Rahn


-¿…Piedra Azul?-
-La piedra que cayó de la frente de Lucifer-
-La lapis exilis, ¿el grial?
-La lapis excoeli, en realidad. La piedra del cielo, la piedra caída del cielo azul. La piedra del cielo azul. La lapis lazuli. La piedra que saltó desde la frente de Lucifer, cuando cayó de cabeza contra nuestro mundo, exiliado del reino de Jehová.
-¿Y me dice que sabe dónde cayó?
-Allá la llaman Kallfukura, «piedra azul», y también la relacionan con Venus. Uno de sus héroes se llamaba de la misma manera, era un guía que quiso unificar toda la tierra para los de su sangre, en un único reino bajo su liderazgo. Luchó contra dos países y su movimiento de expansión también requería dar una curva hacia el este, un giro hacia la izquierda. En sus cantos predominaba la nota sol.
-¿Qué debemos hacer para encontrarla?
-Debemos morir todos en un gran sacrificio, bautizados por el Estigia, para renacer en otras tierras, más propicias.
-Deberá haber guerra entonces.
-Si, deberá haber guerra.
-¿Nos veremos nuevamente?
-No en este lugar.

-¿..Es…cierto…todo lo que me dice?
-Ya conversamos ésto mismo muchas veces, usted me hizo esta misma pregunta muchas veces. No importa si usted cree, lo importante es que va a ocurrir lo quiera o no. Asegúrese que la historia lo sorprenda en el lugar correcto y haciendo lo correcto.
-Comprendo
-No, no comprende. Todo ésto es parte de un sistema que nadie comprende, yo solo he aprendido a valorarlo estéticamente. Su tamaño me agobia, me hace sudar, me ha hecho llorar de angustia en algunas ocasiones.
-¿Tiene miedo?
-No, cansancio. Morir cada vez no…en fin…la piedra puede ser una solución.
-Tengo miedo.
-En el momento déjese arrastrar, mire hacia arriba y diga «hágase tu voluntad y no la mía»…ya lo ha hecho otras veces…decenas de veces.
-Me van a odiar.
-Siempre lo hacen.

Asesinato temporal


Armando Sepúlveda caminaba tranquilo mirando las nubes cuando un fuerte dolor le incendió el pecho. Un segundo después estaba muerto.
Una hora después Claudia Bermudas moría sentada en la taza del baño con algo extraño sobresaliendo de su cuello.
Siete muertes más, un total de nueve. Todos presentaban indicios de haber muerto por electrocutamiento, un solo golpe fulminante que detuvo sus corazones.
Esa noche el tanatólogo se golpeaba la frente contra un muro. Junto con la causa de muerte «real», los cuerpos presentaban «objetos» incrustados en huesos, músculos, cráneo y tejidos blandos.
Un lápiz, dos esferas de metal, una cuchara de té, varias monedas, y el más extraño de todos, un ratón momificado.
De las monedas, sólo una permitía leer la fecha entre la fusión de carne y metal. Si estaba en lo correcto, sería acuñada dentro de diecisiete años.
Mientras tanto, a trescientos kilómetros de allí un niño se imaginaba cómo sería viajar en el tiempo. Tenía una vaga idea de cómo lograrlo.

1899 (Tercera parte)

