Próximos

por Greg Egan

Nadie desea pasar la eternidad a solas.

(“La intimidad,” Le dije en cierta ocasión a Sian después de hacer el amor, “es la única cura para el solipsismo”. Ella rió y dijo, “No te pongas muy ambicioso, Michael. Hasta el momento, ni siquiera me ha curado de la masturbación”).

El verdadero solipsismo, sin embargo, nunca fue un problema para mí. Desde el primer momento que consideré el asunto admití que no había forma alguna de probar la realidad de un mundo externo, menos aún comprobar la existencia de otras mentes –pero hube de reconocer que la convicción en la existencia real de ambos fenómenos era la única forma de lidiar con el día a día.

La pregunta que me obsesionaba era esta: asumiendo que existía otra gente, ¿cómo percibían ellos dicha existencia? ¿Cómo experimentaban el ser? ¿Podría alguna vez comprender verdaderamente lo que la conciencia era para otra persona? –¿más de lo que podía hacerlo con un simio, un gato, o un insecto?

De no poder hacerlo, estaba solo.

Quería desesperadamente creer que las demás personas eran de alguna manera cognoscibles, algo que de ninguna manera podía aceptar cómo obvio. Sabía que no podía existir una prueba absoluta, pero quería ser persuadido, lo necesitaba.

Ninguna novela drama o poesía por más resonante que fuera para mi persona pudo nunca convencerme de haber atisbado siquiera el alma de su autor. El lenguaje ha evolucionado para facilitar la cooperación en la conquista el mundo físico, no para describir la realidad subjetiva. Amor, odio, celos, resentimiento, tristeza –todos han sido definidos, en última instancia, en términos de circunstancias externas y acciones observables–. Y cuando una imagen o metáfora si logró concitar mi atención, lo fue sólo para probar que compartía con el autor nada más que cierto conjunto de definiciones, una lista culturalmente ratificada de asociaciones de palabras. Después de todo, muchos editores usan programas de ordenador –altamente especializados, pero algoritmícamente prosaicos, sin la más remota posibilidad de auto-conciencia– para producir rutinariamente tanto literatura cómo crititica literaria, indistinguibles de aquellas producidas por los humanos. Y no me refiero tan sólo a la basura predecible ya que en varias ocasiones he sido afectado profundamente por obras que luego descubrí habían sido realizadas por un software incapaz de pensar. Esto no era prueba que la literatura escrita por humanos no comunicara nada sobre la vida interna de su autor, pero ciertamente dejaba mucho espacio para la duda.

A diferencia de mis amigos, yo no tenía reparos de ningúna clase cuando, a los dieciocho años, llegó el momento de “switchear”. Mi cerebro orgánico fue removido y desechado entregándose el control de mi cuerpo al Dispositivo Ndoli mejor conocido como “joya” –una red neuro-computacional que, implantada poco después de mi nacimiento, aprendió a imitar a mi cerebro al punto de poder replicar las acciones de cada una de mis neuronas–. Yo no tenía reparo alguno, no porque estuviera convencido que la joya y el cerebro experimentaran de manera similar el fenómeno de la conciencia, sino porque, desde muy temprana edad, me sentí identificado sólo con la joya. Mi cerebro era una especie de dispositivo de instrucciones iniciales, nada más que eso, por lo que llorar su pérdida habría sido tan absurdo como lamentarse por haber emergido de alguno de los estados iniciales del desarrollo neuronal embrionario. Switchear era simplemente lo que los humanos hacían ahora, una etapa de nuestro ciclo vital establecida y aceptada, pese a estar determinada no por nuestros genes sino por nuestra cultura.

Verse morir los unos a los otros, y observar el deterioro gradual de sus propios cuerpos, debe haber contribuido a convencer a los humanos anteriores a la invención del dispositivo Ndoli de su humanidad en común; ciertamente, existían innumerables referencias en su literatura al igualitario poder de la muerte. Quizás el llegar a la conclusión que el universo continuaría sin ellos les produjo un sentido mancomunado de desaliento, o insignificancia, percibida cómo atributo autoafirmante.

Ahora que se ha convertido en un dogma que, en unos pocos billones de años, los físicos encontrarán una forma para que nosotros continuemos sin el universo, en vez de que ocurra lo contrario, aquella ruta de igualdad espiritual se ha perdido, fuese cual fuese la dudosa lógica que la alimentase.

Sian era una ingeniera en comunicaciones. Yo, un editor de noticias de la holovision. Nos conocimos durante una transmisión de la siembra de Venus con nanomáquinas terraformadoras –un asunto de gran interés público, ya que las ultimas partes todavía-inhabitables del planeta ya habían sido vendidas–. Ocurrieron varios desperfectos técnicos con la transmisión, pero juntos logramos solucionarlos, e incluso ocultar que estos habían sucedido. No era nada especial, simplemente estábamos haciendo nuestro trabajo, pero luego de conocerla me puse eufórico más allá de toda proporción. Me tomó veinticuatro horas percatarme (o decidir) que me había enamorado.

