido nunca, nunca!!—y rompió a llorar.

-No vuelvas a decir eso, tú eres mía, jamás, nunca, nunca te dejaré- y se abalanzó sobre ella, apresándola entre sus brazos, sintiendo que ninguno de los dos volvería a respirar jamás, que morirían de nuevo, como tantas veces ahogados el uno dentro del otro.

El día los sorprendió abrazados, envueltos apenas por la chaqueta cubierta de sangre.

Las gotas de rocío se deslizaban vergonzosas por los restos de la ciudad quieta. El sol bailaba en el cielo, burlándose con su luz que no les daba calor, un poco más y el aire se rompería como cristal de azúcar. Cruzaron los cercos electrificados, una mano inerte sostenía un cartel de «no entrar», los recuerdos como pájaros se posaban en cada lugar, cada rincón teñido de sangre y revolución.

-Antes de que se den cuenta todo estará terminado- repetía en onda corta la voz de Lucía, la voz que los llenaba cada noche de esperanza, de un poco más de vida.

La ciudad se alzaba gris contra la cordillera, como si ésta fuese un telón que nos separaba de la horrenda realidad, tras ella noÊ había nada, el mundo terminaba en un gran abismo que se perdía en el infinito. Ahora, que todo ya está hecho, lo sabemos, todas las ciudades son iguales…

-Gabriel, vuelve, vuelve que me muero- aferrada a su muñeca de trapo lloraba, debajo de la cama nadie la encontraría.
Sólo un año desde que el se fuera, sólo un año desde que el aparecía en la pantalla del ordenador vestido de militar..
-pareces un soldadito de plomo- rió.
-eso es lo que soy- y le guiño el ojo como despedida.

Pero la guerra estaba lejos de ella, lejos de todos. Lo que la acechaba cada noche era mucho peor, era como la sombra de una serpiente que se deslizaba hasta su cama para aprisionarla y luego gritarle que era una pequeña prostituta, dejándola dolida y marcada para siempre.

Quería ser grande y fuerte, quería poder romper el mundo con sus manos. Quería no salir jamás del colegio, jamás regresar a su casa, como lo había hecho Lucía, con una llave en su mano, prometiéndole que la ayudaría.

Todo lo que veía a través del pequeño espacio bajo la cama era la puerta entreabierta y su madre, mirando por la ventana, esperando el hijo que jamás regresó, aquel que nada tenia que ver con ellos pero que se había llevado su alma, dejando sus ojos como espejos fríos y rotos en mil pedazos.

-Catalina!, donde te metiste cabra de mierda!-

Unos zapatos perfectamente lustrados se detienen frente a sus ojos.

Trata de desaparecer en la oscuridad, pero no puede, una enorme mano la arranca de su refugio.

El barrio se ve como cualquier otro, cuerpos diseminados por todos lados, como estatuas de cera, milagrosamente bien conservados.

-Súbete- le ordena Gabriel y ella salta a su espalda, sabe que a él no le gusta que toque los cadáveres.
Cruzan bajo los jazmines, el aroma es el mismo, aun sobre el humo del infierno desatado. La casa, igual a tantas otras está en pie a pesar del bombardeo. La puerta se abre sola, invitándolos a entrar, la oscuridad y el hedor los ciegan, pero aún así los ven, sentados como estuvieron toda su vida, dándose la espalda, tan quietos que parecían no estar allí.

-Noo, nooo, por favor-
-Cállate, putita!!!-

El techo se ve tan lejos, lejos como su hermano, y aquel asqueroso ser tan cerca, tan cerca como la muerte, que es lo único que puede salvarla.

De pronto.

El estallido.

Su padre se levanta de un salto y corre escaleras abajo. Por la puerta aparece Gabriel, lleno de suciedad y esquirlas y corre a abrazarla.

-volviste-
-ven, pequeña-

Entraron al armario, ahí nadie los encontraría.

Sus manos viajan por su cuerpo tibio, limpiando todos los otros roces, haciéndola nacer de nuevo, sintió como los ojos de él brillaban en la oscuridad, iluminándola, el roce de su pecho cerca de su cara era como el de un animal, el de un lobo, se abrió paso entre sus piernas, clavándola mil veces, como si quisiera realmente ser parte de su cuerpo frágil. Y se sintió llena, como si estuviese hecha de miel derretida, sin saber de nada ni de nadie, sólo saboreando feliz este descubrimiento que la cambiaría para siempre.

-Salgan de ahí, mocosos de mierda!!!-
La puerta del armario se abre, el cañón de la escopeta se yergue amenazante.

La casa está igual, el armario con la puerta abierta, el forado del escopetazo en la pared. Su vestido de lazos y organdí en el suelo.

Pueden volver a oír los estallidos, uno tras de otro, las incontables sirenas, los ojos inyectados en sangre de su padre, la boca abierta, como un animal. Gabriel vuelve a sentir como el frágil cuello de aquel al que tanto le temió, cedía como el de un pajarito, mientras sentía los latidos del pecho de Catalina en su espalda.

Volvieron a bajar, ahí estaban aún, sentados, sin mirarse jamás, la madre con la mirada perdida en el infinito y un ligero hilo de sangre eternizado en su boca, jamás pensó que ella se lo pediría, que le ordenaría que acabara con este espanto. Y que le sería tan natural, que se montaría desnuda sobre su regazo y apretaría hasta que la mirada se apagara, como una velita.

La ciudad entera caía, los niños ganaban su batalla. Lucía había dicho la verdad.

Hordas de niños vestidos con pequeñas túnicas desfilaban por las calles y desaparecían. Ninguno les obsequiaba una sola mirada de compasión.

-Vendrán por ti – lloraba aferrada a su hermano
-no, pequeña, no lo harán-
-pero si ya eres grande!!
-pero he hecho lo mismo que ellos, somos iguales-
-Vamos a irnos?-
-no se..ven acá..-
se abrazaron y salieron de la casa.

El hubiese querido nunca regresar, el rumor del exterminio de lo que quedaba de ciudad aún lo atemorizaba, no por él, si no por la pequeña niña que iba en su espalda.
Cercaron la ciudad, convirtieron la revolución de los niños en una epidemia más y dieron por muertos a todos. Jamás se volvió a hablar de aquel día, nadie más supo de las más de mil bombas estalladas al unísono, nadie pudo saber que los cadáveres eran sólo de adultos, había pasado tan sólo una semana y ya todo yacía bajo el manto del olvido.