-YO A USTED no le gusto.
-¿Por qué lo dice?
La cara metálica de Ginebra se inclinó buscando una espontaneidad inexistente. Luego agregó:
-No me habló durante el viaje. Tampoco cuando llegamos al hotel
-Son las siete de la mañana, agente. Créame, no tengo ganas de discutir con…
-Con una máquina.
-No quise decir eso. Sólo digo que es muy temprano, pasamos la mitad de la noche viajando y me costó dormir. No tengo ánimos ni ganas de discutir. Vuelva a su habitación, aún es temprano.
Ginebra pestañeó rápido, de un modo tan antinatural que me heló por dentro. Siempre he detestado a los números, no porque no confíe en sus capacidades, sino por que temo de ellas. No tengo claro que pueden y que no pueden hacer. No tengo claro por qué los creamos, cual fue la idea tras su abominable invención.
-Disculpe inspector-, su voz monocorde bajó de volumen. –Pensé que como Prat…
-Almirante Prat, Ginebra.
-Perdón. Decía que como el almirante Prat pidió que le enviáramos un telelocal a las ocho y media, tal vez le gustaría tener tiempo para desayunar.
-No desayuno.
-Oh, no lo sabía.
-Perfecto, no hay problema. Ahora por favor regrese a su habitación. Nos encontramos en el lobby a las ocho y quince, ¿le parece?
-Me parece.
Y me dio pavor descubrirme mirando con morbo su curvilíneo cuerpo de metal, movido por un verdoso corazón de metahulla.
Cerré la puerta y me asomé a la ventana, encaramada en el piso séptimo de un hotel cercano a la plaza de armas de Santiago. Las líneas de iluminación pública de gas metahullano iban apagándose a medida que el sol despuntaba. En el edificio de enfrente, una gran pintura llamaba a los ciudadanos a votar por Balmaceda para su tercera reelección. “Porque el poder debe permanecer en Santiago”, rezaba la ultima línea del grabado.
Tres horas en un aerocarril desde Nueva Arauco hasta la estación central de Santiago, luego cuatro horas en un hotel de gobierno. Otra noche entera en vela. Los pocos minutos que conseguí cerrar los ojos fui interrumpido por un nuevo sueño. Necesito curarme de las pesadillas, de lo contrario voy a volverme loco. Fui al servicio de la habitación y comencé a llenar la tina con agua caliente.

-AHORA DEBEMOS esperar-, pronunció Ginebra tras terminar de teclear el telelocal que le enviamos al almirante Prat. –Ojalá no demore mucho en contestarlo.
-No le respondí.
Miré hacia la calle, Santiago se sentía gris y sucia. Una ciudad demasiado alejada de la pulcritud de Nueva Arauco.
-El comisario Rebolledo me contó que usted sirvió con el almirante durante el ataque a Lima.
-El comisario suele hablar demasiado.
La máquina no me respondió.
El carro receptor del telelocal comenzó a chirrear mientras imprimía un mensaje de vuelta. Una sola línea, marcada en letras mayúsculas sobre el rollo blanco. Prat nos daba la bienvenida a la ciudad y nos enviaba su dirección. Que fuéramos apenas estuviésemos listos, nos esperaba con ansias.
Le ordené a Ginebra que fuera por un taxi. Obedeció al acto. El olor dulzón de los números me asusta tanto como sus rectas facciones.