De cualquier forma, cuando me aproximé a ella al día siguiente, me dejó en claro que no sentía nada por mí; la química que imaginé “entre nosotros” había existido sólo en mi cabeza. Estaba consternado, pero esto no fue una sorpresa. El trabajo no volvió a reunirnos, pero la llamé ocasionalmente, y seis semanas después mi perseverancia fue recompensada. La llevé a ver una representación de Esperando a Godot realizada por papagayos aumentados y disfruté inmensamente, pero no volví a verla sino hasta transcurrido un mes.

Casi había abandonado toda esperanza, cuando apareció una noche ante mi puerta sin previo aviso para arrastrarme a un “concierto” de improvisación interactiva computarizada. La “audiencia” estaba reunida en torno a lo que aparentaba ser una parodia de un nightclub de Berlín de los 2050’s. Un software, originalmente diseñado para crear bandas sonoras cinematográficas, era alimentado con la imagen de una hover-cámara que se desplazaba por el set. La gente bailaba, cantaba, gritaba y se golpeaba, enfrascándose en toda clase de histrionismos con la esperanza de atraer la atención de la cámara y así moldear la música. En un principio, me sentí cohibido, pero Sian no me brindó otra opción sino la de unirme al jolgorio.

Fue caótico, demencial, y a momentos incluso aterrador. Una mujer apuñaló a otra “a muerte” en una mesa junto a nosotros, lo que me pareció una patética (y onerosa) indulgencia, pero cuando casi al final del espectáculo la gente comenzó a destrozar deliberadamente el frágil mobiliario, seguí a Sian en la revuelta, gozoso.

La música –la excusa para el evento– era basura, pero no me importaba. Cuando finalmente emergimos fuera, heridos y amoratados y riendo, supe que por lo menos habíamos compartido algo que nos hizo estar más cerca. Me llevó a casa y nos fuimos a la cama, demasiado agotados para hacer otra cosa que no fuera dormir, pero cuando hicimos el amor por la mañana me sentí tan cómodo con ella que apenas podía creer que fuera nuestra primera vez.

Muy pronto fuimos inseparables. Mis gustos en lo que a entretenimiento se refiere eran muy distintos a los de ella, pero logré sobrevivir a varias de sus “formas de arte” favoritas, más o menos intacto. Se cambió a mi apartamento, a sugerencia mía, destruyendo de paso mi cuidadosa y meticulosamente organizada vida doméstica.

Tuve que armar su pasado a retazos, con fragmentos que me arrojaba de cuando en cuando en medio de alguna conversación; encontraba demasiado aburrido el sentarse y entregar un relato coherente. Su vida era tan poco notable como la mía: creció en el seno de una familia suburbana de clase media, estudió su profesión, encontró un trabajo. Casi como todo el mundo ella switcheó a los dieciocho. No tenía convicciones políticas fuertes. Era buena en su trabajo, pero ponía diez veces más energía en su vida social. Era inteligente, pero odiaba todo lo que fuera demasiado intelectual. Era impaciente, agresiva, toscamente cariñosa.

Y no pude, en ningún momento, imaginar como era su cabeza por dentro.

Primero que nada, raramente tenía alguna idea de lo que ella pensaba –en el sentido de saber cómo habría respondido si, inesperadamente, le hubiese pedido describir sus pensamientos justo antes que fueran interrumpidos por mi pregunta– y en una escala mayor, no tenía idea de sus motivaciones, la imagen que tenía de sí misma y su concepto de quien era y por que hacía lo que hacía. Incluso en la manera irrisoria en que un novelista pretende “justificar” a un personaje, me era imposible justificar a Sian.

Si ella me hubiera proporcionado un análisis de su estado mental, y una evaluación semanal de sus razones y acciones en la jerigonza psicodinámica de moda, todo se habría reducido a nada más que un montón de palabras vacías. Si hubiera sido posible hacer mías sus circunstancias, imaginarme a mí mismo con sus creencias y obsesiones, empatizar al punto de predecir cada una de sus palabras, cada una de sus decisiones, aún así no hubiera comprendido ni el más mínimo momento en que ella cerraba sus ojos, olvidaba su pasado, deseaba nada y simplemente era.

Por supuesto, que la mayor parte del tiempo, nada podría haberme importado menos. Éramos lo suficientemente felices juntos, fuésemos unos desconocidos el uno para el otro o no –y fuesen mi “felicidad” y la “felicidad” de Sian, de alguna manera las mismas.