SANTIAGO AUN mantenía el viejo sistema de taxis propulsados por caballos. Pequeñas calesas tiradas por percherones gordos, detalle en extremo problemático cuando se aborda un vehículo en compañía de un ser artificial. Los animales sienten pánico de los números y hay que forzarlos a caminar entre berrinches de horror. Nada que un par de billetes grandes no puedan arreglar. Ginebra se excusó con un monocorde “lo siento” que ni el conductor ni yo hicimos recibo.
-Bienvenidos, por favor adelante-, dijo Prat cuando nos abrió la puerta de su casa, una vieja mansión de amplios jardines, ubicada en el corazón del barrio Providencia de Santiago, cerca de las grandes parcelas del oriente. Se veía más viejo, calvo y con la barba cana. También estaba más delgado que la última vez que lo vi, a fines de 1883, en la base aeronaval de Viña.
Noté que no llevaba anillo de bodas, no quise preguntarle. Después de lo de Lima se rumoreó bastante acerca de su crisis matrimonial. Además resultaba obvio que –descontando a la delgadísima sirviente que se movía por los pasillos- éramos los únicos habitantes de la casa.
-Usted dirá- le dije a Prat, apenas nos sentamos en la amplia sala del caserón.
-Me acuerdo de usted en el Santiago, siempre tomando apuntes en silencio, veo que ahora habla más.
-Hablo lo necesario, señor.
-Veo. Y cuénteme, ¿qué le ha parecido Santiago?
-Esta ciudad no cambia mucho. Está igual que hace diez años.
-Oh, claro, y no puede compararse con Nueva Arauco. Y usted-, miró a Ginebra, – ¿cómo dijo que se llamaba? Por supuesto, no le he preguntado, a veces soy muy torpe.
La número que me acompañaba, levantó el rostro y trató de mostrar sorpresa entre sus falsos gestos.
-Ginebra, señor.
-Claro, Ginebra, como la mujer del rey Arturo. Cuénteme Ginebra, ¿que le parece esta ciudad?
-Compleja, señor. No es tan moderna como Nueva Arauco y eso me perturba.
-Lo imagino. Dígame Ginebra, ¿qué modelo es usted…?
-Una Esmeralda serie 004
-Una Esmeralda, ya lo creía. Pues eso me parece perfecto. Sabe que el primer buque que tuve a mi comando fue una corbeta llamada Esmeralda.
-No lo sabía señor.
-Imagino que no lo sabía, pocos lo saben. Recuérdelo, señorita.
-Lo haré señor.
No me gustó que la llamara así, señorita.
-Y usted, Uribe, recuerda mi vieja Esmeralda.
-Un poco. Condell la uso de trampa cuando capturamos al Huascar.
-No debimos usarla. En fin, sólo era una vieja corbeta de tiempos pre metahullanos. Sólo un barco.
-¿Almirante?-, lo interrumpí.
-Dígame, inspector.
-Pensé que íbamos a hablar de los atentados de metahulla.
-Oh, claro, por supuesto. ¿Un café?
-Gracias.
-A usted no puedo ofrecerle, Ginebra.
La número dijo que no había problema. Prat tomó una pequeña campana de mesa y llamó a la sirvienta. Cuando la señora apareció, le pidió dos tazas grandes de café. Luego torció una extraña sonrisa.
-Supongo que para un hombre que no puede dormir, siempre es útil tomar mucho café-, cerró mirándome a los ojos. No era difícil adivinar lo cómodo que debe haberle resultado mi expresión de sorpresa.
-¿Por qué no me cuenta de sus sueños, inspector?-, siguió.
-¿Quién le habló de ello? ¿Rebolledo?
-Inspector, créame, lo conozco más de lo que usted imagina.
Furioso me puse de pie.
-Almirante, créame, tiempo no es lo que me sobra. Ginebra…
La número se puso de pié. Vapor de metahulla silbó a través de la juntura de sus rodillas.
-Inspector-, prosiguió el almirante. –Discúlpeme si fui atrevido, pero en verdad me interesa lo de su insomnio. A mi también me cuesta dormir.
-No creo que sea tema, no ahora.
-Oh, claro, por supuesto.
La sirvienta de Prat regresó a la habitación trayendo una bandeja con dos tazas de café hirviendo.
-Por favor, inspector-, insistió el viejo.
Miré a Ginebra, volvimos a sentarnos.
-Le recuerdo-, le dije, -que estoy acá porque usted dijo tener información sobre los atentados.
-Eso, los atentados-, dudó. –Dígame inspector, usted también cree que se trata de peruanos.
-Es imposible que sean peruanos.
-Me alegro que así lo piense. No son peruanos.
-¿Quiénes entonces?
-Gente poderosa preocupada de lo que nos estamos convirtiendo, quizás.
-Europa.
-Puede ser.
-Almirante, deje de jugar y dígame lo que sabe…
Prat tomó un poco de su café.
-Demasiado caliente-, comentó. –Adelaida sabe que me gusta un poco más frío. En fin. ¿Ginebra?-, siguió. -¿Usted que cree?
-Adhiero su hipótesis, almirante. Además he leídos los informes del inspector Uribe y el subraya que se trata de gente que sabe manejar muy bien la metahulla en estado puro, algo que sólo dominamos nosotros, los alemanes, ingleses, rusos y estadounidenses. No son peruanos, señor.
-Vaya, es muy buena, señorita.
Por segunda vez la llamó de ese modo.
-Almirante-, interrumpí -, le parece que vayamos al grano.
-A eso voy, inspector.
-¿Entonces?
-Entonces, ¿qué?
-Dígame lo que sabe.
-No hay nada que decir, amigo mío. No lo llamé para hablar, sino para mostrarle algo-, se detuvo un instante. Luego, tras un breve sorbo a su café: -Usted y su mecánica compañera deben acompañarme.
-¿Acompañarlo dónde?
Arturo Prat sonrió. Se puso de pie y fue hasta el escritorio, instalado al fondo de la sala. Abrió y cerró una cajonera, luego regresó trayendo dos sobres alargados.
-Necesitamos juntarnos con un par de amigos.
Puso los sobres junto a mi taza de café. Miré el papel, el logo de la línea aérea nacional aparecía grabado en una de las esquinas.
-Salimos esta tarde, a las tres. Es un vuelo directo a Iquique. Le encantarán estas nuevas aeronaves.
-¿A Iquique, señor?
-Si, a Iquique. No se preocupe por avisarle a sus superiores, ya le envié un telelocal al comisionado Rebolledo. Y usted sabe, inspector, aún gozo de cierta importancia. ¿Trajo un cambio de ropa más gruesa?
-Si…
-Perfecto.
-A usted, Ginebra, no necesito preguntarle.

Mejorando el vecindario

En 1999 y 2000, la prestigiosa revista científica Nature presentó una nueva sección de artículos titulada Futures, una popular serie de breves relatos (unos tres cuartos de página, por lo general) de ciencia ficción sobre lo que el nuevo milenio tenía para ofrecer. Una segunda temporada de Futures (que será próximamente recopilada en una antología) fue publicada en 2005 y 2006, con la participación de autores de renombre tales como Bruce Sterling, Norman Spinrad, Stephen Baxter y Vonda N. McIntyre.

A continuación presentamos la contribución de Arthur C. Clarke a Futures, un breve texto publicado en el número 19 del volumen 402 de Nature, el 4 de noviembre de 1999.


Mejorando el vecindario

Arthur C. Clarke
Traducción: Guayec Perdomo

Al fin, después de numerosas hazañas en el campo del procesamiento de la información que llevaron nuestros recursos hasta el límite, hemos resuelto el ancestral misterio de la Doble Nova. Incluso después de tanto tiempo, solo hemos interpretado una pequeña fracción de los mensajes ópticos y radiales de la cultura que tan espectacularmente pereció. Pero los hechos más importantes, asombrosos como son, parecen estar más allá de toda disputa.

Nuestros desaparecidos vecinos evolucionaron en un mundo muy similar a nuestro propio planeta, a una distancia de su sol a la que el agua se encontraba normalmente en estado líquido. Tras un largo periodo de barbarismo, comenzaron a desarrollar tecnologías utilizando los materiales y fuentes de energía disponibles. Sus primeras máquinas, como las nuestras, dependían de reacciones químicas que involucraban los elementos hidrógeno, carbono y oxígeno.

Inevitablemente, construyeron vehículos para moverse sobre la tierra y el mar, así como a través de la atmósfera y en el espacio. Después del descubrimiento de la electricidad, rápidamente desarrollaron dispositivos de telecomunicaciones, incluyendo los radiotransmisores que nos alertaron de su existencia por primera vez. Aunque las imágenes móviles entregadas en sus mensajes nos revelaron su apariencia y comportamiento, la mayor parte de nuestra comprensión sobre su historia y eventual final deriva de los complejos símbolos que utilizaban para grabar la información.

Poco antes del fin, se enfrentaron a una crisis energética, gatillada en parte por su enorme tamaño físico y violenta actividad. Por un tiempo, el uso extendido de la fisión del uranio y la fusión del hidrógeno pospuso lo inevitable. Entonces, apremiados por la necesidad, hicieron intentos desesperados por encontrar alternativas superiores. Tras varias partidas en falso, que involucraban reacciones nucleares a bajas temperaturas de innegable interés científico pero escaso valor práctico, tuvieron éxito al descubrir las fluctuaciones cuánticas que tienen lugar en las mismas bases del espacio-tiempo. Esto les permitió acceder a una fuente de energía virtualmente inagotable.

Lo que ocurrió a continuación es aún una conjetura. Puede haber sido un accidente industrial, o un intento por parte de una de sus muchas organizaciones competidoras de ganar ventaja sobre otra. En cualquier caso, el mal uso de las fuerzas últimas del Universo causó un cataclismo que detonó su propio planeta y, muy poco después, su único y enorme satélite.

Aunque la aniquilación de cualquier número de seres inteligentes depería ser deplorada, es imposible sentir demasiada lástima en este caso particular. La historia de estas gigantescas criaturas contiene innumerables episodios de violencia, contra su propia especie y las numerosas otras que ocupaban su planeta. La posibilidad de que hubieran realizado la transición necesaria, como hicimos nosotros hace eones, desde una consciencia basada en el carbono a una basada en el germanio, ha sido motivo de intenso debate. Es bastante sorprendente todo lo que fueron capaces de lograr, siendo masivas entidades individuales que intercambiaban información a una velocidad patética, ¡a menudo mediante vibraciones de corto alcance en su atmósfera!
Aparentemente se encontraban a punto de desarrollar la tecnología necesaria que les hubiera permitido abandonar sus torpes cuerpos sostenidos químicamente, logrando así una múltiple conectividad. De haber tenido éxito, podrían haberse convertido en una seria amenaza para todas las civilizaciones de nuestro Cúmulo Local.