Al pasar de los años, ella se volvió menos introvertida, más abierta. No tenía grandes y oscuros secretos que compartir, ni traumas infantiles que resolver, pero me descubrió sus más nimios temores y sus neurosis más mundanas. Yo hice lo mismo, e incluso, torpemente, le expliqué mi particular obsesión. No se ofendió en absoluto. Sólo pareció intrigada.

“¿Cómo será el experimentar ser otra persona? Necesitas tener sus memorias, su personalidad, su cuerpo, todo. Pero entonces no serías tú sino la otra persona, no podrías saber nada. No tiene sentido.”

“No necesariamente –respondí encogiéndome de hombros–. Es un hecho que el conocimiento perfecto sería imposible, pero puedes al menos aproximarte. ¿No crees acaso que mientras más cosas hacemos, mientras más experiencias compartimos, más próximos estamos?”

“Si, pero eso no es sobre lo que estabas hablando hace cinco segundos –dijo frunciendo el ceño–. Dos años, o dos mil años, de ‘experiencias compartidas’ vistas a través de distintos ojos no significan nada. No importa cuanto tiempo pasen dos personas juntas, ¿cómo podrías determinar que existió el más mínimo instante en el que experimentaron lo que estaban viviendo ‘juntos’ de la misma forma?”

“Lo sé, pero…”

“Si admites que lo que postulas es imposible, tal vez puedas dejar de neurotizarte al respecto.”

Estallé en carcajadas “¿Qué te hace pensar que poseo tanto raciocinio como para hacer eso que me pides?”

Cuando la tecnología se hizo disponible fue idea de Sian, no mía, probar todas las permutaciones somáticas de moda. Sian estaba siempre dispuesta a experimentar cosas nuevas. “Si de verdad vamos a vivir para siempre,” dijo, “será mejor que nos mantengamos curiosos si queremos permanecer cuerdos.”

Yo estaba renuente a intentarlo, pero cualquier resistencia de mi parte parecía hipócrita. Claramente, este juego no me llevaría al conocimiento perfecto que deseaba (y que sabía nunca podría obtener), pero no podía negar la posibilidad que esto representaba un pequeño paso en la dirección correcta.

Primero, cambiamos de cuerpos. Descubrí cómo era tener senos y vagina –lo que era para mí tener estos órganos por supuesto, no lo que era para Sian–. Nos mantuvimos cambiados el tiempo suficiente cómo para que el shock y la novedad disminuyeran, pero no sentí que ganara mucho conocimiento de su experiencia con el cuerpo con el que había nacido. Mi joya fue modificada lo suficiente como para permitirme tomar control de esta poco familiar máquina, algo mucho más complejo de lo que hubiese requerido el cambiar a otro cuerpo masculino. El ciclo menstrual había sido abandonado hace décadas, y pese a que podría haber tomado las hormonas necesarias para tener períodos, y hasta para quedar embarazada (pese a que los incentivos financieros para no procrear se habían incrementado drásticamente en los últimos años), dicho proceso no me habría dicho absolutamente nada acerca de Sian, quien no había llevado a cabo ninguna de las dos opciones.

En cuanto al sexo, el placer provocado por su práctica era bastante similar –lo que no era para nada sorprendente, ya que los nervios de la vagina y el clítoris fueron simplemente conectados en mi joya como si hubiesen provenido de mi pene–. Incluso la penetración fue menos distinta de lo que yo pensaba; a menos que hiciera un esfuerzo especial para permanecer consiente de nuestras respectivas geometrías, encontraba bastante difícil distinguir quien hacía qué a quien. Los orgasmos era mejores eso sí, debo admitirlo.

En el trabajo, nadie alzó ni una ceja cuando aparecí con el cuerpo de Sian, ya que varios de mis colegas habían pasado por exactamente lo mismo. La definición legal de identidad había variado recientemente de la huella del ADN del cuerpo al número de serie de la joya. Cuando incluso la ley puede ir a la par contigo, sabes que no puedes estar haciendo nada especialmente radical o profundo.

Después de tres meses, Sian tuvo suficiente. “Nunca imaginé lo torpe que eres,” dijo. “o que la eyaculación fuera tan aburrida.”

A continuación, encargó un clon suyo, para que los dos pudiéramos ser mujeres. Los cuerpos de repuesto cerebralmente-dañados –Extras– hasta hace un tiempo habían sido extremadamente costosos ya que era necesario hacerlos crecer casi a velocidad normal, además de la necesidad de mantenerlos constantemente activos para que fuesen lo bastante saludables como para usarlos. Extras Maduros, con huesos saludables y tono muscular perfectos, podían ser ahora producidos en un año –cuatro meses de gestación, y ocho meses de coma– lo que además permitía que estuvieran aun más muertos cerebralmente que antes, aquietando los alegatos éticos.