Asegurémonos de que no vuelva a producirse una situación similar.

Mundo Azul, Jack Vance

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Ha llegado el verano. Para aquell@s que comienzan a pensar en los libros que se van a llevar a las vacaciones, valga el comentario de Mundo Azul, de Jack Vance.

Los tópicos tratados en esta novela son clásicos en el género: una nave de refugiados llega a un planeta cubierto enteramente de agua. Si bien el motivo de la huida no se menciona, se intuye: las personas son en su mayoría delincuentes, criminales, estafadores, alcahuetes, embaucadores y un largo etcétera de oficios al margen de la ley. Con certeza, su actuar no fue tolerado dentro del marco legal del algún gobierno imperial y por ello se vieron obligados a huir (o morir, presumiblemente).

La narración se sitúa a doce generaciones a partir de los hechos anteriores. Para entonces, los doscientos refugiados han creado una sociedad de varios miles. Desarrollan su vida en la superficie del agua, en especies de islas de naturaleza herbácea que tienen sus raíces en lo profundo del océano. Estas hojas-islas forman archipiélagos en donde el transporte se realiza a través de embarcaciones ligeras y las comunicaciones a través de un alfabeto de señales semejante al morse. Los mensajes se codifican y transmiten usando banderolas (de día) y antorchas (de noche) desde altas torres que se levantan a lo largo del archiélago.

El mundo en general es completamente apacible, donde la violencia y los crímenes no existen. Una sociedad tranquila y desprovista de tecnología. Los días se suceden con agradable monotonía, siendo la única fuente de perturbación lo que ocurre en torno al “Rey Kragen”. A poco andar esto se convierte en el conflicto central (y único) de la novela. (El título original es precisamente King Kragen).

El Rey Kragen es un pez hipetrofiado que pertenece a la raza depredadora de ese mundo oceánico. En torno a este pez gigante existe una especie de culto quasi-religioso, propugnado por una de las castas de la sociedad, los Intercesores.

El conflicto se origina cuando Sklar Hast, perteneciente a la casta de los Embaucadores (casta encargada de codificar los mensajes en las torres de señales) comienza a cuestionar validez del culto al Rey Kragen, proponiendo la revolucionaria idea de eliminar ese animal que depreda los alimentos de la tribu. Estas ideas poco ortodoxas, que son adscritas por no pocos de los habitantes del archipiélago, le vale, por otro lado, la aversión y el odio de los Intercesores.

La adversión desemboca finalmente en la expulsión de los disidentes. Los Intercesores, liderados por Barquan Blasdel, decide llevar las cosas más allá, propugnando su eliminación. La “guerra” entre un bando y otro comienza.

La narración es lineal. La descripción y caracterización de personajes es bastante limitada. Esto hace que la lectura sea sencilla y liviana. No obstante esta sencillez, el texto, en mi opinión, posee su valor en la sutil crítica social que enmascara el tono cienciaficcionesco: la intolerancia religiosa hacia personas que no comparten las creencias y que es llevada a extremos violentos.

El culto al Rey Kragen tiene un equivalente directo en alguno de los cultos religiosos que posee nuestra sociedad. El comportamiento de Barquan Blasdel, principal Intercesor del culto, es un ejemplo del dogmatismo de los dirigentes religiosos, quienes se escudan en el carácter “sagrado” de su labor, para zanjar cualquier intento por debatir costumbres y creencias.

El mismo Rey Kragen, es un equivalente casi perfecto de cualquier deidad venerada: ajeno a las maquinaciones que se hacen en su nombre. Se le atribuyen pensamientos y se intenta racionalizar los motivos para sus acciones, muchas veces fuera de toda lógica, pues es simplemente un animal.

El protagonista, Sklar Hast, representa a la persona de perfil escéptico, que no acepta las creencias y costumbres que han seguido sus padres, abuelos y se rebela contra el orden “natural” de las cosas.

Forzando un poco el asunto, es posible encontrar otra analogía. La superioridad tecnológica de la sociedad que no posee tabúes religiosos que obtaculicen el avance científico, en contraste con el estancamiento de las culturas dictatoriales que controlan cada aspecto de la sociedad.