En nuestro primer experimento, la peor parte para mí no fue la de verme al espejo y ver a Sian, sino contemplar a Sian y verme a mí mismo. La extrañaba, mucho más de lo que extrañaba ser yo mismo. Ahora, estaba casi feliz de la ausencia de mi cuerpo (almacenado, mantenido con vida por la joya basada en el cerebro mínimo de un Extra). La simetría de ser su gemela me cautivaba; de seguro ahora estábamos más próximos que nunca. Antes, habíamos meramente intercambiado nuestras diferencias físicas. Ahora, las habíamos abolido.

La simetría era una ilusión. Yo había cambiado de género, pero ella no. Yo estaba con la mujer que amaba; ella vivía con una parodia viviente de sí misma.

Una mañana me desperté con Sian encima de mí aporreándome los pechos tan fuerte que me dejó marcas. Cuando abrí mis ojos y me cubrí, me miró desconfiadamente. “¿Estas ahí? ¿Michael? Me estoy volviendo loca, te quiero de vuelta.”

Para terminar con todo éste descabellado asunto de una vez y para siempre –y quizás para descubrir por mí mismo por lo que Sian había pasado– estuve de acuerdo en realizar una tercera permutación. No había necesidad de esperar un año, mi Extra había crecido al mismo tiempo que el de ella.

De alguna forma, era mucho más desorientador el ser confrontado conmigo “mismo” sin el camuflaje del cuerpo de Sian. Mi propio rostro me pareció ilegible; cuando ambos habíamos estado disfrazados, eso no me había molestado, pero ahora me hacía sentir incomodo, y en ocasiones incluso hasta paranoico, por ninguna razón en especial.

En cuanto al sexo me costó acostumbrarme. Eventualmente, lo encontré placentero, en una confusa y vaga manera narcisista. La abrumadora sensación de igualdad que sentí, cuando hacíamos el amor como mujeres, no regresó cuando nos practicábamos sexo oral el uno al otro –de cualquier forma, cuando ambos habíamos sido mujeres, Sian nunca reconoció sentir tal cosa. Había sido todo invención mía.

El día después que regresáramos a cómo éramos en un principio (bueno, casi a como eramos en un principio ya que almacenamos nuestros decrépitos cuerpos de veintiséis años, y tomamos residencia en nuestros saludables Extras), vi una noticia procedente de Europa que anunciaba una opción que aún no habíamos tratado: gemelos idénticos hermafroditas. Nuestros nuevos cuerpos podrían ser nuestros hijos biológicos (dados los pequeños ajustes requeridos para asegurar el hermafroditismo), con un monto igualitario de características de cada uno. Ambos habríamos cambiado de género, y ambos habríamos perdido a nuestra pareja. Seriamos iguales en toda forma.

Hice una copia del archivo y lo llevé a casa para que lo viera Sian. Lo miró atentamente, y dijo, “las babosas son hermafroditas, ¿no? Cuelgan juntas en un hilo de baba. Estoy segura que incluso en la obra de Shakespeare, se alaba el glorioso espectáculo de babosas copulando. Imagínalo: tú y yo, haciendo el amor a lo babosa.”

Me caí al suelo, riendo.

Me contuve de pronto y le pregunté: “¿en qué obra de Shakespeare? No sabía siquiera que hubieses leído a Shakespeare.”

Eventualmente, llegué a la convicción que con cada año que pasaba, conocía a Sian un poco más –de la manera tradicional, la manera con la que la mayoría de las parejas parecen conformarse–. Sabía lo que ella esperaba de mí, sabia cómo no herirla. Tuvimos discusiones, peleas, pero debe haber existido alguna clase de estabilidad subyacente, ya que a pesar de todo siempre decidíamos seguir juntos. Su felicidad me importaba, mucho, y en ocasiones encontraba difícil pensar que alguna vez creí posible que todas sus experiencias subjetivas debían ser fundamentalmente ajenas para mí. Era cierto que cada cerebro, y por lo tanto cada joya, era única –pero había algo extravagante en suponer que la naturaleza de la conciencia podría ser radicalmente diferente entre individuos, cuando el mismo hardware básico, y los mismos principios básicos de topología neuronal, estaban involucrados.

Pese a esto. A veces, si me despertaba en medio de la noche, me volteaba hacia ella para susurrarle, inaudiblemente, compulsivamente, “Yo no te conozco. No tengo la menor idea de quien, o qué eres.” Luego de esto permanecía tendido considerando empacar y marcharme. Estaba solo, y era inútil pretender lo contrario.

Por otro lado, algunas veces me despertaba en la noche, absolutamente convencido que me estaba muriendo, o alguna otra cosa igual de absurda. Bajo el influjo de algún sueño medio-olvidado, todo tipo de confusión es posible. Nunca me afectó más allá de lo debido, y por la mañana ya me sentía yo mismo de nuevo.

Cuando vi la noticia del servicio de Craig Bentley –él le llamaba “investigación”, pero sus “voluntarios” pagaban por el privilegio de tomar parte en sus experimentos– por poco y no la incluyo en el boletín, pese a que todo mi criterio profesional me decía que ésta clase de historia tenía todo lo que nuestros espectadores podrían desear en treinta segundos de techno-shock: era bizarra, incluso medianamente desconcertante, pero no tanto cómo para no creerlo.

Bentley era un ciberneurólogo; había estudiado el Dispositivo Ndoli, de la misma forma en que los neurólogos habían estudiado el cerebro. Imitar al cerebro con una red neuro-computacional no requiere un profundo entendimiento de sus estructuras más elevadas y la investigación de estas estructuras continuaba, en su nueva encarnación. La joya, comparada con el cerebro, era más fácil de observar, y mucho más fácil aún de manipular.

En su último proyecto, Bentley le estaba ofreciendo a las parejas algo un poco más sofisticado que un acercamiento a la vida sexual de las babosas. Ofrecía ocho horas con mentes idénticas.

Hice una copia de la noticia de diez minutos original que había llegado a través de la fibra, y dejé que mi consola de edición seleccionara los treinta segundos más titilantes posibles, para transmitirlos. Hizo un buen trabajo, lo había aprendido de mí.

No podía mentirle a Sian. No podía esconder la historia, no podía pretender no estar interesado. La única opción honesta a la que podía acceder era mostrarle el archivo, decirle exactamente lo que pensaba sobre el asunto, y preguntarle que era lo que ella quería hacer.

Eso fue justamente lo que hice. Cuando la imagen HV se apagó, se volteó hacia mí, se encogió de hombros, y dijo, “De acuerdo. Suena divertido, Hagámoslo.”

Bentley vestía una camiseta con nueve retratos dibujados por ordenador, en una cuadrícula de tres por tres. En la esquina superior izquierda estaba Elvis Presley. En la inferior derecha Marilyn Monroe. El resto eran varios estados intermedios.

“Así es cómo esto va a funcionar. La transición tomará veinte minutos, durante dicho tiempo ambos estarán descorporizados. Los primeros diez minutos, tendrán igual acceso a las memorias de cada uno. En los diez minutos restantes, ambos serán transportados, gradualmente, hacia la personalidad combinada.”

“Una vez llevada a cabo ésta etapa, vuestros Dispositivos Ndoli serán idénticos –en el sentido que ambos tendrán las mismas conexiones neuronales con los mismos factores de fondo– pero estarán en diferentes estados. Tendré que bloquear sus memorias, para corregir eso. Y entonces despertaran en cuerpos electromecánicos idénticos. Los Clones no pueden ser fabricados lo suficientemente parecidos. Pasaran ocho horas solos, en habitaciones idénticas. Tendrán HV para entretenerse –sin el módulo de videófono, por supuesto–. Tal vez piensen que ambos podrían recibir una señal de llamada si tratan de llamarse al mismo número simultáneamente –pero en realidad, en dichos casos el equipo arbitrariamente permite una sola llamada, lo que haría diferir sus ambientes.”

Sian preguntó, “¿Por qué no podemos llamarnos el uno al otro? O mejor aún, ¿estar juntos? Si somos exactamente iguales, diríamos las mismas cosas, ejecutaríamos las mismas acciones –seriamos una parte idéntica más de nuestros idénticos ambientes.”

Bentley apretó sus labios y negó con su cabeza. “Quizás permita que algo así ocurra en algún futuro experimento, pero por ahora considero que sería… potencialmente traumático.”

Sian se volteó hacia mí y con la expresión de su mirada me dijo: Este sujeto es un aguafiestas.

“El final del experimento será cómo en el principio, pero a la inversa. Primero sus personalidades serán restauradas. Entonces, perderán acceso a las memorias de cada uno. Por supuesto, sus memorias de la experiencia misma serán dejadas intactas. Intactas en lo que a mí respecta, claro, ya que no puedo predecir como sus personalidades una vez restauradas, actuarán –filtrando, suprimiendo o reinterpretando dichas memorias–. En cosa de minutos, puede que terminen con ideas muy distintas acerca de lo experimentado. Todo lo que puedo garantizarles es esto: Durante las ocho horas en cuestión, ambos serán idénticos.”

Lo discutimos. Sian estaba entusiasmada, como de costumbre. No le importaba mucho como iba a ser; todo lo que realmente le importaba era atesorar una nueva experiencia novedosa.

“Pase lo que pase, seremos nosotros mismos nuevamente al final,” dijo. “No hay nada que temer. Ya sabes el viejo adagio.”

“¿Cual adagio?”

“Todo lo soportable –siempre y cuando no sea infinito.”