La historia sólo pretende entretener y contar una historia sencilla. No es necesario concentrarse excesivamente para entender la narración. Considerando lo anterior, Mundo Azul es una novela ideal para leer en la playa.

A propósito de lecturas playeras, recordé una novela que leí tendido al sol en la playa del Lago Llanquihue: En Cyron Vuelan, de Samuel R. Delany. Si se van de vacaciones, ambas novelas son perfectas pues entran en sintonía con el ambiente estival…

Datos bibliográficos.

Mundo Azul.
Título Original: The Blue World.
La primera edición se titulaba “King Kragen”, publicado en Fantastic Magazine.
Colección Mundos Imaginarios
(c)2000 Plaza y Janés Editores S.A.

La Raza Venidera

Fragmento del libro Les Grandes Initiés de Notre Temps de Louis Saint-Yves d’ Alveydre, Blefond Press, 1998.

En la mañana del 29 de junio de 1979, una compañía de soldados peruanos que cuidadosamente avanzaban entre los escombros de la devastada ciudad de Santiago hicieron uno de los más impresionantes descubrimientos de la Segunda Guerra Mundial.
Los soldados que habían invadido la orgullosa capital de Chile y estaban a pocos días de llevar a término seis años de terrible y sangriento conflicto, estaban alertas a los ataques de las disminuidas y patéticas células de la resistencia chilena, compuesta principalmente por viejos y jóvenes, vanamente intentando salvar el “Reino del Millón de Años” del General González Von Marées.
Los soldados peruanos marchaban con suma cautela de un edificio destruido a otro, metódicamente peinando las habitaciones y salas cubiertas de escombros en busca de cualquier señal de sobrevivientes al bombardeo aliado. Los soldados debían confiar en sus instintos y armaduras de anti-impacto y camuflaje a medida que se abrían camino a través de la devastada capital. La destrucción era de tal magnitud que era imposible decir donde terminaba una calle y comenzaba otra.
Fue entre los escombros de un edifico cercano a la Casa de Gobierno donde los soldados hicieron su descubrimiento.
A primera vista, los cadáveres no se veían distintos a otros muchos que los soldados encontraran previamente en aquella ciudad fantasma. Pero examinándolos de cerca, probaron ser muy diferentes. Porque pese a que los cuerpos vestían uniformes militares chilenos, sus rostros eran claramente asiáticos. Eran, de hecho, tibetanos –como hizo notar uno de los jóvenes soldados peruanos de apellido Fujimori. Y fue este soldado, quien igualmente advirtió que los carbonizados despojos en el centro del círculo de cadáveres pertenecían a un ser humano, del cual sólo permanecían un par de brillantes guantes verdes.
¿Pero que hacían estos tibetanos, a miles de kilómetros de su tierra natal y en medio de una batalla de la que su nación no formaba parte?
Pese a que el sonido de metralla distrajo a los soldados, ninguno de ellos tuvo duda que estaban ante un descubrimiento extraordinario ya que, además de su apariencia, todo indicaba que los tibetanos no habían muerto en acción, sino al formar parte de alguna clase de suicidio ritual, probablemente bajo las órdenes del calcinado extraño de los guantes verdes que muchos historiadores concuerdan se trataba del propio González Von Marées.
Antes que los peruanos se unieran con los aliados uruguayos y bolivianos en el norte, y Santiago finalmente cayera el 7 de julio, los cuerpos de varios otros tibetanos fueron hallados en similares circunstancias. Algunos se habían suicidado ritualmente aunque la gran mayoría había perecido a causa del fuego y bombardeo Aliado que redujo la otrora magnificente ciudad a ruinas humeantes. Los cadáveres representaron un misterio que tomó tiempo revelar –pero cuando la información sobre los tibetanos muertos fue reunida y cotejada, se logró armar un complejo rompecabezas que se relacionaba con el mítico mundo de Agharti y el extraño libro de Sir Edward Bulwer-Lytton, La Raza Venidera. Es más, puede asegurarse que el libro de Bulwer-Lytton fue responsable en cierto grado tanto de la presencia de los tibetanos en la ciudad, hasta la mismísima carnicería que González Von Marees infringió en Latinoamérica y gran parte del mundo entre 1973 y 1979.