Yo no lograba decidirme a como me sentía al respecto. A pesar que ambos compartiéramos nuestras memorias terminaríamos conociendo, no al otro, sino meramente a una artificial tercera persona. Pese a esto, por primera vez en nuestras vidas experimentaríamos exactamente lo mismo –aunque la experiencia fuera la de pasar ocho horas en habitaciones separadas en el cuerpo de un robot sin género y con una seria crisis de identidad.

No pude pensar en ninguna forma realista posible de mejorar el experimento.

Llamé a Bentley, e hice una reserva.

Durante una privación sensorial perfecta, mis pensamientos parecían disiparse en la oscuridad circundante antes incluso que estuvieran formados siquiera. Este aislamiento no duraba mucho, pero; a medida que nuestras memorias de corto de plazo se fusionaran, alcanzaríamos cierta clase de telepatía: Uno de nosotros pensaría un mensaje, y el otro “recordaría” él haberlo pensado, respondiendo de la misma manera.

–No puedo esperar a descubrir todos tus secretos.

–Creo que te vas a decepcionar. Cualquier cosa que no te haya dicho ya, probablemente la he reprimido.

–Ah, pero reprimido no significa eliminado. ¿Quién sabe lo que resultará de esta experiencia?

–Ya lo sabremos, muy pronto.

Traté de recordar todos los pequeños pecados que pude haber cometido en los últimos años, todos los pensamientos vergonzosos o egoístas, pero nada vino a mi cabeza a excepción de una vago sensación de culpa. Traté de nuevo, y conseguí, una imagen de Sian de niña. Otro niño metía su mano entre las piernas de ella que entonces chillaba de miedo apartándose. Pero ese era un incidente que Sian me había contado, hace mucho tiempo. ¿Era un recuerdo suyo o mi propia reconstrucción?

–Un recuerdo mío. Creo. O quizás mi reconstrucción. Cuando te he contado algo que me ocurrió antes que nos conociéramos, la memoria de habértelo contado se ha vuelto mas clara para mí que la memoria del hecho mismo. Casi como la reemplazara.

–Lo mismo me pasa a mí.

–Entonces, nuestras memorias se han ido acercando a cierta clase de simetría con los años. Ambos recordamos lo que nos hemos dicho, como si lo hubiésemos oído de otra persona.

Acuerdo. Silencio. Un momento de confusión. Entonces:

–Esta cuidada división de “memoria” y “personalidad” que Bentley utiliza; ¿es realmente tan clara? Las joyas son redes neuro-computacionales; no puedes hablar de “datos” y “programas” en un sentido absoluto.

–No en general, no. Su clasificación debe ser arbitraria, hasta cierto punto. ¿Pero a quien le importa?

–Claro que importa. Si él restaura la “personalidad”, pero permite que las “memorias” persistan, esto podría llevarnos a…

–¿A qué?

–Depende, ¿no? En un extremo, podría dejarnos tan minuciosamente “restaurados”, tan completamente inafectados, que toda la experiencia podría no haber ocurrido nunca. Y en el otro extremo…

–Permanentemente…

–…próximos.

–¿No es ese el punto?

–Ya no lo sé.

Silencio. Duda.

Y entonces me percaté que no tenía idea si era mi turno de contestar o no.

Desperté, recostado en una cama, ligeramente desconcertado, cómo si esperara a que un hiato mental se me pasara. Mi cuerpo se sentía un tanto extraño, pero menos que cuando desperté en el Extra de otra persona. Bajé la vista y contemplé el pálido y suave plástico de mi torso y mis piernas, entonces agité una mano frente a mi cara. Me veía cómo el maniquí unisex del escaparate de una tienda –pero Bentley nos había mostrado los cuerpos previamente, por lo que la impresión no fue tan significativa–. Me incorporé lentamente, permanecí de pie y luego di unos cuantos pasos. Me sentía un poco insensible y vacío, pero mi sentido kinestético, mi propiocepción, estaba bien; Me sentía localizado entre mis ojos, y sentía que éste cuerpo era el mío. De la misma forma que cualquier transplante moderno, mi joya había sido manipulada directamente para acomodar el cambio, evitando la necesidad de meses de fisioterapia.

Miré alrededor del cuarto. Estaba escasamente amoblado, una cama, una mesa, una silla, un reloj, un set de HV. En la muralla, una reproducción enmarcada de una litografía de Escher: “Lazo de Unión,” un retrato del artista y, presumiblemente, su esposa, rostros descascarados cómo limones formando hélices de cortezas, unidas en una única banda. Seguí la superficie externa de principio a fin, y me sentí defraudado al comprobar que no poseía el giro de Möbius que esperaba.

Ninguna ventana, una puerta sin manilla. Colgando de la pared junto a la cama, un espejo de cuerpo completo. Me paré frente a él contemplando mi ridícula forma. De pronto se me ocurrió que, si Bentley realmente amaba los juegos simétricos, tal vez había construido una habitación que fuera cómo la imagen del espejo de la otra, modificando el set de HV, y alterando una joya, una copia de mí, para cambiar la derecha por la izquierda. Lo que parecía un espejo podría ser una ventana entre las dos habitaciones. Fruncí torpemente el ceño con mi rostro plástico; mi reflejo se veía apropiadamente molesto por la visión. La idea me cautivó, pese a lo improbable que fuera. Sólo un experimento en física nuclear podría revolear la diferencia. No, no era cierto; bastaría con un péndulo cómo el de Foucault para estropear el juego. Me acerqué al espejo y le propiné un puñetazo. No surgió ningún grito de dolor, pero una muralla de ladrillos o un puñetazo opuesto de igual intensidad podrían ser la explicación.

Me encogí de hombros alejándome del sospechoso espejo. Bentley podría haberlo arreglado todo –hasta donde a mí me concernía, toda la habitación podría ser un simulacro computarizado–. Mi cuerpo era irrelevante. La habitación era irrelevante. El punto era…

Me senté en la cama. Recordé a alguien –Michael, probablemente– preguntándose si me entraría el pánico cuando reflexionara sobre mi naturaleza, pero no encontré ninguna razón para ello. Si me hubiese despertado en esta habitación sin memorias recientes, y hubiese tratado averiguar quien era sobre la base de mi(s) pasado(s) probablemente me habría vuelto loco, pero sabía exactamente quien era, tenía dos largos senderos de anticipación que me conducían a mi estado presente. La perspectiva de ser cambiado en Sian o Michael no me importaba en absoluto; el sentimiento de ambos por recobrar sus identidades separadas permanecía en mí, fuertemente, y el deseo de integridad personal se manifestó a sí mismo cómo alivio ante el pensamiento de la re-emergencia, y no como miedo de mi propia disolución. En cualquier caso, mis memorias no serían suprimidas, y no tenía la sensación de poseer objetivos que uno u otro no quisieran conseguir. Me sentía más como su mínimo denominador común que alguna clase de hiper-mente sinérgica; Yo era menos, no más, que la suma de mis partes. Mi propósito estaba estrictamente limitado: Yo estaba aquí para disfrutar la extrañeza de Sian, y para contestar la inquietud de Michael, y cuando el momento llegara estaría feliz de bifurcarme, y reasumir las dos vidas que recordaba y valorizaba.

Entonces, ¿cómo experimentaba la conciencia? ¿De la misma forma que Michael? ¿De la misma forma que Sian? Hasta donde podía distinguir, no había experimentado una metamorfosis fundamental –pero apenas llegué a dicha conclusión, comencé a preguntarme si es que realmente estaba en condiciones de emitir un juicio de tal naturaleza–. ¿Contenían las memorias de ser Michael, y las memorias de ser Sian, mucho más de lo que ambos pudiesen colocar en palabras posibles de ser intercambiadas verbalmente? ¿Conocía realmente algo de la naturaleza de sus existencias, o estaba mi cabeza repleta tan solo de descripciones de segunda mano –intimas, y detalladas, pero en definitiva tan opacas como el lenguaje?–. Si mi mente era radicalmente diferente, ¿podría dicha diferencia ser algo que yo pudiese siquiera percibir? –¿o acaso todas mis memorias, en el acto de recordar, simplemente serían reordenadas en términos que me fuesen familiares?

El pasado, después de todo, no era más cognoscible que el mundo externo. Su propia existencia debía ser explicada por medio de la fe –y, aunque se le dotara de vida, de cualquier forma sería engañosa.

Hundí mi cabeza entre mis manos, completamente abatido. Yo era lo más cercanos que Michael y Sian podrían estar, pero las dudas del primero, pese a todo, continuaban sin respuesta.

Después de un rato, mi ánimo comenzó a mejorar. Por lo menos la búsqueda de Michael había terminado, incluso aunque no hubiera conocido el éxito. Ya no tenía otra opción que aceptarlo, y continuar con su vida.
Di un paseo alrededor de la habitación, encendiendo y apagando el HV. Estaba empezando a sentirme aburrido, pero no pensaba malgastar ocho horas y muchos miles de dólares sentado mirando telenovelas.

Me entretuve ideando posibles maneras de boicotear la sincronización de mis dos copias. No era posible que Bentley pudiera duplicar las habitaciones y los cuerpos tan perfectamente que un ingeniero no pudiese distinguir las diferencias y quebrar la simetría. Incluso el arrojar una moneda al aire podría haber servido pero no tenía una moneda. ¿Arrojar un avioncito de papel? Parecía prometedor –un objeto altamente sensible a las corrientes de aire– pero el único papel en el cuarto era el Escher, y no que un ingeniero no pudiese distinguir las diferencias y quebrar la simetría. Incluso el arrojar una moneda al aire podría haber servido pero no tenía una moneda. ¿Arrojar un avioncito de papel? Parecía prometedor –un objeto altamente sensible a las corrientes de aire– pero el único papel en el cuarto era el Escher, y no podía decidirme a vandalizarlo. Podría romper el espejo, y observar las distintas formas y tamaños de los fragmentos, lo que podría comprobar o desmentir mis especulaciones previas, pero mientras levantaba una silla sobre mi cabeza, repentinamente cambié de idea. Los escasos minutos de privación sensorial con dos conjuntos de memorias de corto-plazo en conflicto habían sido lo suficiente confusas cómo para atreverme a experimentar varias horas de interacción con un ambiente físico distinto. Mejor aguantarme hasta que estuviera desesperado por divertirme.

Me recosté sobre la cama e hice lo que la mayoría de los clientes de Bentley probablemente terminaban haciendo.

A medida que se fusionaban, Sian y Michael temieron por su privacidad –y ambos habían proclamado declaraciones mentales compensatorias, por no decir defensivas, de franqueza, no deseando que el otro pensara que tenía algo que esconder. La curiosidad de ambos, también, había sido ambivalente; querían entenderse el uno al otro, pero, por supuesto, no querían husmear.

Todas estas contradicciones continuaban dentro de mí, pero mientras contemplaba el techo, intentando no mirar el reloj nuevamente por lo menos dentro de treinta segundos más, concluí que no tenía por qué tomar una decisión. Era lo más natural del mundo dejar que mi mente se recreara en el transcurso de la relación de Sian y Michael, desde ambos puntos de vista.

Fue una reminiscencia muy peculiar. Casi todo parecía al mismo tiempo vagamente asombroso y absolutamente familiar –cómo un ataque extendido de deja vu. No es que ambos deliberadamente quisieran engañarse el uno al otro acerca de algo importante, pero todas las pequeñas mentirillas blancas, todos los resentimientos triviales reprimidos, todas las necesarias, loables, esenciales, decepciones amorosas, que los habían mantenido unidos a pesar de sus diferencias, atiborraban mi cabeza con una extraña bruma de confusión y desengaño.

No era bajo ningún punto de vista una conversación; yo no era una personalidad múltiple. Sian y Michael simplemente no estaban ahí –para justificar, para explicar, para engañar el uno a la otra una vez más, con la mejor de las intenciones–. Quizás debería hacer todo ello de su parte, pero constantemente estaba inseguro de mi rol, incapaz de optar por un enfoque determinado. Así que me quedé allí tendido, paralizado por la simetría, y dejé que las memorias fluyeran.

Después de eso. El tiempo transcurrió tan rápidamente que nunca tuvimos ocasión de romper el espejo.

Tratamos de permanecer juntos.

Duramos una semana.

Bentley realizó –de acuerdo a lo requerido por la ley– instantáneas de nuestras joyas previo al experimento. Podríamos haber regresado a ellas –y entonces haberle solicitado a él la explicación del porqué– pero defraudarse a uno mismo es una decisión que resulta fácil sólo si es realizada a tiempo.

No podíamos perdonarnos el uno al otro, porque no había nada que perdonar. Ninguno de nosotros había hecho nada que el otro no pudiera entender, y simpatizar completamente.

Nos conocíamos demasiado bien, eso era todo. Detalle por microscópicamente pequeño y maldito detalle. No era que la verdad fuese dolorosa; ya no nos afectaba, no más. Nos había vuelto indiferentes. Nos había sofocado. No nos conocíamos el uno al otro al punto de como nos conocíamos nosotros mismos; era peor que eso. En el ser, los detalles se nublan en el proceso mismo del pensamiento; la auto-disección metal es posible, pero supone un gran esfuerzo el sostenerla. Nuestra disección mutua no nos supuso esfuerzo alguno; era el estado natural en el que caíamos cada vez que estábamos ante la presencia del otro. Nuestras superficies habían sido desnudadas, pero no para revelar un vistazo de nuestras almas. Todo lo que podíamos ver bajo la piel eran los engranajes, rotando.

Supe entonces, que lo que Sian siempre buscó en un amante era lo ajeno, lo incomprensible, lo misterioso, lo opaco. El sentido total, para ella, de estar con alguien era la sensación de confrontar la otredad. Sin ello, ella consideraba que se estaba mejor hablándose a sí mismo.

Descubrí que ahora compartía este punto de vista (un cambio cuyos precisos orígenes no quería ponderar del todo… pero por otro lado, siempre supe que ella tenía la personalidad más fuerte, debía haber presentido que algo terminaría por adherírseme).

Juntos ya no podíamos estar, así que no tuvimos otra opción que alejarnos.

Nadie desea pasar la eternidad a solas.

© 1992, Greg Egan.
2003, Traducción de Sergio A. Amira.

–Publicado originalmente en Fobos #18 de junio del 2003–